Consideraciones a partir de una mesa redonda en la UCA en agosto pasado bajo el título: “De la lógica del enfrentamiento a la cultura del encuentro”.

En el camino recorrido a lo largo de los más de treinta años de nuestra vida en democracia, y más allá de una necesaria y sensata lectura de diversos hitos y acontecimientos sucedidos, es importante detenernos unos minutos y tratar de comprender, entre los muchos aspectos, algunas asignaturas que han quedado pendientes. Ocupa uno de los primeros lugares la necesidad de una verdadera reconciliación sobre los complejos años ‘70, dejando por sentado la importancia de todo lo que se ha avanzado en el tema de los derechos humanos.
No obstante, abordar estos acontecimientos no es sencillo y requiere de una actitud de diálogo franco y respetuoso. Por ello, y como premisa fundamental, es necesario comprender en profundidad la trama de lo sucedido, y concluir que para llegar a una verdadera reconciliación habrá que afrontar el sinuoso camino del conflicto que conduce a la cultura del encuentro. En este sentido son muy iluminadoras las palabras del papa Francisco pronunciadas en su reciente viaje a Paraguay, que son un eco de muchas de las prédicas a lo largo de su ministerio episcopal, y anteriores también. Son las reflexiones que nos llevan a concluir, valiéndonos de sus mismas expresiones, que en el diálogo, que debe ser sincero, verdadero y profundo, se da el conflicto, lógico y esperable. Junto a esta constatación (“si yo pienso de un modo y vos de otro –dice el Papa– y vamos andando, se va a crear un conflicto) se encuentra la exhortación a no tener miedo del conflicto, y mucho menos ignorarlo. El conflicto existe, corresponde asumirlo, pero hay que procurar resolverlo hasta donde se pueda, con miras a lograr una unidad que no es uniformidad, sino unidad en la diversidad. Es decir, hay que asumir el conflicto y de allí en más abrir a la cultura del encuentro.
La resolución del conflicto demanda entrar en la realidad del otro, inmiscuirse en sus razones, sin que ello signifique perder la esencia de uno mismo: dialogar para resolver el conflicto no implica ceder la propia identidad. La intención de resolver un conflicto tendrá en definitiva la tensión propia de quien conoce sus razones y se mantiene firme en ellas, pero es capaz de abrirse a escuchar las del otro con la debida o no comprensión. Luego dependerá de cada uno la decisión de reconocer las faltas y a partir de allí comenzar el trabajo del perdón y la reconciliación. Sin intención de simplificar los problemas, con Juan XXIII, el Papa bueno, podríamos decir “buscar lo que une y dejar a un lado lo que divide”.
En este espíritu se ubica, como un aporte más a la causa, el coloquio propuesto en la Universidad Católica Argentina cuya orientación fue “Una reflexión sobre los años ’70: de la lógica del enfrentamiento a una cultura del encuentro”, en el que participaron el obispo emérito de San Isidro, monseñor Jorge Casaretto; la senadora Norma Morandini y Arturo Larrabure, hijo del coronel Argentino del Valle Larrabure; moderados por el licenciado Marco Gallo (director de la Cátedra Pontificia Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco).
Ante un auditorio comprometido e interesado por la temática, tanto Norma Morandini como Arturo Larrabure, desde distintas veredas, hicieron un pertinente relato de las vicisitudes que involucraron en la espiral de violencia a sus familiares directos. Norma sufrió la desaparición de dos hermanos, Néstor y Cristina, y acompañó a una madre que no se resignó ante la pérdida y golpeó cientos de puertas, con su pañuelo blanco, en la búsqueda del paradero de sus hijos. Pero ellos son desaparecidos. Y Norma subrayó con entereza que en esos años no hubo dos demonios, sino uno solo: el demonio de la violencia. Por su parte, Larrabure narró lo acontecido a su padre en un cautiverio forzado por el solo hecho de vestir el uniforme militar. Y destacó la herencia de ese hombre que en las cartas a su familia pedía que no guardaran rencor ni alimentaran sentimientos de venganza.
A monseñor Casaretto le cupo el deber de relatar los esfuerzos de la Iglesia católica para asumir sus responsabilidades, con distintos pedidos de perdón, en diferentes circunstancias, por las intervenciones u omisiones de sus miembros, especialmente como obispos pastores del pueblo. Pero también supo iluminar el debate con una reflexión más amplia, que ayudara a salir del círculo vicioso de víctimas y victimarios en el que cada uno se ubica, valiéndose de ejemplos de la historia universal, como lo practicado en Sudáfrica por Nelson Mandela, y lógicamente sin pretender transpolar experiencias. En este sentido es importante escuchar las voces de quienes, desde perspectivas conciliadoras, sin perseguir intereses personales ni de parte, pueden echar luz y reorientar el debate. Son voces que, al estar por encima de las partes y de los acontecimientos, no pueden ser consideradas juicios de valor ni defensa de una determinada postura, ni mucho menos la acusación a la otra. En definitiva esta sería la óptica desde la cual recibir reflexiones despojadas de cualquier intencionalidad.
Así, toda contribución que genere espacios de encuentro debe ser bienvenida. No se puede dialogar sólo entre quienes comparten un mismo sentir y pensamiento. También hay que asumir que el diálogo es un proceso lento, a menudo lleno de obstáculos. Lo problemático no es el disenso, las posiciones encontradas, que por el contrario pueden ser el germen de una reconciliación profunda. Lo que no puede faltar es el respeto por el otro. Puede pensarse que el tiempo mismo será el que cicatrice las heridas, pero así todo quedaría a la deriva y se perdería la oportunidad de lograr una verdadera reconciliación, basada en el acercamiento. Pero sostener a ultranza las propias razones, sin escuchar los motivos del otro, no ayuda.
Quienes han sufrido la pérdida brutal de un ser querido, como todos aquellos que han visto a los suyos arrancados desde sus raíces y en muchos casos sin una tumba donde yacer en paz y poder llorarlos, pueden sin embargo ser maestros de humanidad que tanta falta hace. A la justicia sin venganza toca el deber de penalizar los graves delitos cometidos. Pero a la sociedad civil le corresponde levantar la voz para que no se sigan profundizando divisiones.
La reconciliación que se persigue desde distintos ámbitos es un trabajo artesanal, donde no hay nada escrito y todo por hacer. Artesanal significa hecho con paciencia y búsqueda sin descanso de canales de encuentro. Y artesanos expertos en humanidad son quienes, sin intereses mezquinos, promueven la reconciliación.
Desde el frágil retorno a la democracia en 1983 a nuestros días, mucho se ha caminado. Lo que queda es poder sentarse serenamente a dialogar y ofrecer el perdón. Perdón que no es olvido porque, parafraseando al profesor Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de Sant’Egidio, “la memoria ayuda a no repetir los errores del pasado”.

La autora es arquitecta, referente de la Comunidad de Sant’Egidio

No hay comentarios.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?