Peter Greenaway: Reflexiones a la hora del té

Con un perfil que puede confundirse con el de Alfred Hitchcock únicamente en usos y costumbres (sólo que su traje es a rayas con camisa al tono), Peter Greenaway es de extremada corrección inglesa. Un british de modales aristocráticos que hubiera podido salir de un episodio de Downton Abbey, aunque su mirada esconda algo intenso, cercano a lo siniestro, como las mentes turbadas buscadas por el héroe cincelado por Conan Doyle. Pero aquí el encuentro no demandará del oficio detectivesco aunque sí de la persecución: es un artista que muchas veces responde a su antojo. Su solidez discursiva omite cualquier posible repregunta porque una sola reflexión del creador de obras polémicas como El vientre de un arquitecto o El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante dispara otras diez nuevas indagaciones. “El cine ha muerto, viva el cine”, fue el título de una de las conferencias que lo acercó a la Argentina, especialmente invitado por la Universidad Nacional de San Martín, que le otorgó el título de Doctor Honoris Causa. El viejo galpón que sirviera de depósitos de la antigua empresa de energía Segba y que la Universidad restaura con rapidez, le otorgó un halo ciberpunk a su disertación porteña. En tiempos de repetida y persistente debacle cultural, el auditorio quedó chico y fue entusiasta: ante cada clip presentado por el realizador sobre su obra, que intenta ubicarse en un estadio post-cine, se escuchaban estruendosos aplausos de un público variopinto pero mayoritariamente joven. Aún cuando su cine, que a mediados de los ‘80 en la Argentina fue fuente de inagotables controversias, no se encuentre en las pantallas (Eisenstein en Guanajuato sólo pudo verse en el Festival de Mar del Plata), Greenaway conserva el brillo de un autor de culto.
Al ser consultado sobre si el actual consumo del cine, de manera individual y no colectiva, sería el triunfo de Edison sobre Lumière (por el kinetoscopio sobre el cinematógrafo), dijo: “Creo que es el triunfo de Méliès sobre Lumiere. Siempre existió la preocupación de que el cine tienda al realismo, lo que para mí es irrelevante. La pintura durante dos mil años cumplió ese rol realista. Devino en pintura en 1860, cuando se introdujo la mejor pintura que conocemos, por ejemplo, Thames por debajo de la Abadia de Westminster de Claude Monet, que es de 1871. Todavía material de archivo, simplemente reproduce realidades como un documental. Y la pintura hasta entonces era sumamente literaria, retrataba al mundo clásico y la Biblia, y se basaba en la alegoría. La noción de la pintura como tal es muy reciente y con el cine espero que pase lo mismo, que pase a ser cine y no simplemente material de archivo y deje de perseguir el realismo”.

-¿Cree que llegó el fin de la comprensión del arte según el legado renacentista? Porque en el Renacimiento estaba el mecenas y se daba un arte producido por una minoría. Ahora la idea es que mayorías hagan arte para mayorías.

-En Grecia, durante el siglo de Pericles, había un solo artista para tres mil personas. En la Revolución Francesa había unos 300 para un millón. Entonces ya existía la idea de la minoría para mayorías. En la primera guerra mundial habría cinco mil artistas para un millón. Ahora la supuesta revolución igualitaria está buscando un millón de artistas para un millón de personas. Para asociarlo a mi práctica, hay gente que se me acerca y dice “Sr. Greenaway, yo no puedo cantar, dibujar o bailar”, y eso no es cierto porque todo el mundo puede hacerlo, pero nuestros sistemas educativos no priorizan esa elección. Quizás sería un lujo, una suerte de paraíso que fuéramos todos artistas desligándonos de los límites artificiales entre los artistas y el resto. Creo que el ser humano es naturalmente un artista.

Consultado sobre si la comunicación favorece el proceso creativo, el realizador sentencia: “Hemos estado aquí durante unos minutos y ha habido millones de comunicaciones. Si comparamos eso con gente yendo a ver películas o galerías de arte, no hay comparación. Entre la educación primaria y secundaria la maestra te dice: ‘Guardá los crayones, tenés que ponerte serio’. Ahora todos vivimos hasta los 80 y si dejás de preocuparte por la imagen a los 11, pasás 70 años en un mundo completamente árido en términos de imagen. Hemos tenido 5 mil años de poesía lírica, 350 años de la novela, y el teatro también tiene que ver con el texto. ¿Por qué no podemos inventar un sistema que se comunique a través de la imagen y no del texto?”, dice, mientras bebe un sorbo de té, único momento en que la eficaz traductora Josefina Massot consigue para respirar, pero las reflexiones de Greenaway seguirán a borbotones y particularmente cuando se lo consulte sobre el creador cinematográfico: “La cantidad de visionarios del cine son muy pocos y los podés contar con los dedos de las manos. Eisenstein, por haber surgido antes de la irrelevancia del sonido, ya que él y Chaplin pensaban que el sonido era un enemigo del cine, que te quita la atención y te lleva de la imagen de nuevo a la narrativa. Mirá este ejemplo: vas al Louvre y la gente camina en fila de una imagen a la otra y miran un poco pero no entienden lo que está pasando hasta que leen el pequeño cartelito al lado de la pintura y se olvidan de la imagen y piensan sólo en ese pequeño cartel. Todos usamos el texto como soporte y como manera de suplir nuestra ignorancia sobre la imagen”. Simpático pero incisivo, cuando se le señala la posibilidad de que su cine no sea comprendido por mayorías y tampoco por minorías, responderá con picardía: “Vengo del país de los Monty Python, así que tené cuidado”.

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