El pasado 13 de marzo se cumplieron dos años de la elección del papa Francisco. Los procesos ad extra y ad intra, iniciados por un hombre de gobierno que cuenta con tiempos limitados, pueden marcar la lectura de su labor en la sede apostólica.

En uno de los relatos de El Decamerón, Boccaccio refiere “como un judío fue convertido a la fe por un amigo suyo cristiano”. A mediados del siglo XIV, después de una peste que diezmó a Europa, en una villa cerca de Florencia, siete chicas y tres muchachos se cuentan historias, algunas libertinas, para olvidar los males que azotan a su ciudad. En el cuento, un cristiano de París llamado Juanoto quiere convertir al cristianismo a un amigo judío. Abrahán se dice dispuesto a analizar la cuestión pero no sin antes ir a Roma. Juanoto teme que una vez conocida la vida disoluta de algunos cardenales, su amigo decida seguir siendo fiel a la religión de sus padres. No puede convencerlo de evitar el viaje y cree haber perdido para siempre sus esperanzas. Abrahán comprueba en Roma que la mala fama se correspondía a verdad. Pero, para sorpresa de su amigo, al regresar decide hacerse bautizar en la iglesia de Notre Dame. El argumento es irrefutable: sólo el Espíritu Santo puede ser fundamento y sostén de una institución cuyos “clérigos, con toda diligencia y con todo afán y arte, procuran volver en nada la religión cristiana”.

En el siglo XX, otro polémico escritor florentino, Giovanni Papini, imaginó en El libro negro las vicisitudes de un bohemio que había visto quemar a su padre por heresiarca en la inquisición. Jura vengarse y destruir la Iglesia, pero decide hacerlo de manera espectacular. En Milán se inicia en la vida religiosa con tanto ardor y humildad que todos lo consideran un auténtico probo. Escala posiciones, aparentemente a su pesar, y llega a ser misionero, obispo y cardenal. Finalmente, ya anciano, es elegido papa. Decide entonces ser coronado en la próxima Navidad y desde San Pedro cobrarse la venganza que por tantos años había soñado. Hablaría en contra de Cristo y les diría a los creyentes que Dios no resucitó porque nunca existió. El cataclismo sería fenomenal. Pero en la vigilia, al contemplar la multitud de “fieles gozosos y confiados”, con una “sencilla pero infinita esperanza en el Salvador del mundo, en el consuelo de los pobres, de los perseguidos ”, acontece el milagro de su conversión. Como un Paul Claudel, cuando de manera inefable “se le rebela lo sobrenatural” en un rayo de luz, lo primero que lo atrae es la felicidad de quienes creen.

Podemos concluir, entonces, que para estos escritores tan disímiles la fe en la Iglesia está, para uno, en el Espíritu y, para otros, en la esperanza de la gente sencilla o en la íntima alegría espiritual de los creyentes. Esos son los caminos de la gracia. No necesariamente la ejemplaridad o las intenciones de las jerarquías religiosas definen la fe. Constatado lo cual, nunca dejaremos de admirar los esfuerzos de grandes reformadores y santos por llamar a la integridad de vida de los pastores para que sean testigos creíbles. Reformadores hubo de diferentes estilos y concepciones. Lo fueron Francisco de Asís y Teresa de Ávila, Lutero e Ignacio de Loyola, la santa de Lisieux y Juan XXIII, entre muchos otros. Y hoy también lo es, de alguna manera, el papa Francisco.

Al cumplirse los dos primeros años de pontificado, su tarea más encendida parece encaminarse en dos sentidos: las necesarias reformas de la Iglesia y la defensa de la paz y la justicia en la sociedad contemporánea. No es casual, por otra parte, que también él ponga de manifiesto la santidad del Pueblo de Dios, que exalte la fe de los sencillos y de los que sufren, que pida la “conversión” de quienes gobiernan la Iglesia y de quienes nos decimos practicantes. Acaso su mayor virtud radica en el testimonio de fe: Bergoglio es fundamentalmente, y de manera arrolladora, un auténtico testigo, un hombre de oración capaz de hacer sentir a multitudes la caricia del Señor, dueño de una comunicación gestual y de un lenguaje simple que refleja su radical coherencia, y que señala una marcada cercanía con la gente. Conmueve cuando acepta que frente a los grandes sufrimientos del mundo no tiene respuestas, o avanza desarmado de estructuras, desacartonado y seguro de su misión: ir al encuentro de los que más sufren y han quedado a la intemperie. En este sentido es un duro crítico de muchos sistemas políticos y teorías económicas.

En el plano internacional supo darle a la Iglesia un claro protagonismo a favor de la paz y del diálogo interreligioso. Sus viajes a Medio Oriente, a la isla de Lampedusa, Corea, Albania, Sri Lanka, Filipinas diseñan otra geopolítica para la Iglesia: descubrir las latitudes más alejadas de Europa y partir desde allí para revitalizar el catolicismo. Su anunciada presencia en la sede de Naciones Unidas en Nueva York y la extraordinaria invitación a hablar ante el Congreso de los Estados Unidos en Washington se suma a los previstos viajes a Paraguay, Bolivia y Ecuador.

Pero esta fulgurante personalidad suscita también preguntas de fondo: ¿qué es un pontífice? ¿cómo se ejerce el papado? ¿cómo se debe gobernar la Iglesia? ¿cuáles son los límites que separan la diplomacia de lo pastoral? ¿cómo se implementa la tan mentada colegialidad?

Lo que puede constituir un equívoco es pensar que un determinado papa ejerza la función petrina de manera acabada, completa, como si no hubiera matices y otras opciones. Una cosa es oportuno considerar: el obispo de Roma no es un oráculo, no tiene competencia en todos los temas, no es un iluminado. Hubo quienes vivieron su pontificado con simplicidad, como Juan XXIII, y otros con el rigor del gran teólogo, como Benedicto XVI. Hubo quienes contaron con un sorprendente liderazgo y capacidad mediática, como Juan Pablo II, y otros que restablecieron el complejo diálogo entre la cultura y la fe, como Pablo VI. ¿Cómo analizar hoy, tan cambiados los contextos, la sufrida gestión de Pío XII durante la Segunda Guerra Mundial, o ciertas afirmaciones del Concilio de Trento o del Vaticano I? Un denominador común de los últimos papas, a partir del Concilio Vaticano II, es ver en ese excepcional acontecimiento eclesial el camino de una Iglesia que debe volver siempre al Evangelio y a su más genuina tradición, atenta a los “signos de los tiempos” y al mutar de la historia y de las sensibilidades humanas.

Algo que ciertamente ha cambiado con los gestos y las decisiones de Francisco es una manera de entender el papado y la jerarquía, de la que difícilmente pueda volverse atrás. Más allá de lo que podría juzgarse incluso como un estilo populista, personalista o de una comunicación informal y a veces “caótica”, parecen estar acortándose las distancias que se abrían entre el pastor y el pueblo, moderándose las costumbres principescas de algún prelado, reconsiderándose el querer abroquelarse en las doctrinas y no ir al encuentro de la realidad de la gente. Incluso en orden a los textos, Francisco parece haber convertido el género periodístico de la entrevista o el lenguaje coloquial en lo que antes eran las largas alocuciones o las mismas encíclicas. Quizá podamos sentirnos desorientados ante la presunta amenaza de un “discurso único”, de un estilo de confrontación algo exagerado, de ciertas metáforas (“olor a oveja”, “hospital de campo”, “teólogos de escritorio”) que podrían ser entendidos como una forma de exclusión de quien piensa diferente, o de quien tiene una sensibilidad más institucional o más intelectual. Pero es bueno considerar que el Papa se sitúa frente a la Iglesia universal y la sociedad internacional, iniciando una serie de reformas sustanciales que le exigen todas sus energías y privilegian una jerarquía de acción. Se trata de acentuaciones que todo hombre de gobierno le imprime a determinados procesos: “el tiempo es superior al espacio”, gusta repetir. Además, no parece descabellado pensar que Bergoglio sabe que cuenta con un tiempo limitado para una empresa titánica, y que, muy probablemente, al advertir la disminución de sus fuerzas o el paso del tiempo, decida seguir el ejemplo de su inmediato predecesor. En este sentido, descubrir el amor de Francisco por los valores “del pueblo fiel” ayuda a comprenderlo antes que considerar, de manera un poco descontextualizada, tal o cual aspecto particular.

Las generaciones futuras tendrán mayor perspectiva para evaluar su pontificado. Después se tendrá en cuenta el éxito o no de su esfuerzo por convertir la autoridad en servicio, la prédica en testimonio, el amor y la humildad en gestos distintivos de la dimensión religiosa. Por el momento, no deja de dar esperanza la intensa relación que sabe establecer con millones de personas que lo admiran, dentro y fuera de la Iglesia, y lo perciben como un compañero de ruta, como un auténtico referente en una sociedad que se presenta pobre de liderazgos ejemplares.

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