El papa Francisco tuvo grandes silencios durante su visita. En la vida del católico, más cuando es un místico, la palabra nace del silencio. No del callar cobarde, sino del que brota de la contemplación. Sólo así pueden pronunciarse las “palabras buenas que nos ayudan a vivir bien”, como dijo una señora de Ecatepec entrevistada al azar por el Canal 40. El mismo silencio que permite a “la palabra de Dios entrar en el corazón”, según dijeron los indios de Chiapas durante la liturgia presidida por Francisco. Ya habrá tiempo de glosar con calma sus palabras. Por ahora nos ocuparemos de los silencios.
Primero. Después de la recepción de Estado en el Palacio Nacional y de recibir las llaves de la Ciudad como huésped distinguido, Francisco entró a la catedral por la puerta del jubileo hasta detenerse frente al Cristo Negro, gran devoción popular en México, en el Altar del Perdón. Permaneció en silencio durante varios minutos para desesperación de los canales de televisión. Marcó los tiempos. Dejaba el mundo profano para adentrarse en su anhelado encuentro con el pueblo fiel de Dios que peregrina en México. Desde ese momento dialogó con obispos, presbíteros, diáconos, religiosas, laicos, niñas, enfermos, ancianos, discapacitados, migrantes, hombres y mujeres de buena voluntad. No hubo persona, sector social o problema que resultara ajeno a su mirada. Entró como se debe: desde la contemplación del Señor de la Misericordia.
Segundo. En la tarde del primer día acudió a su deseada cita con la Virgen de Guadalupe. Durante la homilía nos alentó a escuchar a María para actuar como el indio Juan Diego, el más pequeño de sus hijos, y cambiar nuestra realidad sin temor, confiados en Aquél a quien la Guadalupana anunciara desde el Tepeyac. Acto seguido, se hizo uno con la asamblea e invitó a la contemplación de María. Al terminar la liturgia, se dirigió al camerino que resguarda la imagen, hasta quedar solo frente a Guadalupe. Durante media hora hizo propio el himno litúrgico recitado durante su homilía: “Mirarte simplemente, Madre, dejar abierta sólo la mirada; mirarte toda sin decirte nada, decirte todo, mudo y reverente”.
Tercero. En Ecatepec meditó sobre el silencio de Jesús de Nazaret frente a las tentaciones de poder, fama y riqueza que Satanás pone a sus pies. Calla Jesús para que sean las palabras del Padre las que respondan. Con el Demonio no se dialoga, dijo el Papa; se responde con el silencio, porque “solamente la fuerza de la palabra de Dios lo puede derrotar”. Y fue esa Palabra hecha carne de nuestra carne quien derrotó a los demonios.
Cuarto. Durante su visita al hospital infantil “Federico Gómez”, una adolescente se paró débil, titubeante, para susurrar unas palabras al oído del Papa, quien asintió con la cabeza. Quedó callado, expectante. Ella volvió a su lugar y, con voz prodigiosa, entonó el Ave María de Schubert. Del dolor nació la alabanza y del silencio el canto.
Quinto. En Chiapas presidió una liturgia hecha cultura en los indios; pero discretamente se ocultó para cederles el protagonismo. Ellos son la palabra de Dios nacida del silencio, el abandono, el olvido, la explotación y el desprecio. Son la Iglesia en una de sus multiformes manifestaciones unidas por una sola eucaristía, la cual se expresa en las más diversas lenguas, todas con igual dignidad, porque dignas son las personas que las pronuncian. Después, la silente oración de reverencia ante la tumba del pastor bueno Samuel Ruiz, signo de una Iglesia de salida, arriesgada y accidentada que supo reconocer sus errores y purificar la experiencia. Dos pastores con olor a oveja en las montañas chiapanecas, Samuel Ruiz y Felipe Arizmendi.
Sexto. Guardó prolongado silencio al momento de consagrar el vino en el mismo cáliz que usara don Vasco de Quiroga. Contemplación que nos permitió adentrarnos en la viva presencia de la memoria del Tata. Francisco solamente echó mano de dos maestros para aprender, con su ejemplo, a ser Iglesia: del indio Juan Diego para los laicos, católicos de a pie, y del obispo fundador para los pastores. Esta es la Iglesia que surge del silencio reverente ante la sangre de Cristo.
Séptimo. Durante el encuentro con la juventud en Morelia, en medio del estruendo y del griterío, la mirada del Papa se posa sobre dos adolescentes con síndrome de Down. Sonríe. Las invita a subir al estrado, pero ellas no lo creen hasta que los ayudantes les tienden una mano. Corren al encuentro de Francisco, rompen en llanto de alegría y los tres se funden en un entrañable abrazo. Un momento sin palabras y una larga y contundente denuncia contra la cultura del descarte que considera esas vidas, tan llenas de alegría, como desechables e “indignas de ser vividas”.
Octavo. El silencio en ciudad Juárez, ante la sencilla cruz de los migrantes, justo en la frontera con El Paso. En ambas riberas se congregó la Iglesia dividida por los muros de la injusticia, pero unida en una sola comunión. En silencio, apoyado en el báculo que los presos le regalaran esa mañana, se acercó en procesión para celebrar su última liturgia en México. De su memorable homilía, culmen de su visita pastoral, ha nacido mi profunda necesidad de silencio en el dolor, el gozo y la esperanza. Al octavo día de su entrada en Jerusalén, Cristo resucitó.

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