El autor, durante años secretario de redacción de esta revista, rinde homenaje a la memoria del cardenal Jorge María Mejía.

Elogiemos a los hombres ilustres,
a los antepasados de nuestra raza.
El Señor los colmó de gloria,
manifestó su grandeza
desde tiempos remotos.
Eclesiástico 44, 1-3.

Querido Jorge:
A decir verdad, carezco del temple de un panegirista de cardenales; trato más bien de recordarte en los flancos más íntimos, en la trama más sutil de nuestra vida en común.
Fui tu secretario de redacción durante años y aprendí de tu sabiduría y tu obstinado rigor. Cuando tuve que perfilar tu figura, en un libro aparecido en 1977, acudí al texto que vos mismo habías escrito: “La primera coordenada es el respeto y la promoción de los derechos humanos fundamentales, enumerados por Gaudium et spes, a la zaga de Pacem in terris. De hecho, la vieja noción aristotélica-tomista de bien común es inseparable, en la concepción de estos derechos. El hombre, en efecto, necesita un espacio de libertad, no sólo personal y familiar, sino político, al menos en la medida harto escasa, por cierto, en que estos diversos aspectos de la libertad son separables, que requiere su presencia activa en la comunidad política y debe ser además de protegido, promovido y sustentado por la autoridad, la cual existe, en última instancia, para el servicio de esta libertad”.

Por aquella época, un reducido grupo de amigos te invitamos a darnos unas lecciones sobre las Sagradas Escrituras. Nos reunimos cada quince días durante dos años los sábados por las noches en una casa familiar. Jamás pude olvidar, Jorge, la potente capacidad educativa de esas clases nacidas de tu profunda fe.
Al cabo de cada reunión nos decías que comprender la Escritura era como pasar la mano por las rugosidades de un tronco, para conocer los infinitos matices de los textos. Yo siempre volvía a casa, querido Jorge, pensando en la frase weberiana: “Nada tiene valor para el hombre en cuanto hombre si no puede hacerlo con pasión”, proferida ante los desconcertados estudiantes muniqueses en el invierno de 1919.

Tu traducción de la Constitución pastoral Gaudium et spes, publicada por Criterio en 1967 ya había abierto una nueva relación entre la Iglesia y la modernidad. En 1962 habías publicado Una destacada guía para la lectura de la Biblia, que se agotó rápidamente, frutos ambas de esa prestancia de la libertad que tanto te gustaba mencionar.
Hacia el final de estos recuerdos sólo resta un pequeño poema en tu homenaje, querido Jorge.

Memento mori
Que he de morir
eso lo sé
por honesto
y harto comedido
la lección me basta
de aquellos que han sido
y ahora reposan
ornados de silencio
sé que el Señor
es El que Es
porque es eterno
en Taüll
y en Monreale
lo he advertido.
El me dará
un pozo y una sombra
un nuevo nombre
y una nueva honra
una noche perlada de rocío
cuando llegue
la hora decisiva
quizá en Tarraco
porque siempre he sido
de corazón un catalán
en el porteño exilio.

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