Todos los años en febrero esta cronista tiene una cita obligada con el festival internacional de cine de Berlín, oportunidad única para observar lo que ocurre en la cinematografía mundial. La Berlinale permite aquilatar tendencias estéticas, temáticas y económicas del cine, y la aparición de nuevos realizadores y películas notables. Como bien decía André Malraux, ministro de cultura de Charles de Gaulle en los años cincuenta, ‘el cine es una industria que a veces se disfraza de arte’.

La Berlinale, cuya primera edición tuvo lugar en 1950 en el Berlín de la ocupación aliada, apenas creada la República Federal Alemana, muy pronto consolidó su reputación de festival donde lo político tenía primacía. Mientras que Cannes y Venecia navegaban, y lo hacen todavía, aguas estéticas y experimentales, Berlín atesoró una identidad marcada por lo social. Primero fue en el contexto de la Guerra Fría, una etapa histórica perimida (quién lo hubiera pronosticado cuando esta cronista empezó a viajar a Alemania en 1985). Desde el 2001, el marco lo provee el nuevo orden mundial, complicado e incierto, el de la globalización, la revolución digital, el relativismo moral, la gente maltratada, el peso de la historia, el islamismo desaforado, y el etcétera que se me queda en el tintero.

Resultó interesante ver cómo los 19 filmes seleccionados para la competencia oficial de este año reflejaron diversos aspectos de estas cuestiones. Por de pronto fue un festival sin aristas polémicas, donde los osos de oro y plata premiaron por un lado valores necesarios para una convivencia humana, a nivel personal y nacional: la iraní Taxi, la rumana Aferim!, la guatemalteca Ixcanul y la británica 45 años. Por otro destacaron la exploración del lenguaje cinematográfico al servicio de narrativas enraizadas en temáticas nacionales o de género: la rusa Bajo nubes eléctricas, la polaca Cuerpo y la alemana Victoria. La chilena El Club, premio especial del jurado, sobre un grupo de sacerdotes, malas ovejas suspendidas de su ministerio y acorraladas por el gran inquisidor que los investiga, es dolorosa de ver para un católico, y mezquina en su concepción.

El oso de oro al mejor filme para Taxi, de Jafar Panahi, a quien los clérigos de Irán tienen prohibido hacer cine, fue cálidamente recibido por la prensa y el público. Y cómo no iba a serlo una película cuya forma y fondo son un comentario sobre el arte y la práctica del cine en un contexto de censura artística y política: el taxi manejado por el propio director, con la cámara montada sobre un eje que pivota dentro del auto, lleva durante una hora y media (duración de la película y del recorrido del auto por las calles de Teherán) pasajeros que simbolizan la sociedad iraní. Armada con planos secuencias, alternando modos narrativos y contando con claridad la mini historia de cada personaje, Taxi es un ejemplo feliz de metacine. Como otras películas recientes del director –This Is Not a Film, Closed Curtain, rodadas en Irán pero prohibida su circulación allí, y presentadas en festivales extranjeros en ausencia del cineasta– Taxi obliga a preguntar qué ocurre en la trastienda. La límpida escena final –dos desconocidos físicamente arrancan la cámara del taxi y la pantalla se funde a negro– muestra a un nivel la censura gubernamental en acción, y a otro, el ‘permiso’ de rodar la película y sacarla al exterior. Lo que no se sabe por ahora qué precio paga el director por realizar esta película corajuda.

El cine chileno tuvo actuación destacada este año. Además de la ya mencionada El club, de Pablo Larraín, que completa con ella un cuadro sobre el Chile de Pinochet (Tony Manero, Post-mortem y No) desde un ángulo crítico mordaz y lúgubre, el jurado otorgó el oso de plata al mejor guión al documental de Patricio Guzmán El botón de nácar. Vuelve a consagrar la obra de un director firmemente plantado en el campo allendista, que sigue esgrimiendo la bandera que levantó en el hoy clásico documental La batalla de Chile y sus sucesores, La memoria obstinada, El caso Pinochet y Salvador Allende. Como Nostalgia de la luz, presentada en Cannes en el 2010, El botón de nácar es un ensayo sobre la historia, la política y la geografía de Chile, conectando en este caso el mar con la destrucción de las culturas indígenas y el gobierno de Pinochet. La voz en off del director enhebra materiales dispares –inquietantes fotos de archivo, películas geográficas espectaculares y entrevistas a sobrevivientes y testigos de los años setenta– concediéndoles una gran unidad narrativa. La película interesa, en gran parte, como un ejercicio de nostalgia personal, propuesto como receptor de toda la memoria histórica. Cabe preguntarse si así culmina el arte comprometido con la izquierda, que caracterizó el cine político latinoamericano de los años setenta.

Esta doble visión chilena –nostálgica por un lado, y negra con toques de Buñuel por otro– sobre realidades latinoamericanas contrasta notablemente con Ixcanul, el debut del guatemalteco Jayro Bustamante, formado cinematográficamente en Europa, y que observa en Ixcanul el mundo rural maya que lo rodeó en su infancia. Rodada con actores no profesionales en la alta montaña de su país, la historia describe el conflicto de una muchacha indígena que aspira, sin poder verbalizarlo, a una vida moderna, más allá del volcán Ixcanul, símbolo de su mundo mágico, mítico, pre-hispánico. Es un drama que soslaya, por un lado, el pintoresquismo de quien ve el conflicto desde afuera, y por otro, el activismo indigenista de denuncia. Ixcanul enlaza –aunque su joven director quizá no la conozca– con la obra de nuestro Jorge Prelorán, para quien documentar la realidad de una cultura en las márgenes era compenetrarse con ella, respetando su dignidad. Viendo al realizador acercarse a la Berlinale con las actrices, unas mayas diminutas, vestidas a la usanza tradicional y de trato cálido, fue comprender el cariño y respeto con que el director abordó su trabajo. El premio Alfred Bauer para este filme por abrir nuevas perspectivas fue recibido con mucho gusto por el público y la prensa.

Finalmente, me gustaría destacar el thriller político 13 minutos, del alemán Oliver Hirschbiegel, el director de Der Untergang (La caída, 2004) sobre los doce días finales de Hitler y la plana mayor nazi en su bunker de Berlín. Presentada fuera de concurso, 13 minutos es la biografía de Georg Elser, el carpintero que hizo detonar una bomba en una cervecería de Munich en noviembre de 1938, trece minutos después de que los jerarcas se hubieran ido de un acto público. La base del guión es el expediente de la policía secreta que consignó minuciosamente el interrogatorio, donde se ve la resistencia física y claridad moral con que Elser se expresa. El prolífico abogado y escritor Fred Breinersdorfer, productor y guionista esta ‘biopic’, explora la pregunta que sigue fascinando a quienes conocen el episodio: ¿cómo reconciliar el nazismo y su ideología con la conciencia? Es la misma pregunta que vertebra Sophie Scholl (2005), también escrita por Breinersdorfer, y que el historiador Joachim Fest explora en Not I: Memoirs of a German Childhood, al evocar a su padre, católico y disidente del nazismo.

Creo que hay un segundo impulso detrás de 13 minutos y Sophie Scholl, incluso también en La caída, basada en la obra de Joachim Fest, y es la reconstrucción de la mentalidad, o más bien mentalidades, de la época. Además de recrear la biografía del carpintero Elser, y sobre la base de una investigación histórica minuciosa, según la describieron el director y guionista en la conferencia de prensa, la película muestra cómo se produce el avance y triunfo de la ideología nacional socialista en el pueblo natal de Elser, en la frontera con Suiza. Como en el cine sólo hay tiempo presente, el espectador va viendo el desembarco del nazismo en oleadas sucesivas hasta su colapso en 1945. Tal cual corresponde a una obra de ficción, los factores que llevan a la aceptación forzada, complaciente u oportunista del nazismo, o a su rechazo visceral en el caso de Elser y su familia, quedan planteados según los principios del drama, no los métodos de la historia. Pero el impacto educativo de esta historia no es desdeñable, porque al finalizar la película el espectador ‘comprende’ la época de manera más profunda. En el caso de 13 minutos se puede ‘escribir’ la historia con mayúscula utilizando historias en minúscula. El protagonista y su contexto iluminan temas importantes de la época, como por ejemplo el choque entre la fe y el sustrato anti-cristiano del nazismo: las hondas raíces religiosas del protagonista se manifiestan en el rezo del Padre Nuestro en momentos de tortura y angustia moral, y el impacto que esta claridad de fe y propósito moral desencadena en uno de sus torturadores.

La Berlinale mostró más de cuatrocientas películas en diez días apretados. Un porcentaje no muy grande obtendrá alguna forma distribución comercial, beneficiándose con las nuevas plataformas de exhibición. El consuelo es que el cine realmente bueno termina, tarde o temprano, encontrando su público. Como una vez le oí decir a Woody Allen, “no hay genios desconocidos caminando por la calle…”.

La autora es docente universitaria y crítica cinematográfica

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