El texto, basado en un viaje del autor a Marrakech, está escrito con la distancia y la subjetividad propias del relato de ficción.

Fue un verano en el tren cuando hizo un click. Viajaba en un vagón de primera clase marroquí acomodado en el asiento rígido de un compartimiento con escasa ventilación. El convoy atravesaba con su monótono traqueteo la estepa aburrida y polvorienta, amarilla por la estación seca. Ese paisaje se asemejaba demasiado a su vida. No atraía, nada crecía más que arbustos sin hojas ni flor. El horizonte se perdía en una nube de tierra que flotaba estática; el aire asfixiaba.
El bullicio y el colorido de la ciudad eran cosas del pasado. Los recordaba como si se tratase de una vida lejana. Al mirar por la ventana, su interior se embebía de melancolía y decepción. Añoraba el verde majestuoso de sus tierras pasadas, el canto de las aves y las tormentas tropicales de verano por la noche, cuando el cielo parecía estallar y caerse, para regalar luego un amanecer fresco y limpio, con un horizonte infinito de un predominante azul.
Sólo soñaba. Su realidad no era ya verde o azul. Ni siquiera amarilla como la estepa. Un gris opaco la había conquistado, borrando todo rastro del pintor. Pero el contraste con una cultura tan distinta a la suya, occidental, había logrado hacer nacer una creciente curiosidad alimentada por la aventura.
Su pensamiento lo transportó una semana atrás. Acababa de iniciarse un nuevo ciclo lunar, se había dado cuenta al ver el cielo desde la terraza de su riad. Junto con él, empezaba el mes de Ramadán. Las calles permanecían desiertas, la mitad de los servicios públicos estaban suspendidos, las plazas y los parques eran tierra de perros vagabundos. Hasta los mendigos se atenían a las leyes del Profeta, refugiándose vaya a saber dónde.
Pero a la oración, cuando los altavoces de los minaretes de las incontables mezquitas de la ciudad rompían con el sopor diurno, la ciudad se transformaba. De improviso, las calles se atiborraban de túnicas blancas corriendo hacia los templos, como si llegar tarde fuese una parte esencial del ritual.
Tan sólo quince minutos después, cuando los rezos se acallaban, mareas humanas desfilaban por la laberíntica medina en una improvisada procesión vers la place Jemaa El Fna, donde los puestos de tajine, cous-cous, dátiles y carros rebosantes de jugosas naranjas estaban ya instalados y listos para recibir a la muchedumbre hambrienta. Entonces la vida parecía renacer en la ciudad. Una vez calmados la sed y el estómago, comenzaba el verdadero espectáculo en la place.
Familias enteras representaban el ejemplo de la felicidad musical, tocando cada uno un instrumento, y el que no, bailando. Encantadores de serpientes entre el humo de las cocinas hacían sonar sus flautas mientras pedían a los transeúntes alguna moneda compensatoria con una mirada intimidante. Juegos de los más exóticos, como pescar botellas de bebidas dulces con cañas donde colgaban unos aros de goma del tamaño preciso para que entrase el pico del envase atraían a ilusionados jugadores.

Motocicletas a toda velocidad abriéndose paso a bocinazos entre la multitud, haciéndose acreedores de insultos y reprimendas que se perdían entremezcladas con el ruido del escape. Macacos encadenados eran las estrellas con los que todos querían llevarse una foto de recuerdo a cambio de unos cuantos dirhams a sus carceleros que los sujetaban satisfechos. Un mantero, que exhibía su mercancía de lámparas de aceite encendidas de vivos tonos, trataba de evitar que sus artefactos fueran pisoteados, mientras un potencial cliente regateaba el precio, aprovechándose de la adivinada urgencia del artesano. Un grupo de niños correteaba con aparente inocencia, jugando a sustraer lo que encontrase en los bolsillos de algún despistado turista que paseaba por entre ese acogedor caos humano.
-A fin de cuentas estos musulmanes son tan incoherentes como nosotros, cristianos- se decía a sí mismo. -¿No es acaso este mes un momento de reflexión, de oración y de sacrificio para ellos? Yo sólo veo gente que se atiene estrictamente a la letra de la ley durante el día, para luego, bajo la luz de la luna, dar rienda suelta a todo tipo de sensaciones y emociones placenteras, cual asado apenas pasada la medianoche de un viernes de Cuaresma.
Pero no veía la realidad más allá de sus propios ojos. Comparaba, cuando no había parangón posible. No entendía que sólo puede medirse entre semejantes; y sus culturas, sus idiosincrasias, su cosmovisión, todo era abismalmente distinto. Si bien eran hombres y mujeres como cualesquiera otros, habían nacido en mundos tan diversos y lejanos como llenos de singulares riquezas. Y aunque esos hombres fuesen diferentes y hasta aparentemente contradictorios, aunque sus defectos se agigantasen bajo la mirada de otro tan distinto, aunque sus propias faltas se hicieran evidentes en la sencillez de esas formas de vida que le eran ajenas, no podía sino calzarse esos ojos ajenos llenos de sol y polvo, esa piel de aceituna y esa lengua de habla trabada, abrir su pecho sin reparos, y recién entonces dejar que su pensamiento se expresara.
-Ellos son coherentes con el texto de su ley; soportan dos terceras partes del día sin siquiera tomar un sorbo de agua, aunque el Ramadán caiga en verano y su hábitat sea un desierto recalcitrante. Además, son capaces de pasar de la calma a la efervescencia en tan sólo minutos; y lo hacen cada día igual. Es imposible no contagiarse de sus ganas de vivir- se respondía.
Y miraba para sus adentros; ya no se comparaba. Reflejaba en esa cultura que le era extraña y tan llena de vida, su monotonía, su mediocridad, su decepción, su mundo gris. La imagen, como si vista a través de un prisma, le devolvía ahora un sinfín de colores que se entremezclaban alegres al son de una cálida música de flautas, cuerdas y tambores.

El autor es abogado y entendido en Letras

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