No dudaría en calificar a Tulio Halperín Donghi como un gigante de nuestra historiografía. Tampoco dudaría en afirmar que este juicio le resultaría a Tulio insoportablemente enfático. Es posible que así sea, aunque, para ratificar esta hipótesis, ya no tendremos en Buenos Aires la presencia de ese viajero infatigable que siempre recalaba en el departamento de su familia. Cada primavera porteña, de manera invariable, nos traía el regalo de la fecundidad intelectual que él volcaba en cuanto recinto era solicitada.
Entre tantos rasgos de una personalidad, envuelta en meandros e ironías como la prosa que dio materia a una inmensa producción, me parece importante destacar este rasgo. Tulio era un hombre generoso por donde se lo viera: en la trama de la amistad (cada carta, cada encuentro era una fiesta de la inteligencia) y en la trama del diálogo académico, tal vez el lugar donde él se sentía mejor instalado. Profesional riguroso, maestro que brillaba en la cátedra, charlista desopilante, allí estaba Tulio entre nosotros, en las universidades más destacadas del mundo (Harvard, Oxford, Berkeley) en que enseñó e investigó cuando se alejó del país en los años sesenta y dejó las Universidades de Buenos Aires y Rosario, en los cafés de esta ciudad que tanto quería , o en los cursos, tertulias y seminarios en que derramaba su sabiduría.
Aquellas circunstancias eran sucesivas estaciones para desarrollar las variantes de una historia —la nuestra— inscripta a su vez en el vastísimo escenario de la historia universal. Nada de la Argentina (excepto quizás la multitudinaria pasión por el fútbol, el tango y las carreras) le fue ajeno a Tulio Halperín. En el momento en que escribo este testimonio, teñido, como reza la dedicatoria de uno de sus trabajos, por “esperanzas y melancolías”, mi escritorio está literalmente cercado por una pila de libros que, desde luego, no abarca su obra completa. Gigantesca, asimismo, esa factura incesante de textos que comenzó en 1951 con la publicación de El pensamiento de Echeverría (en el “Prólogo” de esa primera edición que abro de nuevo, Roberto Giusti, un estrecho amigo de su familia, habla de ese “joven publicista” dotado de “un talento crítico anticipadamente maduro, en el cual tienen su parte la agudeza y el rigor”) y culminó, justo en este año 2014, con El enigma Belgrano. Un héroe de nuestro tiempo. Incansable Tulio. Todavía nos debemos — sin duda llegará próximamente o quedará a cargo de las nuevas generaciones — una revisión exhaustiva de este macizo conjunto capaz de abarcar cuanto aspecto la curiosidad del lector solicite.
De la historia política a la historia económica y social; de la historia de las ideas a la crítica historiográfica; del análisis de los procesos y transiciones del pasado iberoamericano — frescos y murales donde parece que todo cabe —hasta el campo más circunscripto de la biografía y del relevamiento de la autobiografías: ¿cómo es posible que un cuerpo tan frágil haya sido capaz de contener semejante espíritu creador y una expresión oral —más atractiva en mi opinión que la escrita— con semejante poder de transmisión del conocimiento? Ejemplo pues de la palabra escrita y hablada para los más variados gustos. Como cualquier lector, tengo por tanto los míos, saltando de una frase subordinando a otra y disfrutando de la maestría con que Tulio rindió tributo al matiz para relatar el pasado. Para citar solo unos pocos: Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo (1961); Revolución y guerra: Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla (1972); el “Prólogo: una Nación para el desierto argentino” a Proyecto y construcción de una Nación. Argentina 1846-1880 (1980); El espejo de la historia. Problemas argentinos y perspectivas latinoamericanas (edición ampliada de 1987); la “Introducción” a La república imposible 1930-1945 (2004); Letrados y pensadores. El perfilamiento del intelectual hispanoamericano en el siglo XIX (2013). Sin duda me quedo corto, pero esta sucinta recapitulación tal vez encierre una de las virtudes de Halperín: cada lector, en efecto, obtiene de Tulio el reflejo de sus curiosidades e intereses. He aquí entonces (un giro del lenguaje que de joven solía utilizar) un argentino universal hacia dentro y hacia fuera.
¿En qué medida el Halperín-historiador se desdobló en el Halperín-ciudadano en el turbulento siglo XX argentino? Por lo que la experiencia me indica, ese desdoblamiento fue constante. En su larga trayectoria Tulio padeció las vicisitudes de un país que tuvo fases ascendentes y descendentes. El ascenso —o, al menos, el modo como fue imaginado y traducido en hechos concretos— lo percibió explorando el laberinto del pasado; el descenso, en cambio, se condensó en las circunstancias contemporáneas en que su niñez, adolescencia y juventud se vieron sacudidas por lo que en sus recuerdos (Son memorias, 2008) Halperín denominó “el hecho peronista” o, más crudamente, la “revolución peronista”. El movimiento que se desencadenó cuando él tenía veinte años significó para Tulio una vuelta de campana para esa clase letrada, núcleo de una ilustración que circulaba entre los colegios nacionales y la universidad, a la cual él y su familia pertenecían.
No fue tan solo este el origen de su peregrinación por el extranjero sino la crisis de legitimidad abierta en los años treinta, cuyo potencial destructivo impulsaron aquel proyecto, los golpes militares y la posterior violencia y terror recíproco. De todo ello, de la instauración de una inestable democracia y, poco después, de las mutaciones planetarias que lo acompañaron en su vejez, se fue desprendiendo en Tulio la visión de un mundo histórico radicalmente imprevisible: “la insalvable ignorancia de lo que ha de deparar el futuro” como escribió en el Epílogo de Son memorias. Acaso esa conciencia acerca de la fragilidad de las cosas en una “nación envuelta hoy más que nunca en una despiadada guerra contra sí misma”, de cara a “un mundo que ha cesado de sernos comprensible” (las citas son del párrafo final de El enigma Belgrano), haya sido el telón de fondo de nuestras charlas personales, que Tulio había bautizado como notre habituel tour d’horizon. ¡Cuántas habrán sido y qué difícil es guardar por entero en la memoria esas conversaciones, la fáustica cultura, la voz aguda y hasta chillona, la mirada pícara, tan cercana se me ocurre a Voltaire, y el inconfundible sabor de la república de las letras! Tal vez haya sido aquí el último representante de ese linaje, mientras socráticamente observaba a su alrededor lo que pasaba. Por eso, aún en el torrente de sucesos inesperados que lo arrastraba en sus días postreros, quedará en pie, con raíces de roble, el previsible encanto de una inteligencia en acto que se derrama en su obra, y la apertura del hombre sabio al misterio de la humanidad y la historia.

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