Reseña del libro El extranjero o la unión en la diferencia, de Michel de Certeau. Buenos Aires, Ágape, 2015

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Fragmentario en su composición, El extranjero o la unión en la diferencia de Michel de Certeau presenta un común denominador: intenta dar respuestas frente a las transformaciones sociales y culturales que conmovieron a Occidente desde la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Y pensar el modo en que todo ello repercutió por sobre la fe. No puede haber certezas cuando los avances del Estado llevan a que los lazos sociales resulten cada vez más impersonales; o cuando el auge de la sociedad de consumo conduce a la insensibilidad y el vacío espiritual.
La cuestión clave que atraviesa este puñado de artículos de fines de la década de 1960 es la crisis del eurocentrismo, en plena descolonización. Tuvo un impacto directo en el catolicismo de los años sesenta puesto que desde siglos atrás éste se identificó con Europa. La crisis del eurocentrismo, pues, derribó certezas, modificó la sensibilidad religiosa y obligó a que el catolicismo resignara el lugar de hegemonía que otrora creyó natural.
Estos cambios no se produjeron por factores puramente exógenos que amenazaron desde fuera la situación de privilegio del catolicismo. Tampoco se trata de cambios endógenos, como resultado directo de la convocatoria al Concilio Vaticano II, cuya significación no se le escapa a de Certeau, si bien desconfía de sus alcances. En verdad, se trata de un profundo cambio de sensibilidad. Quien mejor pudo percibirlo es el misionero poscolonial, a quien el autor le dedica uno de los principales textos de este volumen.
El misionero poscolonial ha de ser de diferente naturaleza de aquel que le precedió puesto que debe comenzar por despojarse de los valores eurocéntricos todavía dominantes antes de la Segunda Guerra Mundial. No cabe ya la idea del misionero apóstol que va a evangelizar a los infieles, idea imbuida de espíritu de conquista, comprensible tal vez durante la expansión atlántica del siglo XVI. El misionero de la segunda mitad del siglo XX ha de ser, en cambio, una suerte de etnógrafo moderno que a fin de no sentirse extranjero en tierra ajena, deberá tomarse en serio a los otros, entrar en un diálogo que respete la pluralidad, en lugar de pretender iluminar con “su” Verdad a los demás.
Es necesario desprenderse de la idea de que la verdad está del lado de uno y del otro lado sólo queda la herejía. En realidad, lo que hay son extranjeros que tienen diferentes identidades; son otros cuyas identidades deben ser tomadas seriamente. Y el extranjero puede estar en cualquier parte. Los otros exigen del reconocimiento en el diálogo, con “paciencia respetuosa” dice Michel De Certeau, en lugar de la soberbia del conquistador. El cristiano no tiene privilegios, como tampoco los tiene ya Europa en una era de descolonización: se acabó, así, el “paternalismo eclesiástico”.
El catolicismo, universal por definición, se ve desafiado por infinitos particularismos que lo hacen sentirse extranjero incluso en Occidente. El relativismo, signo de los tiempos, no disuelve la fe pero la descentra, porque el misionero llega así a descubrir que la Verdad en la que creía como absoluta no era más que “su” verdad, una verdad relativa, ligada al pueblo del que él provenía, y no mucho más. Pero el tono de De Certeau no es de lamento, que no se malinterprete; lo que se aprende allí es una lección de humildad. Esta actitud es lo más valioso que este libro puede hoy transmitir a los lectores del siglo XXI.

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