Una ecología integral: civilizar la economía y cuidar la creación

Reflexiones en torno a la encíclica Laudato si’ del papa Francisco, con énfasis en los aspectos económicos y sus alcances.

En su encíclica Laudato si’ el papa Francisco no lanza una alarma, sino que invita, con cierta aflicción, a reconsiderar los fundamentos del modelo de economía de mercado hoy en auge. Es por lo tanto una invitación a salir de la “noche del pensamiento” en la que el actual cambio de época nos fuerza a permanecer. Los mercados no son todos iguales, porque son fruto de distintos proyectos culturales y políticos. Hay un mercado que reduce las desigualdades y otro que, en cambio, las aumenta. El primero se llama “civil”, porque dilata los espacios de la civitas apuntando a incluir virtualmente a todos; el segundo es el mercado “incivil”, porque tiende a excluir y regenerar las “periferias existenciales”. En la fase actual del modelo de capitalismo financiero se ha tornado hegemónico el segundo tipo de mercado, y los resultados están frente a nuestros ojos: aumentan las desigualdades sociales mucho más que en los siglos anteriores; la democracia se encuentra subyugada por las exigencias de mercado, la degradación ambiental avanza a ritmos ya insostenibles. El Papa llama la atención sobre esta situación y no sobre realidades hipotéticas; el Papa se dirige a todos, creyentes y no creyentes.
Contrariamente a lo que una lectura apresurada del documento podría transmitir, el Papa no está de ninguna manera contra la tecno-ciencia, ni contra el empresariado. Tampoco es su intención demonizar la economía de mercado. Pero ¿cómo podría hacerlo si se considera que la economía de mercado, como institución socio-económica, se forma en los siglos XIV y XV dentro del álveo del pensamiento católico? Lo cierto es que el discurso del Papa tiene un fundamento teorético mucho más sólido de lo que un cierto simplismo mediático quiere hacer creer. Su sello es el realismo histórico. Unir el conocimiento a la experiencia hacer que el pensamiento se vuelva práctica de vida.
Por lo tanto, para el papa Francisco el cristianismo no puede ser reducido ni sólo a ortodoxia –éste sería el riesgo del intelectualismo racionalista– ni sólo a ortopraxis, a una suerte de pathos espiritual para “almas bellas” en busca de consuelo. Concretamente, ello implica que además del factum, lo que el hombre hace, está el faciendum, lo que el hombre está en condiciones de hacer en perspectiva de un proyecto histórico nuevo. La encíclica no cae en la trampa del biologismo, del naturalismo, ni en la del antropocentrismo. El Papa no se reconoce en una teoría delgada (thin) de la ética, como lo es, por ejemplo, la de la justicia de John Rawls. Por ello, la tarea de la política se limita a asegurar la libertad de elección a todo individuo. Pero libertad de elegir no es lo mismo que libertad de poder elegir: el que ignora, de hecho, sus propias capacidades, no puede ni siquiera desear ponerlas en actividad. He aquí por qué el papa Francisco lucha en favor de una de una teoría espesa (thick) de la ética, es decir, de una ética del bien orientada a realizar todas las capacidades del ser humano para permitir su pleno florecimiento.
Muchas son las singularidades de esta importante contribución de la Doctrina social de la Iglesia. Indico algunas de ellas. En primer lugar, el estilo expositivo: un estilo accesible a todos, incluso a los no iniciados. Es la primera vez que en una encíclica papal la temática ambiental es tratada como ecología integral, es decir, no como un problema en sí mismo, aun de gran relevancia, sino como un problema que hay que leer sobre el fondo de un nuevo paradigma ecológico. Una segunda novedad es el importante fundamento científico de la argumentación. Sobre todo el capítulo I, que contiene un explícito aprecio del trabajo de los científicos, naturales y sociales. El documento papal se apoya sobre datos ciertos de las ciencias tanto de la tierra como de la vida. Por último, las “líneas de orientación y de acción” contenidas en el capítulo V y también en el capítulo VI revelan el coraje de este Papa y de su prudente insistencia en la urgencia del faciendum. El hombre está llamado –se lee en el Génesis– “a cultivar y cuidar la creación” (Gen 2,15). Cultivar significa que es el hombre el que debe tomar la iniciativa; no puede quedarse en una actitud pasiva respecto de los ritmos naturales. Por otro lado, implica que al planeta hay que cuidarlo, no hay que explotarlo. En efecto, cuidar es siempre un acoger.
El gran tema de la encíclica está bien manifestado en su subtítulo: Acerca del cuidado de la casa común. La ecología integral es la piedra angular del texto. Precisamente porque el mundo es un ecosistema, no se puede actuar sobre una parte sin que las demás se resientan. Es éste el sentido de la afirmación según la cual: “No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental” (n. 139). Ecología y economía tienen la misma raíz oikos que designa la casa común habitada por el hombre y por la naturaleza. Desde el inicio del Antropoceno –término acuñado por el premio Nobel de geología Paul Crutzen– , a partir de la primera revolución industrial en la segunda mitad del siglo XVIII, sucedió que, con intensidad siempre creciente, la sociedad de los humanos ha lanzado a la naturaleza “fuera de la casa”. Sus recursos han sido salvajemente depauperados sin prestar atención a su reproducibilidad ni a los aspectos externos negativos que la actividad productiva iba generando. Grave, en este proceso de explotación, es la responsabilidad de la ciencia económica “oficial”, que nunca consideró, sino en tiempos muy recientes, tener en cuenta el vínculo ecológico en los modelos de crecimiento. Pero no sólo eso: el mainstream económico hizo creer a batallones de ignaros estudiosos y de ingenuos managers que el fin de la maximización del beneficio a breve término era condición necesaria para asegurar el progreso continuo. Está allí la legitimación –no ciertamente la justificación– del vicio del “cortoplacismo” (short-termism), que ha sido también uno de los factores que han desencadenado la crisis financiera del 2007-2008.
Y bien, para intentar enderezar este “árbol torcido” de la modernidad el papa Francisco lanza palabras fuertes de denuncia respecto del modelo de crecimiento imperante. Tres son las principales tesis que se argumentan y se defienden en la Laudato si’. La primera es que la lucha contra la pobreza y el desarrollo sustentable constituyen dos caras de la misma moneda. “El ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos” (número 48). De esta manera sostiene que están destinadas al fracaso todas aquellas intervenciones fundadas sobre el presupuesto de la separación entre pobreza y conservación ambiental. En verdad, si los países pobres temen acuerdos que colisionan entre ambientalistas y neoproteccionistas de los países avanzados dirigidos a limitar su acceso al mercado –ésta es la preocupación eco-imperialista– los ambientalistas del Norte temen, por el contrario, que las medidas de salvaguardia ambiental pueden ser barridas de la Organización mundial del comercio favoreciendo una carrera a la baja en la fijación de los estándares ambientales. Ello se desprende de la falta de una visión integral que no permite comprender que la degradación del ambiente y la de la sociedad son como las dos caras de la misma moneda. Escribía hace algunos años atrás S. Pastel: “El sistema económico mundial parece incapaz de afrontar juntos el problema de la pobreza y el de la protección ambiental. Curar los males ecológicos de la tierra independientemente de los problemas relacionados con situaciones de deuda, desequilibrios comerciales, desigualdad en los niveles de rédito y en los patterns de consumo es como tratar de curar una enfermedad cardíaca sin combatir la obesidad del paciente y su dieta rica de colesterol”.
La segunda tesis es que el ecosistema es un bien común global (números 23 y 174). Por lo tanto, ni un bien privado, ni un bien público. Deriva de ello que ni los tradicionales instrumentos de mercado –desde la privatización a la aplicación de los “permisos de emisión” (número 171) asociados al nombre de R. Coase– ni las intervenciones de promoción por obra de los gobiernos nacionales sirven a los negocios. Como se sabe (o debería saberse), los commons están sujetos a las consecuencias devastantes típicas de las situaciones conocidas como “dilema del prisionero”: cada uno espera ver los movimientos del otro para sacar ventaja, con el resultado de que nadie toma la iniciativa para moverse. El hecho es que mientras no existe aún una governance global de la economía, nos encontramos considerando un único sistema climático, con un único estrato de ozono, y así sucesivamente. Se trata, precisamente, de bienes comunes globales: el uso de éstos por parte de un país no disminuye el monto a disposición de otros países; por otro lado, ningún país puede quedar excluido de hacer uso de él (claramente, las emisiones de sustancias contaminantes representan “males” comunes globales).
Ahora bien, como la teoría económica sabe desde hace tiempo, los bienes comunes dan origen a una fastidiosa consecuencia, la típica de todas las situaciones conocidas como “tragedia de los commons”. Y si el bien común es global, también las consecuencias nefastas serán globales. En 1990, el Intergovernmental panel on climate change había demostrado que las emisiones de gas invernadero habían generado un aumento de la temperatura media, con todas las consecuencias que se conocen. Y, sin embargo, poquísimos países actuaron, unilateralmente, para reducir sus emisiones. Análogamente, la Unión Europea propuso introducir el carbon tax en Europa, pero después de haber constatado que el ejemplo no era imitado por otros países (en especial por los Estados Unidos) dispuso cambiar los programas. Son justamente las características del bien común las que hicieron falaz el unilateralismo como estrategia de política ambiental.
Pero no sólo eso, sino que toda vez que se lograse alcanzar, por vía de negociación, una forma de acuerdo o tratado internacional, el problema que habría que resolver de todos modos es cómo ejecutoriar. Consideremos el caso del Protocolo de Montreal para reglamentar el uso de productos químicos (los Cfc), destructores del ozono, y el del Protocolo de Kyoto sobre el cambio climático. ¿Por qué el primero ha funcionado y está produciendo los efectos deseados, mientras que el segundo ha fallado sustancialmente? La respuesta es evidente. El Protocolo de Montreal contiene un mecanismo de incentivos que favorece la participación y la adhesión por parte de todos los países signatarios, es decir, un mecanismo por el cual es de interés de cada país cumplir las reglas pactadas. No sucede lo mismo, en cambio, con el Protocolo de Kyoto, cuyos autores no fueron capaces de encontrar algún mecanismo capaz de asegurar el self-enforcement.
La tercera tesis, finalmente, se refiere a la pesarosa defensa del papa Francisco de la biodiversidad económica. Un mercado que quiera ser y permanecer civil no puede prescindir de la pluralidad de las formas de empresa, no puede quitar espacio a esos sujetos que producen valor –y por lo tanto riqueza– anclando su propio comportamiento a principios como el de ayuda mutua y solidaridad intergeneracional. Negarlo o impedirlo significaría renunciar, irresponsablemente, al desarrollo humano integral que, no hay que olvidarlo nunca, comprende tres dimensiones (material, o sea el crecimiento; socio-relacional; espiritual) en relación multiplicativa y no ya aditiva, como predica en cambio el mainstream.
Como sugiere A. Sen, hay una grave confusión de pensamiento entre “omisiones del mercado” (lo que el mercado no hace, pero que podría hacer) y “malos funcionamientos del mercado” (lo que el mercado hace, pero hace mal). De esa confusión tiene origen una praxis política que más que favorecer intervenciones market including (los que apuntan a incluir tendencialmente a todos en el proceso productivo), realiza intervenciones market-excluding, que no permiten la inclusión de los surplus people, de las personas expulsadas, que se tienen en cuenta sólo con providencias de tipo asistencial. Es indagando con devota atención el actual escenario que el papa Francisco sugiere adoptar una mirada ecológica capaz de colocarse en relación con todas las dimensiones de valor y, por lo tanto, capaz de advertir el riesgo de terminar aplastados por ese circuito mortal que combina el aumento de la eficiencia (la potencia) como resultado de la tecnociencia, con la expansión ilimitada de la subjetividad (la voluntad de potencia). He aquí por qué es necesario recuperar la idea de límite y por qué la razón técnica no es ya una guía segura para un modelo de desarrollo humano integral. Hay que tener presente, en efecto, que es la unión de potencia y voluntad de potencia la que genera la hybris que conduce al colapso.
Como anticipaba, el capítulo V de la Laudato si’ apunta a sugerir “algunas líneas de orientación y de acción”. La estrategia adoptada por el Papa es la de la transformación de las estructuras de poder hoy existentes. Por lo tanto, por motivos diversos, ni el camino de la “revolución” ni el del mero reformismo le parecen estrategias a la altura de los desafíos que se presentan. El espacio a disposición me permite sólo dos sugerencias sobre la línea que Francisco privilegia.
La primera se refiere a la urgencia de crear una Organización mundial del ambiente (OMA) siguiendo el modelo de lo que ya sucedió, años atrás, con la constitución de la Organización mundial del comercio (OMC). En realidad, el déficit de instituciones a nivel global torna irresolubles los problemas de nuestra época, en primer lugar el ambiental. Mientras los mercados se van globalizando, el aspecto institucional transnacional es, aún hoy, el de la segunda posguerra; pero los negociadores de Bretton Woods en 1944 no podían siquiera imaginar la cuestión ecológica. Podría argumentarse: ¿no son acaso suficientes los tratados internacionales, así como son suficientes los contratos dentro de un país para regular las relaciones entre los sujetos? La analogía es peligrosamente engañosa, porque los contratos estipulados dentro de un país pueden volverse ejecutivos por la acción del Estado; pero no hay ninguna autoridad transnacional en condiciones de hacer que los tratados entre los Estados sean ejecutivos.
Por ello es necesaria una OMA: no puede continuarse por largo tiempo en una situación en la que mientras el mercado, en sus múltiples articulaciones, es global, la governance ha quedado dispuesta básicamente a nivel nacional, a lo sumo internacional. Hoy existen cerca de doscientos Multilateral environmental agreements (MEA) en el mundo. Ejemplos notables son el ya mencionado protocolo de Montreal, la Convención sobre la diversidad biológica, la Convención sobre el comercio internacional de las especies en vías de extinción, la Convención de Basilea sobre los movimientos internacionales de los desechos tóxicos, el protocolo de Kyoto y otros. En ausencia de una OMA, estos acuerdos no conseguirán nunca tornarse ejecutivos: basta que un país no ratifique el acuerdo para vaciarlo de su función regulatoria. Pero no sólo eso, lo peor es que en las condiciones actuales los diferentes Estados individualmente tienen interés en crear “paraísos de contaminación” (pollution heavens) para adquirir posiciones ventajosamente competitivas en el comercio internacional.
Tres son las tareas prioritarias que una organización de este tipo debería cumplir. Primero, interactuando con la OMC, la agencia debe tratar, por un lado, tornar compatibles las reglas del libre intercambio con las que se refieren a la protección ambiental y, por otro, hacerlas respetar por las partes interesadas. Segundo: una OMA debe intervenir con función supletoria en todos los casos en los cuales –hoy cada vez más frecuentes– los precios no logren anticipar las pérdidas ambientales irreversibles. Como se sabe, existen umbrales de tolerancia de la degradación ambiental que permiten que la actividad económica no frene las funciones regenerativas del ambiente; pero superados esos umbrales se podrán determinar cambios irreversibles debido a que el nivel de actividad económica supera la capacidad asimilativa del ecosistema. En estas situaciones, los mecanismos de mercado se atascan: de aquí la necesidad de una agencia ad hoc.
Finalmente, una OMA no puede afrontar con éxito la cuestión del calentamiento global en cuanto factor generador de nuevos flujos migratorios. Según la UNHCR, en 2050 el mundo podría encontrarse gestionando una migración forzada de 200 ó 250 millones de personas que dejan tierras aridecidas, completamente anegadas o devastadas por la deforestación y el sobrecalentamiento. Entre 1997 y 2020, sólo en el África subsahariana las estimaciones hablan de alrededor de 60 millones de migrantes forzados, es decir, personas que por más que lo deseen, no están en condiciones de quedarse en donde están. Ésta es una trágica consecuencia del land grabbing (acaparamiento de las tierras). Y, sin embargo, ni la Convención sobre el cambio climático ni el protocolo de Kyoto contemplan medidas para la asistencia y/o protección de aquellos que cada vez en un número mayor serán afectados por los daños. Aún hoy, los migrantes por razones ambientales no encajan en ninguna de las categorías contempladas por el cuadro jurídico internacional. Si no se quiere continuar con la actual política miope de la militarización de las fronteras –en los Estados Unidos el budget para el control de las fronteras pasó de 200 millones de dólares al año en 1993 a los actuales 1800 millones; y sin embargo, los clandestinos aumentaron al doble, pasando de 5/6 a 12 millones– es indispensable dar vida a una OMA con poderes y recursos adecuados.
La segunda sugerencia, ya mencionada, está dirigida a la transformación de las finanzas. Las finanzas son un instrumento con potencialidades formidables para el correcto funcionamiento de los sistemas económicos. Las buenas finanzas permiten reunir ahorros para utilizarlos de manera eficiente y destinarlos a los empleos más rentables; transfieren en el espacio y en el tiempo el valor de las actividades; habilitan mecanismos de seguridad que reducen la exposición a los riesgos; permiten el encuentro entre quien tiene disponibilidades económicas pero no ideas productivas y quien, por el contrario, tiene ideas productivas pero no disponibilidades económicas. Sin este encuentro la creación de valor económico de una comunidad quedaría en estado potencial.
Lamentablemente el mundo financiero con el que hoy tenemos que lidiar ha escapado ampliamente de nuestro control. Los intermediarios financieros a menudo financian solamente a quien ya tiene dinero (disponiendo de garantías reales iguales o superiores a la suma de préstamo requerida). La mayor parte de los instrumentos son comprados y vendidos en brevísimo tiempo por intereses especulativos, con el resultado paradójico de poner en riesgo la supervivencia de las instituciones que los tienen en su cartera. Los sistemas de incentivo asimétricos de managers y traders (participación en el beneficio con bonus y stock options y no sancionando en caso de pérdidas) están construidos de tal manera que impulsan a asumir riesgos excesivos que tornan estructuralmente frágiles, con riesgo de quiebra, a las organizaciones en donde trabajan. Un ulterior elemento de peligrosa inestabilidad está dado por la orientación de estas organizaciones a la maximización del beneficio (lo cual es algo distinto de perseguir un lícito y razonable beneficio) porque privilegia el bienestar de los accionistas respecto de todos los demás portadores de interés. Bancos maximizadores de beneficio en presencia de incentivos distorsionados encontrarán cada vez más rentable canalizar los recursos hacia actividades de trading especulativo o hacia las que tengan márgenes de rendimiento mayores que la crediticia.
Nunca como en el caso de la evolución de las finanzas en las últimas décadas ha sido tan claro que los mercados, sobre todo allí donde los rendimientos de escala son crecientes, no tienden en absoluto espontáneamente a la competencia sino al oligopolio. Verdaderamente, la gradual reducción de reglas y formas de control (como la de la separación entre banco de negocios y banco comercial) han conducido progresivamente a la creación de un oligopolio de intermediarios bancarios demasiado grandes para quebrar y demasiados complejos para ser regulados. El sueño de los reguladores ha producido entonces un serio problema de equilibrio de poderes para la propia democracia. La Corporate Europe [1] evidencia el desequilibrio de las relaciones de fuerza entre los lobbies financieros y los de la sociedad civil y de las ONG: las finanzas gastan en actividades de lobby treinta veces más que cualquier otro grupo de presión industrial (según estimaciones prudenciales, 123 millones de euros al año con alrededor de 1700 lobbistas en la Unión Europea). Las relaciones entre representación de los lobbies financieros y representación de las ONG o de los sindicatos en grupos de asesoramiento son 95 a 0 en el stakeholder group de la Bce y 62 a 0 en el De Larosière Group on financial supervision in the European Union.
Esta posición dominante de las finanzas en términos no sólo de poder de presión sino también de facilidad de acceso a las informaciones, a los conocimientos y a las tecnologías, ha permitido a los managers de los grandes oligopolios financieros apropiarse de enormes rentas en detrimento de todos los demás portadores de intereses. Como prueba de la distorsión en la utilización de los recursos está el reciente abandono de proyectos de infraestructuras que permitirían una mejor movilidad de medios y personas, así como la reciente construcción de un túnel entre Nueva York y Chicago que costó cientos de millones de dólares para reducir en tres milisegundos los tiempos de trading de algunos operadores que, a través de la colocación del cable, obtienen una ventaja informativa en detrimento de los demás. Los desastres producidos por este sector están a la vista de todos.
Los efectos desestabilizantes del capitalismo financiero –que a partir de los años ’80 del siglo pasado ha sustituido al capitalismo industrial– son fácilmente deducibles de los datos. En 1980 los activos financieros de todos los bancos del mundo eran iguales al PIB mundial: 27 trillones de dólares más o menos. En 2007 –en la vigilia de la gran crisis financiera– los activos financieros habían llegado a ser a cuatro veces el PBI mundial (240 trillones contra 60 trillones). Hoy, esta relación ha aumentado cinco veces.
En el mismo arco de tiempo, en los 51 países tomados en consideración, los ingresos del trabajo en el PBI bajaron 9 puntos de promedio en Europa y los Estados Unidos; 10 puntos en Asia y 13 puntos en América latina. Los puntos perdidos por el trabajo fueron a las rentas financieras (M. Vitale, 2014). A la luz de éstos y otros datos no es difícil entender dónde ubicar el origen del degradante fenómeno de los “surplus people”, de ésas que el papa Francisco llama “personas de descarte”.
Una pregunta, antes de la conclusión: “¿Cómo es posible que todo esto suceda? ¿Cuál es su raíz profunda? La respuesta exige una aclaración que casi nunca se da. En octubre de 1829 el célebre catedrático de economía en la Universidad de Oxford, Richard Whately, introduce, antes que todo el resto de los economistas, el principio del Noma (Non overlapping magisteria, los magisterios que no se superponen): si la economía quiere devenir una ciencia rigurosa debe separarse tanto de la ética como de la política. Es una división de tareas: la política es el reino de los fines que la sociedad pretende alcanzar; la ética es el reino de los valores que deben guiar el comportamiento humano; la economía es el reino de los medios más eficaces para alcanzar esos fines en el respeto de esos valores. En cuanto tal, la economía no tiene necesidad de entablar relaciones con las otras dos esferas. Todo el pensamiento económico posterior, con alguna rara si bien notable excepción, ha acogido el principio del Noma y pour cause. Sin embargo, a partir del advenimiento de la globalización (finales de los años ’70 del siglo pasado) se produce, gradualmente, una inversión radical de roles: la economía deviene el reino de los fines y la política el reino de los medios. He aquí por qué, como todos los observadores notan, hoy la democracia está al servicio del mercado. Ya lo había entendido, anticipándose a los tiempos, el influyente presidente del Bundesbank, Hans Tietmayer, cuando en 1996 escribió: “A veces tengo la impresión de que la mayor parte de los políticos aún no ha comprendido en qué medida ya están bajo el control de los mercados financieros e incluso están dominados por esos mercados”. ¿Hay acaso necesidad de agregar algo más? (Hoy, incluso Alan Greenpan, presidente de la Fed durante largos años, expresa el mismo concepto en su libro de 2013, The map and the territory).
Y bien, el papa Francisco no acepta esta “división de roles”. La política debe volver a ser el reino de los fines y entre las tres esferas mencionadas debe instaurarse una relación cooperativa y de mutuo respeto. Debe haber autonomía, por supuesto, pero no separación, teniendo siempre presente que la ética católica está fundada sobre el principio (aristotélico-tomista) de la primacía del bien sobre la justicia. La justicia tiene sentido si está orientada al bien; si no corre el riesgo de volverse justicialismo. Como sabemos, el pensamiento dominante no acepta esta visión. Por ello la norma tiene origen sólo en el consenso de las partes interesadas, las cuales no tienen ninguna necesidad de referirse a la noción de vida buena. El actuar económico se funda así sobre el principio según el cual consensus facit iustum, justamente como exige la implantación del individualismo libertario, hoy hegemónico.
“Toda la idea del mar está en una gota de agua”, decía B. Spinoza: toda la idea del actual “malestar de la civilización” está expresada en todos los puntos que abarca la encíclica. He aquí por qué es necesario –nos lo recomienda Laudato si’– cambiar con urgencia nuestra capacidad de mirar la realidad.

[1] http://corporateeurope.org/sites/default/files/attachments/financial_lobby_repport.pdf

Traducción de Alejandro Poirier

El autor es profesor de Economía Política en la Universidad de Bolonia y miembro de la Academia Internacional de Economía.

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  1. He valorado tanto el aporte de «Laudato si», que la he incluido como lectura obligatoria en el curso «Antropología Social y Doctrina Social de la Iglesia» que dicto para alumnos de cuarto año del Orientador Superior en Teología en el Seminario Internacional Teológico Bautista. Me parece que sus ideas son claras y que, por lo general, tienen un buen fundamento bíblico, lo que me alegra como pastor evangélico. Por otro lado, no se queda en generalidades, sino que procura mostrar la realidad de manera bien específica. Creo que, tal como lo sostiene en general la Doctrina Social de la Iglesia, no sólo los aquellos que nos definimos como cristianos, sino todos los que profesan una religión y también los seres humanos que aunque no adhieran a una postura religiosa, anhelan el bien común, debemos apoyar los planteos de la encíclica mencionada.

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