“La vida comienza allí donde comienza la mirada”
Amélie Nothomb

“Los ojos son las ventanas del alma”
Herman Melville

“Luego descendió solo bajo esta bóveda sombría. Cuando Caín se hubo sentado en su silla, a la sombra y cuando se tuvo sobre su frente cerrada el subterráneo, el ojo estaba en la tumba y lo miraba.”
Víctor Hugo

La mirada humana es la nuestra, la del prójimo, la de la sociedad. Es la fundadora del psiquismo, de la socialización. El ser humano no puede vivir sin cruzar su mirada con otros, sin fijarla, sin recibir a su vez otra mirada que la mayor parte de las veces decodificará inconscientemente.
Aunque los ojos no hablan, una mirada puede decir muchas cosas. Las personas hemos desarrollado un comportamiento cuanto menos curioso a partir de la mirada, y que es excepcional: en el reino animal, la visión a través de la mirada es un sentido que precede y genera, tanto la huida como el ataque. Los herbívoros la utilizan para estar atentos aún pastando en praderas amplias y prevenir el posible ataque de un predador, emprendiendo la huida. Los carnívoros, en cambio, perciben, eligen su presa y a partir de la mirada calculan y gatillan el ataque. Y ya dentro de una misma especie, los individuos no se miran jamás a los ojos durante un tiempo considerable. Dos perros, dos gatos, dos leones, inclusive dos primates superiores no se miran de manera sostenida en el tiempo, porque hacerlo constituiría el preludio de un ataque, de una pelea segura. Por otro lado, nunca se ataca a un congénere que desvía la mirada porque se considera una clara señal de sumisión.
En contraste, los humanos de alguna manera hemos pervertido el sentido de la visión, porque la mayor parte de las veces nos miramos para intentar conocernos, comprender o comunicar algo. En francés, para decir que dos personas se miran a los ojos se utiliza la expresión se regarder les yeux dans les yeux, que traducida literalmente sería “mirarse con los ojos dentro de los ojos”.
Desde que nacemos tenemos la tan extraña como sorprendente capacidad de posar los ojos en los de otra persona –el bebé y su madre–, es decir, de mirarnos con el otro en el otro. Mirar nos permite contemplarlo y al mismo tiempo ser contemplados por él. Y así la mirada entre la madre y el niño es tan intensamente profunda que constituye una pieza imprescindible e insustituible en los inicios de la vida de relación.
Víctor Hugo, en su maravilloso poema “La conscience” (La conciencia) concibe una extraordinaria aproximación literaria sobre la mirada como elemento precursor y fundador de la moral, de la ética entre los individuos.
El filósofo Emanuel Levinas sostiene que la violencia encierra potencialmente el poder de matar o de no hacerlo, pero que resulta muy difícil para el verdugo matar a quien lo está mirando a los ojos. También es cierto que se recomienda a quienes estuvieren secuestrados, apresados o tomados como rehenes, no mirar jamás a los ojos de sus captores porque eso abre la posibilidad de que sean eliminados.
De manera genérica, podría decirse que la visión es un sentido que “des-construye”, que recorta, y que a través de la mirada sirve para contemplar, decodificar, intentar comprender al otro, su intensión, su actitud, sus sentimientos. Por eso es un rasgo fundamental de la humanización, que constituye la base de las relaciones sociales.
Hay dos tipos de mirada: la mirada paisaje, que tiene su eje mayor horizontal, y la mirada retrato, que lo tiene vertical. La mirada apaisada es la que barre, se pasea, sueña, abreva, y avizora mientras imagina las cosas; en el fondo se interesa más por el ambiente y lo que resalta en él que por el detalle. La mirada retrato, en cambio, es la que escudriña, la que detalla, la que fija un trozo de la imagen e intenta percibir distinguiendo; es más bien la mirada que recorta. En la vida utilizamos habitualmente la mirada paisaje, que es soñadora porque no molesta al otro y no le da la sensación de quedar frente a uno al descubierto. Sólo en casos puntuales ponemos en funcionamiento la mirada retrato. Las cejas y las pestañas también juegan un rol fundamental: de algún modo “visten” la mirada, por eso ojos sin cejas ni pestañas semejan una ventana sin cortinas.
madres-e-hijo¿Por qué la mirada del otro es esencial para la construcción del ser humano? Al nacer, llegamos al mundo con un grado de inmadurez y dependencia que nos amarra con fuerza a la necesidad de una mirada de consideración de los otros. Ser considerados nos nutre tanto como la leche materna; y está comprobado que sin la ayuda de sus padres, sin su acompañamiento durante el crecimiento y desarrollo, los niños nacidos con discapacidad visual completa presentan una tasa muy alta de trastornos más o menos serios de personalidad, que se manifiestan más tarde a través de distintos tipos de psicosis. El psicólogo infantil francés Daniel Marcelli afirma en su libro Mirarse a los ojos: el enigma de la mirada, que para que un niño ciego de nacimiento tenga un desarrollo normal es a menudo imprescindible ayudar a su mamá a que aprenda a suplir y completar la comunicación con su bebé a través de los otros sentidos, como el tacto y el oído (mediante la palabra); esto se denomina “transmodalidad”.
En cuanto un bebé y su madre se miran se desencadena una doble corriente. La mirada materna enfatiza a través de un profundo vínculo la condición humana de su bebé porque ella reconoce así a su hijo. Y la mirada del bebé completa humanamente a esa mujer transformándola en madre. Así opera una fantástica y poderosa fuerza en ambos sentidos.
Cuando el recién nacido mira a su madre sus pupilas se dilatan (midriasis). Las mujeres florentinas en la Edad Media tenían la costumbre de dilatar artificialmente sus pupilas y lo conseguían instilando en sus ojos jugo del fruto de una planta llamada Belladona (Atropa belladona) –bella donna, mujer bella– porque las pupilas dilatadas se consideraban signo singular de belleza. La contracción de las pupilas (miosis) es característica, en cambio, de los predadores que están a la búsqueda de una presa. Una mirada soñadora se caracteriza por pupilas ampliamente dilatadas que ceden así la entrada de la otra persona a la propia alma.
Marcelli también señala que toda sociedad ha desarrollado cierta codificación de la mirada y al segundo de mirarse dos personas a los ojos, se activa y desencadena un sinnúmero de actitudes y situaciones, positivas o negativas, según esa codificación que, al instante, se va construyendo, completando e incluso cambiando a lo largo del tiempo. En general, ese código social establece que cuanto más alta es la jerarquía de una persona, más libertad tendrá para disponer voluntariamente de su mirada. A su vez, cuanto más baja sea su condición social, su libertad para mirar estará proporcionalmente más limitada y reducida. No deja de sorprender que todavía hoy nuestras sociedades reconozcan cierta jerarquía superior en la mirada de un hombre respecto de la de una mujer. En general, los hombres pueden mirar lo que quieran y lo que les parece atrayente sin que eso despierte sentimiento negativo alguno; sin embargo, ante circunstancias equivalentes, la sociedad obliga a una mujer a bajar la vista, desviar su mirada, o directamente a no mirar, cuando juzga ese acto inconveniente.
La codificación de la mirada también varía mucho de una sociedad a otra: en algunas, bajar la mirada es signo de educación y respeto; mirar a los ojos, en cambio, de insolencia. En otras, mirar a los ojos representa un signo de honestidad, mientras que rehuir la mirada denota una actitud ordinaria y de mala educación. En efecto, la mirada tiene inevitablemente un sentido y aunque muchas veces no se percibe conscientemente, es imposible escapar a su sentido.
En las relaciones humanas hay esencialmente dos ocasiones en las que dos personas mantienen sus miradas unidas durante un tiempo prolongado: el caso descripto de la madre y su bebé, y el momento del encuentro amoroso entre dos enamorados. En otros casos, cuando coinciden dos personas desconocidas durante algún tiempo en un espacio reducido, por ejemplo, en un ascensor, mirarse a los ojos es algo más delicado y entonces la vista suele bajarse o desviarse instintivamente.
Por otro lado, referirse a la mirada también implica la de los otros respecto de uno mismo. Gran parte de la identidad personal se construye de sentimientos generados al amparo de la consideración de los demás. Así va forjándose nuestra identidad hasta llegar a saber y reconocer quiénes somos. El narcisismo, por el contrario, consiste en construir esa imagen de uno pero mirándose a sí mismo como en un espejo, sin considerar en absoluto la mirada de otro. Hoy en día no es raro escuchar decir a muchos que quieren vivir con absoluta independencia de la mirada de los demás, aunque paradójicamente no dejan de hacer lo posible por ser objeto de admiración mediante una exposición sistemática de sus vidas, por ejemplo, a través de las redes sociales.
La mirada del entorno nos nutre, nos enriquece, nos sostiene permanentemente. Porque enciende en el interior de cada uno los elementos fundadores de la personalidad. Cuanto más recibimos la mirada de consideración de quienes nos rodean en nuestra infancia, más percibimos, apreciamos y valoramos ese sentimiento de consideración cuando somos adultos. Por el contrario, la ausencia de aquella mirada cuando somos niños y más aún la percepción frecuente de una mirada desconfiada, humillante, de ojos acusadores o burlones, nos volverá desconfiados y entonces más humillados, acusados o burlados nos sentiremos. Por eso las miradas recibidas y percibidas en la infancia actúan como un verdadero resonador que amplifica la calidad de aquéllas en la edad adulta. Las miradas recogidas desde el nacimiento nos abren a la existencia porque de algún modo van insuflándonos vida desde el primer momento.
La investigación científica ha demostrado que el bebé de entre seis y siete meses sistemáticamente intenta manotear los anteojos de la persona que lo tiene en brazos porque es justamente algo que se interpone entre ambas miradas. A los niños de esa edad les intriga ese elemento brillante que interfiere el camino que conecta su mirada con la de su progenitor; eso les incomoda y por lo tanto intentan apartar aquello que les imposibilita una mirada directa.
Un buen docente, un orador experimentado o un conferencista eminente se dirige siempre a su auditorio, cuando éste no es exageradamente numeroso, posando alternativamente la mirada en quienes forman parte de la concurrencia.
A lo largo de la historia de la humanidad, se ha hecho referencia innumerables veces a la mirada humana. Recordemos una escena singularmente destacable: la de “aquella noche en la que al frío intenso se sumaban la angustia y la desazón que parecían inundarlo todo y que lo llevaron a acercarse al fuego para aliviar al menos el primero de esos tres tormentos. Además tenía miedo. Miedo al futuro inminente –a lo por venir– al mediano y al largo plazo. Finalmente, las insinuaciones en su contra se volvieron afirmaciones contundentes. Por tercera vez volvió a negar con una seguridad indubitable, como quien dice la verdad: ‘–Hombre, no sé lo que dices’. Enseguida, antes de que terminara la frase, cantó el gallo y el Señor, dándose vuelta, miró a Pedro”. Lo que sigue es bien conocido pero ese “miró a Pedro” de Lucas deja resonando la inmensidad que puede albergar una mirada, el colosal lenguaje que encierra. La Mirada, con la profundidad de un abismo tan hondo como sanador: el amor infinito del Hijo, el perdón misericordioso y gratuito del Padre y la efusión balsámica y perenne del Espíritu Santo.
A través de la mirada, entonces, se pone en marcha un vasto lenguaje no verbal específico de la humanidad, un variado abanico de intenciones, de interpretaciones, de lecturas, porque a través de ella puede expresarse y a la vez dar un verdadero significado a todos los sentimientos, a todas las emociones, en definitiva, a toda nuestra humanidad.

2 Readers Commented

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  1. LUCAS VARELA on 8 abril, 2016

    Estimado señor Enrique Capdevielle,
    Muy interesante su artículo. Muchas gracias.
    Permítame complementar su artículo con un pensamiento del excelso poeta mejicano, Octavio Paz:
    Con la mirada hacemos del prójimo un simulacro de reflejos. Nuestro cuerpo se hace visible en el prójimo, como un espejo, pero intocable; triunfa la mirada sobre el tacto.
    En un segundo momento, la imagen del prójimo se transforma en objeto de conocimiento. Del erotismo a la contemplación, y de ésta a la crítica. El prójimo y su doble, el retrato, son un teatro donde se opera la metamorfosis del mirar en saber.

  2. Bruno Iussig on 5 agosto, 2017

    Acudió a mi memoria este hermoso texto de von Balthasar, después de leer el buen artículo que actuó como disparador de lejanos recuerdos.
    Pero el niño es también un maestro en el arte de la contemplación.
    Está acostado en su cuna o –como en la Mañana del Runge-en un prado y mira. Observa durante horas, arriba y abajo. No sabe con certeza lo que ve, si percibe en concreto el objeto sobre el que proyecta su mirada. Está sumergido en la contemplación. En una contemplación que difícilmente se distingue de la identidad que el que mira y el que es mirado constituyen en el origen, en Dios,

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