Impresiones de una escapada a Chile

Entre los argentinos que pueblan el Noroeste de la Patagonia es costumbre cruzar a Chile al menos una vez al año para pasear y hacer compras. A las bellezas trasandinas se suma el atractivo de la baratura de casi todo, al menos en relación con los precios argentinos. Así por ejemplo, cuando están por comenzar las clases se cruza a Chile a comprar los artículos escolares para los chicos, cuando hay que renovar la vajilla se la adquiere también allende los Andes, y ni que hablar cuando es necesario cambiar los cuatro neumáticos del vehículo… Herramientas, vestimenta, calzado, ropa blanca, artículos electrónicos… por todo se va a Chile, siempre que se puede. Es lo que ocurre en todas las fronteras: los habitantes del país más caro cruzan al más barato a hacer las compras, cuanto menos las importantes. Además, el Sur de Chile ofrece paisajes maravillosos: Valdivia, el Lago Llanquihue y Chiloé, por citar sólo algunos ejemplos, son lugares muy dignos de ser vistos. Algunas de las famosas iglesias chilotas de madera han sido declaradas patrimonio de la humanidad. Además, como llueve mucho más que en la Patagonia andina, todo es muy verde; y como los campos han sido y son trabajados de manera intensiva, el paisaje agrario evoca al de Irlanda o al de la Toscana.
chileCreo que para los argentinos la experiencia del viaje a Chile vale la pena, además, porque es un espejo en el que nos es dado observar el estado en el que se encuentra nuestro país, sin incurrir en comparaciones poco instructivas con otros mucho más adelantados. Confrontar la Argentina con Suecia o con Alemania, por ejemplo, no tiene mucho sentido. En este caso, en cambio, se trata de un país sudamericano con el que la comparación es perfectamente válida. También triste, porque ni la macroeconomía ni ningún otro dato estructural pueden explicar algunas de las diferencias que marcan la ventaja que nos lleva Chile en muchos aspectos.
Empecemos por lo primero que aprecia el automovilista: el estado de las rutas. Las chilenas son por regla general excelentes. El asfalto es de óptima calidad, la señalética es impecable y el conjunto parece recién hecho. Da gusto manejar por esas carreteras, tan superiores a las nuestras. Hasta las rutas secundarias chilenas suelen estar en mejor estado que algunas de las principales de la Argentina. Ni hablar de las autopistas. Nuestra ruta 40, en el tramo que une Bariloche con El Bolsón, está bacheada, remendada y despareja, llena de panzas y ollas; las líneas están despintadas y muchos carteles están caídos, despintados, oxidados o rotos. La avenida San Martín, arteria principal de El Bolsón, parece recién bombardeada. Los autos deben andar como borrachos para esquivar cráteres, y hasta hay lomos de burro sin señalizar que los forasteros (en una ciudad que en buena medida vive del turismo) se llevan por delante siempre.
Las rutas chilenas, además, están limpias. También a diferencia de las argentinas, en cuyas banquinas suelen acumularse desperdicios de distinto tipo (botellas de plástico y de vidrio, neumáticos rotos, bolsas de nylon, pañales, papeles, cajas de cartón…). No sólo del otro lado de los Andes no hay basura tirada; además el pasto está pulcramente cuidado a la vera de las rutas. La limpieza trasandina se aprecia también en las ciudades. Un sábado por la mañana muy temprano, antes de que abriera la mayoría de los negocios, pude ver en Puerto Varas a al menos un barrendero por cuadra haciendo a conciencia su trabajo y a empleados municipales cortando el césped de los canteros con motoguadañas. Sale uno de la ciudad y en el campo es igual: un poblado chico como Ensenada, Cochamó o Puelo son ejemplos de prolijidad y limpieza, y tampoco va a encontrar el viajero basura a la vera de los caminos comarcales.
En esos aspectos de la vida chilena se advierte con toda claridad la presencia del Estado. Por lo general se piensa a Chile como un país en el que reina la política económica neoliberal, pero la verdad es que el Estado chileno está muy presente y sus intervenciones se advierten a simple vista. Está donde tiene que estar, fundamentalmente en la creación y manutención de infraestructura de óptima calidad. Puentes, puertos, autopistas lisas como mesas de billar, escuelas, hospitales y centros culturales, servicios de telefonía celular y de internet de primera calidad aun en zonas rurales aisladas. Hay también una presencia invisible del Estado, que se advierte, por ejemplo, en el comportamiento de los automovilistas. De este lado de la cordillera estamos acostumbrados a tener que esperar a que no pase ningún vehículo para cruzar una calle porque rige la ley del más fuerte, que es la que se impone en ausencia del Estado. En Chile no hay vehículo que no se detenga cuando un peatón pone un pie en la cebra de la calzada.
Por otro lado, Chile es una verdadera sociedad de consumo. Cualquier supermercado mediano supera con creces al mejor de los argentinos en variedad y calidad de productos. La oferta de alimentos es impresionante: hay góndolas y góndolas llenas de productos orientados a satisfacer los más variados gustos, desde quesos y fiambres hasta pescados y mariscos enlatados, pasando por cortes de carne de muy diferentes animales, algunos inhallables o difícilmente hallables en la Argentina, como pavo, conejo o pato. La carne vacuna seguramente no es mejor que la nuestra, pero da envidia encontrar la tira de asado a menos de la mitad del precio de lo que cuesta en la Argentina. Los precios en general son mucho más bajos, y no sólo los de los artículos importados. Una lata de atún cuesta entre un tercio y la mitad que de este lado de la cordillera. Además, las diferencias de precios entre ambos países se han acentuado en los últimos tiempos: una empleada de comercio me contó que acostumbraba hacer un paseo por la Argentina, pero ahora el costo es tan elevado que no se lo puede permitir. Esos precios exorbitantes argentinos, además, son a menudo manifestaciones del abuso más descarado. Esta última temporada muchos cabañeros de El Bolsón y Lago Puelo perdieron clientes por exigir alquileres desorbitados. Sé de uno que comenzó pidiendo $ 2.100 diarios por una cabaña y terminó alquilándola por mil pesos menos, lo que da una idea de la ninguna relación del precio exigido con los costos y de la insaciable voracidad argentina.
Una curiosidad: en vano busqué en las iglesias del Sur de Chile, que suelen ser de madera y muy bellas, una foto del Papa. Ni una, a diferencia de lo que veo cada vez que viajo a otros países (y viajo mucho) de América y de Europa. ¿Desavenencia ideológica o simple animosidad nacionalista imbécil? No lo sé. Lo que sé es que nunca me sentí en Chile maltratado por ser argentino. Siempre fui recibido con cordialidad y con amabilidad, tanto en el restaurante como en la cabaña alquilada o en la calle al pedir indicaciones. La amabilidad es mayor cuando uno dice que vive en la Patagonia, lo que me hace sospechar cierta difidencia hacia los porteños, que son, por lo general, los que fuera del país suelen identificarse como “los argentinos”.
Una particularidad: la laboriosidad que se advierte en las casas de campo chilenas. Todas tienen su huerta, muchas con invernáculos, siempre cuidados con primor. Las chacras suelen ofrecer miel, frutas, verduras, quesos y otros productos. Los jardines están muy bien cuidados, y no hay casa de campo que no tenga sus canteros de flores y de plantas decorativas. Además, los chilenos son maestros carpinteros y he visto construir casas y hasta barcos bastante grandes de madera con admirable pericia.
Tras deleitarse uno con paisajes encantadores y con pescados y mariscos deliciosos, el regreso a la Argentina es tristemente revelador de defectos de este país que no –o no siempre– nacen de la disponibilidad de recursos económicos: no hace falta mucho dinero para mantener una calle limpia, ni para cortar el césped de los canteros de las plazas ni para arreglar (no con arena y piedras, sino con buen asfalto) los ya célebres cráteres lunares de la avenida San Martín de El Bolsón. Y ni un peso se precisa para ser amable en lugar de ladrar a la gente, como acostumbran los empleados de la aduana del Paso Samoré.

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  1. Jorge Felipe Reggiardo on 27 julio, 2016

    muy interesante y reveladora nota de las cosas simples que en un país se toman en serio y que en el nuestro parecen imposibles de cumplir. A propósito sobre el estado y mantenimiento las rutas, la provincial ( n° 26) -terminada entre 2007 a 2009 – que transito con cierta regularidad entre Victoria y Nogoyá en la provincia de Entre Ríos es el mejor ejemplo de la antítesis de lo que relata el autor de la nota sobre como mantienen los chilenos las suyas: mal drenaje del agua de lluvia de la calzada que casi me cuesta un accidente serio una noche por mal mantenimiento del declive abovedado de la banquina adyacente; huellas marcadas en la calzada por el paso vehicular; nulo control del peso máximo permitido de camiones y vehículos pesados; perros muertos de días que permanecen a la vera del camino o sobre la calzada desechos sin que nadie de Vialidad Provincial pase y limpie; guard-rails caídos en dos puentes sobre arroyos que no se arreglan desde hace dos años (uno) y el otro va para el año muy cerca del destacamento policial de acceso a Antelo. Todo esto como muestra de la vergüenza y pena en que da ver el descuido y desamparo que tienen los automovilistas sin que nadie responsable tome parte (Vialidad Provincial).
    No conozco Chile, me gustaría conocerlo máxime con esta nota de la que no dudo que vuelca un testimonio válido

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