Reseña del libro Siete casas vacías, de Samanta Schweblin. Buenos Aires, 2015, Páginas de espuma

descarga (1)

Convencida de que todo relato “se complementa en la cabeza del lector”, esta joven y premiada escritora argentina, residente en Berlín, acaba de presentar su último libro de cuentos, Siete casas vacías. Narradora precisa y exigente, reconoce que en su prosa hay influencia del cine, que siempre le interesó: “Estudié cine, que me sirvió –declaró Samanta en una entrevista al diario La Nación– porque trabaja con el costado material y experimental de la narración. La carrera de Letras es mucho más teórica. Mi amor literario es material y narrativo”. Nombra como su maestra a Liliana Heker y afirma que “el taller me enseñó a leer lo que escribo de verdad, no lo que yo creo que dice mi texto”. En efecto, es una escritora que toma distancia y que trata de no entremeterse con las historias, y que quiere mantenerse en zona neutral, de ser posible.
Ganadora del premio de narrativa Ribera del Duero, admiradora de Adolfo Bioy Casares y de Abelardo Castillo, muy exigente con su trabajo, confiesa que “cuando un nuevo libro se cierra y hay que empezar otra vez a escribir desde cero… vuelvo a sentirme una escritora torpe e inexperta”.
Los siete cuentos del libro, tal como anuncia su título, rondan en torno a siete casas, como si fueran ellas las verdaderas protagonistas de las narraciones. Hay soledad y tristeza en sus textos, hay exactitud y fina percepción de la conducta de los personajes; las familias son despojos que sobreviven; la minuciosa descripción se parece más al diagnóstico de un médico o de un psicólogo que a la compasión de un prójimo.
El primer cuento comienza con una frase que parece introducir al clima de toda la obra: “Nos perdimos, dice mi madre”. En el segundo vuelve la desorientación: “¿Dónde está la ropa de tus padres?”, para cruzar los inhibidos juegos de abuelos y nietos ante la consternación de los progenitores. En el siguiente se acentúa la angustia: un vecino sufre la ausencia del hijo y repite con resignación los gestos cotidianos. Más adelante se presenta un personaje irreemplazable: “Lola sospechaba que su vida había sido demasiado larga, tan simple y liviana que ahora carecía del peso suficiente para desaparecer”. Y concluye observando que “las palabras y las cosas se alejaban ahora a toda velocidad, con la luz, muy lejos ya de su cuerpo”.
“Cuarenta centímetro cuadrados” relaciona dos tiempos (uno en el recuerdo), yendo a buscar unas aspirinas en una noche de lluvia. En “Un hombre sin suerte”, con la aparición de un extraño que invita a la niña a tomar un helado, la narradora abandona al lector a sus propios temores y prejuicios. Y concluye la pequeña protagonista diciendo para sí misma: “Repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca”. Finalmente, hacia el final del último cuento: “La puerta no tiene llave. Abro despacio y todo, todo en el living y en la cocina está aterradoramente intacto”. La zozobra es independiente de los acontecimientos.
La crueldad que se desprende de las narraciones parece no ser predeterminada ni intencional, sino el fruto de la fría y obsesiva observación de los detalles. El estilo y el ritmo narrativo de Schweblin son impecables.

No hay comentarios.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?