La Corte Suprema nuevamente en el candelero

La renuncia del juez Carlos S. Fayt, efectiva el 11 de diciembre de 2015, significó que Mauricio Macri tenga la posibilidad de designar dos miembros para integrar la Corte Suprema de Justicia de la Nación. La otra vacante se produjo por la renuncia del juez Eugenio R. Zaffaroni y la falta de acuerdo en designar a su reemplazante.
Al momento de publicarse la revista, los pliegos de los nuevos miembros (Carlos F. Rosenkrantz y Horacio Rosatti) fueron presentados por el Presidente al Senado, zanjando de este modo la polémica creada en torno de la designación “en comisión” efectuada mediante un decreto presidencial, el 18 de diciembre de 2015.
Tras cartón, algunas fuentes periodísticas dan cuenta de la existencia de alguna idea de ampliar el número de integrantes a siete, con la consiguiente creación de dos nuevas vacantes.
Este muy breve racconto de lo acontecido con la Corte Suprema en los dos últimos meses nos permite hacer algunas reflexiones sobre las dificultades que en nuestra historia ha tenido la Corte Suprema para consolidarse como un poder del Estado y acerca de su rol constitucional.

Un poco de historia
Originalmente, la Constitución de 1853 fijó en el texto constitucional el número de miembros que debían integrar el máximo tribunal. Así, el art. 91 determinó en nueve los integrantes de la Corte Suprema. Esto fue reformado en 1860, dejando al arbitrio del Congreso Nacional, mediante una ley, la fijación del número.
En 1862, el presidente Mitre pone en funciones al Tribunal, en el marco de la ley de organización de la justicia, que fijó en cinco la cantidad de miembros.
Hasta 1946, la Corte Suprema no presentó sobresaltos en cuanto a su integración y los distintos reemplazos se fueron dando de manera natural. Hipólito Yrigoyen, por caso, tuvo la posibilidad de designar un solo miembro en 1919 (Ramón Méndez), pese a asumir en 1916 por el voto popular, y habiendo recibido una Corte Suprema designada en su totalidad por gobiernos de signo político opuesto.
1946 es el año en que se inicia un nuevo modelo, ajeno a la idea constitucional original, en donde la Corte Suprema es sometida a los vaivenes políticos de la Argentina. Si bien comienza con el juicio político promovido por el gobierno de Juan D. Perón en el contexto de un gobierno elegido por el voto popular sobre cuatro de sus cinco integrantes, las modificaciones posteriores estuvieron vinculadas –en su mayoría– a los golpes de estado que ocurrieron a partir de 1955.
En este contexto, 1955 con la Revolución Libertadora es testigo de la renovación completa de la Corte Suprema, lo que vuelve a suceder casi totalmente en 1958 (con la elección de Arturo Frondizi), con el agravante de que se incrementa su número a siete miembros).
En 1966, con la Revolución Argentina, vuelve a renovarse completamente el Tribunal Supremo, y nuevamente en 1973 con el triunfo de Héctor J. Cámpora. El golpe de 1976 causa el mismo efecto, modificando la totalidad de los miembros de la Cor-te.Vale decir, que en el lapso que va desde 1946 a 1976 (treinta años), la Corte Suprema se modificó completa o casi completamente en seis oportunidades.
Con el advenimiento de la democracia republicana en 1983, el gobierno de Raúl Alfonsín designó una Corte Suprema intentando reflejar pluralidad, producto de acuerdos alcanzados con las distintas fuerzas políticas. La idea en ese entonces, claramente, era normalizar las instituciones de la República, entre las que se encontraba la Corte Suprema.
No obstante, en 1990 el presidente Carlos Menem impulsó una ley que aumentó a nueve los miembros de la Corte Suprema, lo que le permitió designar a cuatro nuevos integrantes, conformando lo que se llamó la “mayoría automática”. La percepción de ese entonces era que el Tribunal carecía de independencia.
2003 es testigo de un nuevo movimiento, cuando el entonces presidente Kirchner solicitó por cadena nacional el juicio político de varios de sus miembros, que eran los integrantes de la denostada “mayoría automática”.
Lo que sigue es historia conocida. El kirchnerismo promulgó una ley de normalización de la Corte Suprema, en la que a medida que sus miembros renunciaran o dejaran la magistratura por cualquier causa, el número de integrantes volvería a cinco.
Así fue que por muerte o renuncia quedaron tres miembros, y todo indicaría que el Senado les dará acuerdo a los dos nuevos jueces, propuestos por el Presidente.
Este breve repaso de la historia de la Corte Suprema muestra una institución suma-mente vacilante que fue acompañando la inestabilidad institucional de la Argentina. No obstante, el advenimiento de la democracia no fue garantía suficiente para su normalización, pues muchos de los presidentes constitucionales, de un modo u otro, intentaron aplicar el mismo régimen que en el pasado: la Corte Suprema como una herramienta más de la hegemonía presidencial.

Función del máximo tribunal
El desarrollo anterior nos muestra una institución que no se caracteriza por la continuidad, sino por la interrupción permanente. Si a esta circunstancia le sumamos que el rol de la Corte Suprema, por mandato constitucional, requiere de continuidad e independencia, su historia va en el exacto sentido contrario.
Cuando decimos continuidad e independencia, estamos hablando del papel que la Constitución Nacional y la historia le han otorgado a la Corte. Sabemos que el modelo argentino se inspiró –en parte–en el de los Estados Unidos, cuya Corte Suprema de nueve miembros ha mantenido –en lo que hace a designaciones– una continuidad absoluta desde su creación. Su relación con distintos presidentes estuvo lejos de ser fácil o cordial, pero nunca se llegó al extremo argentino que reseñamos más arriba.
Si entendemos a la Corte Suprema como aquel tribunal que debería garantizar la su-premacía de la Constitución Nacional frente a los eventuales desbordes de los demás poderes del Estado, la independencia resulta una condición sine qua non para llevar adelante ese objetivo.
Los constituyentes de 1853/60, inspirados por los founding fathers de los Estados Unidos, determinaron que los jueces, para ejercer cabalmente su independencia, debían mantenerse en sus cargos lo que durara su buena conducta.
De esta manera, quedaba asegurado que un juez tenía la suficiente paz de espíritu para administrar justicia sin estar sometido a los vaivenes de la política. La remoción de un juez, por lo demás, debía contar con una mayoría especial de dos tercios de los miembros de ambas cámaras del Congreso, para evitar someter a los magistrados a las mayorías circunstanciales. En este esquema, un juez, y especialmente un miembro de la Corte Suprema de Justicia, podría enfocarse en su mandato constitucional.
Ahora bien, el sistema que describimos, que está en nuestra Constitución para los miembros de la Corte Suprema, no fue impedimento suficiente para justamente actuar de la manera exactamente inversa a lo que prevé la Constitución.
Como dijimos, el rol de la Corte Suprema es demasiado relevante para no pensar en consolidar su independencia. Es un engranaje fundamental de la república democrática, sin el cual se incrementa mucho el riesgo de gobiernos hegemónicos.
Por otra parte, la administración de justicia requiere que se interpreten textos constitucionales, y que esas interpretaciones se vayan consolidando, debatiendo y –de ser necesario– modificando, para darle vida y operatividad a los derechos fundamentales previstos en la Constitución. La permanencia y la independencia son atributos fundamentales para esta tarea.
Nuestra historia nos enseña de manera brutal la contracara de lo que una República necesita. El inicio del nuevo gobierno debería privilegiar la construcción de una inde-pendencia judicial que tenga como base y fundamento la consolidación definitiva de una Corte Suprema que cumpla su rol por sobre la coyuntura política.

3 Readers Commented

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  1. LUCAS VARELA on 2 marzo, 2016

    Amigo Botana, esperemos que Dios lo oiga.
    Por ahora, las voluntades republicanas y democráticas no se han evidenciado claramente. Por el contrario, se observa una intrusión de la política en el accionar de la justicia que da mucho miedo.
    Quizás sea reiterativo, pero siempre es bueno repetirlo hasta el cansancio:
    «Una democracia plena es el mejor antídoto contra la violencia»

  2. horacio bottino on 2 marzo, 2016

    Como dice Martín Fierro es la ley del embudo.Poder judicial al servicio de grandes intereses económicos,políticos y relativismo moral o pensamiento débil,por ej ley de divorcio matrimonio «igualitario»,nuevo código civil EN CONTRA DE LA VERDADERA FAMILIA.

  3. horacio bottino on 22 junio, 2016

    ¡Paguen impuestos a las ganancias y después hablen!

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