vivirVivir entre lenguas
de Sylvia Molloy
Buenos Aires, 2016, Eterna Cadencia

Amante de los idiomas, la literatura y los gatos, Syvia Molloy nos ha dejado libros dolorosos y muy sugestivos, como El común olvido o Desarticulaciones. Siempre atenta a cómo se habla y qué se dice, siempre atraída por las diferencias entre las lenguas y las maneras de decir, de recordar y hasta de olvidar, es una escritora que posee infinitas anécdotas y constantes reflexiones sobre el plurilingüismo. Como se señala con propiedad en la presentación de su última obra, la que ahora nos ocupa, hay autores emblemáticos como Guillermo Enrique Hudson (quien vivió su infancia en el partido de Berazategui y que entre otras obras escribió la maravilla de Allá lejos y hace tiempo), George Steiner (acaso el más culto de los críticos literarios y ensayistas que conoce hoy Europa) o Elías Canetti (Premio Nobel y autor de Masa y poder o ese prodigio titulado La lengua salvada, que forma parte de una trilogía inolvidable) que acompañan e iluminan su interés por el cruce de idiomas. En este caso: el castellano, el inglés y el francés. La pregunta que emerge es cuál es el ámbito intelectual y dominio afectivo de cada legua. Que es como preguntarnos en qué idioma se sueña o se dicen las palabras secretas de los amores y las decepciones. Si hubiera una sólo posibilidad de que la persona se identificara con un idioma, ese lugar ¿no sería quizá la poesía?
Ni la música ni las artes plásticas encuentran, claro está, la valla, ni se plantean el interrogante que las lenguas deben salvar. Pero dado que no se piensa sino a través del lenguaje, las preocupaciones de Sylvia Molloy tienen asidero. Y muy notable. Porque las personas no podemos expresar (o apenas esbozar) en palabras las ideas y los sentimientos sino a través de una lengua, sea ésta cual fuera. Se pregunta la autora: “¿En qué lengua soy?”.
Cuenta Molloy: “Hace años di un curso en inglés sobre Borges a un grupo de estudiantes en Nueva York. Previsiblemente Borges los desconcertó y el desconcierto fue fecundo”. Refiere que muchos estudiantes poseían más de un idioma; había chinos, húngaros, árabes, indios y filipinos. “Las cosas cambiaron –prosigue– cuando pasamos de la prosa de Borges a su poesía”. Y aclara: “Me explico: a diferencia de la edición inglesa de los cuentos, resueltamente monolingüe, el volumen de la poesía completa era bilingüe: el original en español a la izquierda, la versión inglesa a la derecha”. Y cuenta entonces que ver el original reconfortaba a los alumnos. Así como relata un amigo de Hudson que cuando el escritor no encontraba la palabra en inglés “inmediatamente la reemplazaba por una en castellano para así poder seguir la narración sin perder el hilo”.
Molloy misma se responde a la pregunta “¿en qué lengua se despierta el bilingüe?”, con la siguiente consideración: “Cuando estoy fuera de mi casa, cuando estoy de viaje, me despierta la campanilla del teléfono y tengo que hacer un esfuerzo por contestar en la lengua que corresponde, la del lugar donde estoy: si no, siento que he cometido un error, un desliz. He bajado la guardia, he dejado vislumbrar algo que en general no se ve, aunque no sé bien qué es. Es como si me sorprendieran en una actitud comprometedora”.
También en este libro, la autora torna a contar de su regreso a Buenos Aires como en otras memorias: “Durante años me resistí a regresar de veras a Buenos Aires, con lo que quiero decir, volver a una casa que podía llamar mía. Así paraba en hoteles, lo cual contribuía a cierta marginalidad baratamente louche que me satisfacía, marginalidad que caracterizaba (y acaso siga caracterizando) mi relación con el lugar donde nací”.

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