Una vida sin vocación

A propósito de la película La religiosa (dir. Guillaume Niclaux, Fr.-Al.-Belg.), basada en la obra del francés Denis Diderot.

¿Cómo acercarse hoy a la novela más famosa de Diderot? Polemista inquietante, mente privilegiada de su época, pieza clave del Enciclopedismo, sus obras todavía crispan los nervios de algunos y abren las mentes de otros. Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, El hijo natural o Las pruebas de la virtud, El paseo de un escéptico, los Pensamientos filosóficos, la novela Jacques el fatalista (parte de la cual inspiró a Robert Bresson Las damas del bosque de Boulogne), todas ellas despertaron escándalo a la hora de su publicación. Por La religiosa lo acusaron de ateo. Sin embargo, su personaje jamás desespera de Dios, y sólo tiene reproches para las personas que causan daño en Su nombre.
Claro, esos reproches son muy graves. Escrita en primera persona como el relato de una monja fugada de su claustro, expone actitudes muy graves, habituales de su tiempo, allá por el siglo XVIII, algunas de las cuales todavía persisten. Se inspira en el caso de una monja que acudió a Tribunales para deshacer su voto, y algunos dicen que también se inspira en su propia hermana, que terminó loca dentro de un convento. Denuncia el egoísmo de las familias que veían los claustros como una solución para sacarse de encima a las hijas no casaderas o problemáticas, y la mezquindad de los claustros, que aceptaban a esas hijas a cambio de aportes económicos (siempre menores al costo de una dote matrimonial). A eso agrega el maltrato a quien se considera “hija del pecado”, obligándola a purgar la culpa de su madre. Pide por las chicas llevadas a una vida sin vocación. Describe tres formas de manejo de la voluntad: por la conversación, por el terror y por acoso pretendidamente seductor, y el modo en que cada una de esas formas influye en las personas y en el conjunto. Advierte sobre las limitaciones de los hombres que deben controlar la buena marcha de las instituciones desde los estrados civiles y eclesiásticos. Alarma, por último, sobre la desgracia de quien quiere decidir sobre su propia persona y su libertad, sin estar preparada ni socialmente amparada para ello. Con un sentido moderno de la narración, los últimos párrafos de esa historia en primera persona parecen escritos por una mujer en situación extrema, y quedan inconclusos.
La costumbre de encerrar a las hijas en conventos ya no existe; se perdió casi junto con la obligación de aportar una dote al matrimonio. Pero esas tres formas de manejo de la voluntad se mantienen, y no son, de ningún modo, exclusivas de la vida conventual: “charla”, atemorización y “apropiación”.
La Madre Superiora Mori es una buena cristiana y hace lo que puede, dentro de su leal saber y entender. La narradora, Suzanne Simonin, siempre la recordará con agradecimiento, aunque la haya llevado a actuar por cariño y resignación y no por convicción ni por real vocación. En cambio, la Madre Christine es una mala persona, supersticiosa más que religiosa. Prohíbe la lectura de la Biblia e impone la mortificación de la carne. Le gusta ejercer la autoridad, sus castigos son terribles, y lo peor es que las demás la siguen, por miedo o por contagio. Y la Madre Saint-Eutrope parece un bálsamo contra esas crueldades, pero es el extremo contrario: ella impulsa el placer de la carne. Relaja las costumbres, perturba la inocencia, se altera y enloquece ante la firme oposición de Suzanne, que quiere ser una buena cristiana, pero no monja, y menos una monja tan poco espiritual.
Padres confesores y un exorcista llamado erróneamente tratan de poner límites a las dos malas conductoras. Obispos y abogados civiles disputan por la cuestión básica de la libertad de elección y los límites de poder. El libro comenta otros asuntos, pero esos son los principales. Y sobre el mayor de ellos, cabe citar aquí dos frases de Diderot: “La religión más santa y tolerante, el propio cristianismo, no se ha afirmado sino a costa de algunos dramas” (de sus Pensamientos filosóficos) y “Fue entonces cuando sentí la superioridad de la religión cristiana sobre todas las religiones del mundo, qué profunda sabiduría hay en lo que la ciega filosofía denomina la locura de la cruz” (el personaje de Suzanne Simonin cuando por la oración supera las mayores pruebas en La religiosa).
En 1966, también con algún escándalo, Jacques Rivette estrenó la primera versión cinematográfica de la novela. La suya fue una película bastante fiel, de muchos diálogos bien transcriptos, puesta en escena un tanto bressoniana y predominio de tonos grises. Sólo se tomaba la libertad de dramatizar el comienzo, con una síntesis excelente de la angustia sentida por la chica en la primera ceremonia. Más adelante agregaba un diálogo entre letrados, referido al jansenismo, y otro citando sin nombrarlo al propio Diderot. El final iba más allá de la novela, y terminaba abruptamente en suicidio. Enmarcando ese drama, había respectivas frases de Louis Bourdaloue y Jacques-Bénigne Bossuet, grandes predicadores que exigían la vocación religiosa como único motivo para tomar los hábitos. Y antes de los títulos, había también una breve exposición informativa sobre dotes y claustros del siglo XVIII.
Llega ahora a nosotros una nueva versión, de Guillaume Niclaux, rodada en 2013. No tiene epígrafes ni explicaciones, aunque el público de hoy desconoce aún más que el de 1966 las cuestiones atinentes a la vida monacal en viejos tiempos. Prescinde de conversaciones claves, pinta a una chica mística como tonta y a la Madre Mori como hipócrita; ignora sus buenas acciones y le destina una muerte abrupta en vez de la despedida rodeada de amor que figura en la novela (para peor, deja circulando dos informaciones sobre esa muerte, una más antojadiza que la otra). Luego cambia el repertorio de Suzanne en el coro (una cancioncilla profana en vez de unas líneas de “Castor et Polux”), e impone un desnudo completo y una escena de cama. Cierto que en la novela hay algo de eso, pero contado desde la inocencia de Suzanne.
En la novela también hay referencias a un cierto marqués de Croismare como posible receptor de las memorias de Suzanne, a quien ella escribe esperando su protección. De esa punta se toman Nicloux y su coguionista Jérome Beaujour para insertar cada tanto a dos personajes leyendo esos textos, y darle a través de ellos un final reconfortante a las penurias de la pobre chica. Diderot no lo pensó, pero los tiempos actuales piden finales felices, o al menos luminosos.
A favor de esta nueva versión se anotan el predominio de tonos radiantes, buenas actuaciones y atractivo despliegue visual en la ceremonia de los votos, previo agregado del mortificante corte de cabellos. Otro detalle, de apreciable actualización: la Superiora Christine es llamativamente joven, lo que hace pensar en tantas ejecutivas y funcionarias de corta edad que se complacen en ser malas practicando su poder sobre un personal indefenso.

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