Sin dignidad para todos no hay unión posible

Publicamos la conferencia que brindó el ensayista Alejandro Katz en el Foro Llao Llao, en marzo de este año. Se trata de una versión corregida por el autor para CRITERIO.

En las dos intervenciones públicas más importantes desde que ganó las elecciones –el mismo discurso de asunción de la presidencia y la apertura del período de sesiones ordinarias del Congreso– el Presidente Macri señaló que uno de los tres grandes objetivos de su gobierno consiste en “unir a los argentinos”. “Argentina es un país con enormes diversidades –señaló en el discurso inaugural–. Estas deben integrarse en un país unido en la diversidad, queremos el aporte de todos, de la gente que se siente de derecha y de la gente que se siente de izquierda; de los peronistas y de los antiperonistas; de los jóvenes que están en la edad de la transgresión y de los mayores, que aportan su experiencia, porque es precisamente esa diversidad la que nos enriquece y nos hace mejores. […] Todo esto –dijo el mismo día– puede sonar increíble después de tantos años de enfrentamientos inútiles […]El país tiene sectores que piensan de diferentes maneras, pero no está dividido […]llegó el momento en el que todos debemos unirnos para crecer y mejorar para que nuestro país avance”.
El pasado primero de marzo, en la apertura del período de sesiones ordinarias del Congreso, Macri regresó al tema: “La democracia, afirmó, es un sistema de unión y entendimiento, un mecanismo para resolver conflictos, más que para generarlos. Es momento de unir a los argentinos y respetar nuestras diferencias”.
La intención expresada por el Presidente sin duda es noble, pero no por ello es necesariamente evidente su significado. ¿Qué significa “unir”? El diccionario de la Academia informa catorce acepciones del verbo. El Diccionario de Uso del español, de María Moliner, por su parte, incluye la voz “unir” bajo la voz “uno”, de la que dice que “expresa unidad”. Y Joan Corominas, en su Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, muestra cómo “unir” comparte la raíz con “uno”, en un encadenamiento de sentidos: “uno”, “uno solo”, “único”, del cual derivan “unicidad”, “unidad”, “unión”, “unificar”, pero también “desunir” y “desunión”.
Es posible suponer que, al proponer la “unión” como uno de los tres objetivos principales de su gobierno, el Presidente tuviera en mente el clima de los años previos, de los años kirchneristas. Pero, ¿es acaso la división entre kirchneristas y no kirchneristas la principal causa de la desunión de los argentinos? Más aún, ¿cuando se piensa en esa desunión, se está pensando en la des-unión de qué? ¿Qué era lo que estaba unido y ha dejado de estarlo, de qué modo lo estaba y de qué modo desearíamos que volviera a estarlo? ¿Se trata acaso, la formulada por el Presidente, de una aspiración a la unión como unicidad, es decir, de la vocación de encontrar los rasgos irrepetibles e insustituibles del “pueblo argentino”, aquello que lo hace único y por tanto portador de un destino que le es propio? ¿Subyace entonces, en la voluntad presidencial, una concepción del pueblo, o de la Nación, como una unidad primordial, “lo uno” que fue dividido por quienes se benefician de esa división? La apelación a la unidad –más aún: a la unidad recuperada en oposición a la unidad perdida– ¿qué idea de país y de sociedad expresa?
Como fundamento filosófico de la vida en común, la unión –la unidad– resulta un concepto insuficiente o peligroso. Peligroso si remite a la identidad, a la simplicidad y a la uniformidad del ser, en oposición a lo múltiple y plural. Insuficiente si es la base conceptual de una sociedad consensual que sólo debe tramitar desacuerdos débiles.
Desacuerdos débiles son los desacuerdos enumerados por el Presidente en su discurso inaugural, al mencionar a los que pueden existir entre, como dijo, la gente “que se siente” de derecha y la gente “que se siente” de izquierda. En la visión presidencial éstos serían desacuerdos entre sentimientos, no entre ideas; no son conflictos entre visiones del mundo, de la sociedad o de la política ni, mucho menos, conflictos de intereses. Al mencionar en la misma frase a quienes “se sienten” de izquierda o de derecha, a los peronistas y los antiperonistas, a los jóvenes transgresores y a los mayores experimentados la fuente de los desacuerdos es, en la concepción presidencial, identitaria, y la llamada a la unidad es entonces la apelación a subsumir esas identidades parciales en una identidad que las abarque a todas y les permita convivir “en la diversidad”. En tanto sentimientos, las fuentes de la desunión son eminentemente subjetivas, como subjetivo es el camino de una superación que se realizará gracias a que cada subjetividad ponga una totalidad por encima de las partes, y así “crecer y mejorar para que nuestro país avance”.
congresoPero, ¿qué ocurriría si la desunión fuera el resultado de problemas verdaderamente graves? ¿Qué ocurriría si no se tratara de conflictos de identidades parciales, de sentimientos, que pueden por tanto subsumirse en una identidad mayor que los englobe, si fueran por el contrario conflictos en los viejos y nunca definitivamente enterrados términos con los que la política dio cuenta de las tensiones humanas? Es más: ¿qué ocurriría si ni siquiera estuviéramos ante los tradicionales conflictos –de interés, de clase, de género– sino ante el desmembramiento de cualquier suelo común, ante la imposibilidad misma de pensar en común? ¿Si lo que hubiera no fuera des-unión, sino ruptura, quiebre, hundimiento de toda idea de comunidad?
La des-unión entre los argentinos existe, pero no comenzó durante el kirchnerismo. Es más: la desunión provocada por el kirchnerismo se sitúa antes en el registro de la incomodidad que en el de la fragmentación; una incomodidad, ésta sí, causada por ver cómo las emociones políticas articulan discursos que se pretenden racionales, discursos que sin embargo no tienen punto de contacto entre ellos y vuelven así imposible cierto tipo de diálogo y determinadas formas de la interacción.
El kirchnerismo fue muy hábil para interpelar la subjetividad de algunos sectores medios urbanos, sectores que se sentían en falta con el conjunto de la sociedad sobre dos cuestiones fundamentales: la callada indiferencia ante los crímenes de la dictadura cuando éstos estaban ocurriendo, y la conciencia culpable ante un creciente paisaje de pobreza. A esos sectores, aquel gobierno les ofreció atajos morales, coartadas para calmar la perturbación de las conciencias culpables. Se trata de personas que ven con horror las violaciones de los derechos humanos pero que no hicieron gran cosa para denunciarlas, combatirlas o sancionarlas, de individuos que carecen del cinismo necesario para experimentar con indiferencia el dolor social, pero que también carecen de las convicciones morales necesarias para no ser cómplices de aquello que lo provoca.
Las divisiones introducidas por el kirchnerismo son por tanto posiblemente irreductibles pero también bastante intrascendentes. Hacen, en algunos ámbitos, incómoda la convivencia. Pero, dejando de lado el dispositivo kirchnerista de poder, que también parece estar extinguiéndose a una velocidad sorprendente, no se trata de una división que ponga en crisis el futuro de la vida en común.
Y, sin embargo, la apelación presidencial a la unidad de los argentinos no carece de sentido. Porque, en efecto, hay algo roto entre nosotros, algo profundamente desunido, algo que hace pensar antes que en un suelo común en un archipiélago, continentes más bien que, como la antigua Pangea, se han ido separando como resultado de los intensos movimientos tectónicos que sacuden a nuestra sociedad desde hace décadas, provocando fracturas cada vez más hondas. Algo tan profundamente quebrado que ya no parece posible hablar de una comunidad.
El primer sentido del sustantivo comunidad (y del adjetivo común) es el que se obtiene por oposición a “propio”. Común es lo que no es propio, lo que empieza allí donde lo propio termina. Es –escribe Roberto Esposito– “lo que concierne a más de uno, a muchos o a todos, y que por lo tanto es público por oposición a privado”. Una idea, esta de comunidad, según la cual la extensión del dominio de lo privado se hace a expensas del territorio compartido. No se trata de poner bajo complejas categorías filosóficas la experiencia que todos conocemos: la ampliación del dominio de lo privado a la educación, a la salud, al transporte, a la seguridad –incluso, como ocurrió estos años, a la provisión de energía eléctrica–. Pero si la ampliación del dominio de lo privado deja exhausto el espacio compartido de lo público, la carencia total o casi total de lo propio también suprime la idea misma de que algo es común. Así como el mundo de la opulencia se hace a espaldas de lo compartido, de lo que nos interesa a todos, del interés general, en el mundo de la privación o, más justamente, de la de-privación tampoco hay lugar para lo común: hasta lo público resulta, entonces, ajeno.
Pero no es sólo en los extremos de la riqueza y de la miseria donde se pierde lo común. Es en todo el cuerpo social, como escribe Pierre Rosanvallon , “en todos los niveles de la escala social (donde) se desarrollan comportamientos de exclusión”. De las gatedcommunities (o, más vernáculamente, los countries y los barrios cerrados) que se expanden en la periferia de todas las ciudades del país a los modos de organización del espacio urbano, somos testigos de un repliegue de cada uno sobre lo idéntico, de modo que aquello que una vez fue una comunidad se constituye cada vez más como “una yuxtaposición de espacios homogéneos y aislados unos de otros”.
Desde Tocqueville sabemos que la democracia no es una forma de gobierno sino una forma de sociedad, construida sobre la base de instituciones de la vida en común, instituciones jurídicas pero también simbólicas, formas de sociabilidad que no sólo permiten sino que propician el desarrollo de aquello que, como escribe el mismo Rosanvallon, “desde los griegos define la esencia del orden democrático: la organización deliberada de una vida en común entre gente diferente”. Una comunidad es entonces ese grupo de personas unidas no por lo privado sino por lo público, pero que además tienen, respecto de los otros, un deber, en el sentido de que están dispuestas a perder algo de lo propio (de lo privado) a favor de los demás.
Es esa disposición a dar, a compartir en el espacio público, lo que explica el rasgo a mi entender más importante de la comunidad, y cuya ausencia marca la gravedad de la crisis argentina: lo que Edgar Morin llamó la comunidad de destino , la convicción compartida de que el destino de uno está inexorablemente atado al de los demás, que mi futuro será menos angustiante e incierto en la medida en que el de los otros también lo sea.
No es difícil comprender ese sentimiento: mi generación, nacida entre la segunda mitad de los años cincuenta y la primera mitad de los sesenta, al igual que la generación de mis mayores, creció convencida de que era así. Creció con la seguridad de que el nuestro sería un país cada vez más integrado, a la vez diverso en las subjetividades y homogéneo en los bienes y en los derechos, una sociedad de confluencias, educada, en cierta medida feliz de compartir con los demás y, sobre todo, persuadida de que la prosperidad propia sería resultado de la prosperidad general.
Sobra decir que esto no es así, desde hace mucho tiempo. No sólo entre los más ricos de nuestro país, cuyo destino no depende de lo que ocurra o deje de ocurrir a la mayoría, ni entre los marginados, que han aprendido, a fuerza de evidencia, que están desacoplados del porvenir general. También entre los sectores medios, que intentan poner lo que pueden a salvo de lo común. Poner a salvo la educación de sus hijos o sus ahorros. Los ahorros, escribo, no casualmente. Más de medio PBI argentino se encuentra fuera del país, en un caso único en el mundo. Pero, ¿qué es el ahorro sino un modo de relación con el futuro? ¿Y qué nos dice esa expatriación de nuestros ahorros, si no que no estamos dispuestos a tener un futuro común, que no confiamos en estar juntos, nosotros, en el futuro? Quizá allí, en el quiebre del sentimiento de ser una comunidad de destino, sea donde la desunión muestra su rostro más deformado.
La Argentina no fue grande por su producto nacional, ni por la riqueza de sus habitantes, ni por el lugar que ocupaba en el mundo. Todas esas son, en última instancia, medidas triviales, porque ninguna hace referencia a la virtud. Son medidas de cantidad, no de valor. El valor no es una función del producto bruto, sino de la justicia. Seguramente, la Argentina no fue nunca una sociedad justa, pero sí fue una sociedad más justa que la actual y, sobre todo, una sociedad que pensaba de sí misma que sería cada vez un poco más justa que en el pasado, una sociedad preocupada por la idea de justicia.
Es difícil, y está más allá de las pretensiones y posibilidades de este texto, definir qué es una sociedad justa, así como es difícil proponer soluciones para que una sociedad lo sea. Los moralistas, encabezados por Platón, estaban convencidos de que una distribución injusta de la riqueza tiene desventajas éticas no sólo para quienes tienen demasiado poco, sino también para quienes tienen demasiado. Al finalizar su último libro, Ronald Dworkin escribe: “La justicia (…) no está a favor de un gobierno grande ni de un gobierno pequeño: sólo de un gobierno justo. Surge de la dignidad y aspira a la dignidad. Hace más fácil y más probable para cada uno de nosotros vivir bien una vida buena. (…) Sin dignidad nuestra vida no es más que parpadeos de duración”.
La desunión de los argentinos no es producto, como dijo el Presidente, de enfrentamientos inútiles. Es producto de la pérdida de dignidad. La Argentina fue grande cuando fue mestiza. Cuando las instituciones, el espacio público, las formas de sociabilidad permitían que gente diferente habitara un espacio común, creando así esa comunidad de destino reclamada por Edgar Morin, una comunidad en la cual el porvenir de cada uno estaba anudado al destino de los otros. Volver a crear una comunidad entre nosotros exige mucho más que la apelación a la buena voluntad: exige que dejemos de arrojar gente a la vera del camino de la prosperidad, exige que retomemos nuestros deberes hacia los demás, exige que invitemos a todos a compartir nuestro propio futuro.

 

1Palabras del Presidente de la Nación, Mauricio Macri, ante la Asamblea Legislativa en el Congreso de la Nación, en http://www.casarosada.gob.ar/informacion/discursos/35023-palabras-del-presidente-de-la-nacion-mauricio-macri-ante-la-asamblea-legislativa-en-el-congreso-de-la-nacion

2Palabras del presidente Mauricio Macri en la 134° apertura de sesiones ordinarias del Congreso, en http://www.casarosada.gob.ar/informacion/discursos/35651-palabras-del-presidente-mauricio-macri-en-la-134-apertura-de-sesiones-ordinarias-del-congreso
3Roberto Esposito, Communitas. Origen y destino de la comunidad, Buenos Aires, Amorrortu, 2003

4Pierre Rosanvallon, La sociedad de iguales, Buenos Aires, Manantial, 2012, pp. 339 y ss.

5Edgar Morin, «Le tempsestvenu de changer de civilisation», entrevista de Denis Lafay, París, La Tribune, 11 de febrero de 2016, accesible en http://acteursdeleconomie.latribune.fr/debats/grands-entretiens/2016-02-11/edgar-morin-le-temps-est-venu-de-changer-de-civilisation.html
Ronald Dworkin, JusticeforHedgehogs, Harvard UniversityPress, 2011 (hay edición en español en FCE)

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