Lo que el Ulises de Joyce debe a la Argentina

Tres cuestiones independientes, aunque concomitantes, ameritan que nos ocupemos de la relación entre el Ulises de Joyce y nuestro país. La primera tiene que ver con la reciente publicación de El traductor del Ulises, es decir, José Salas Subirat, de la pluma de Lucas Petersen. Una cuidada biografía del traductor que volcó por vez primera al español la monumental obra del novelista irlandés, relato vanguardista de “un realismo descompuesto cúbicamente, un puzzle magistral” según Abel Posse. Me refiero a la edición en dos volúmenes aparecida en Buenos Aires con el sello impresor de Santiago Rueda y “editada bajo la dirección de Max Dickmann”, en 1945. Salas Subirat fue un modesto escritor vinculado en sus orígenes al grupo de Boedo y con relativo conocimiento de la lengua inglesa. Con los años este voluntarioso traductor orientó sus intereses a la modernidad; así, por ejemplo, se ocupó del futurista Marinetti con motivo de su controvertida segunda visita a Buenos Aires en 1936. Interesado en las vanguardias, recayó en el Ulises, al que tradujo laboriosamente a lo largo de cuatro años ya como autodesafío, ya para acercar su contenido a los lectores de habla hispana, como él mismo lo dice, destacando que el lenguaje del irlandés es una suerte de campo de experimentación. Su versión, pese a errores, constituye una hazaña ciclópea dado que emprendió una labor que prácticamente parecía imposible; así, para Borges, “el Ulises es intraducible” debido, entre otras cosas, a las innovaciones lingüísticas incluidas en el relato. A Carl Jung le sorprendió la catarata de hechos físicos y psíquicos que Joyce registra fotográficamente. Las posteriores traducciones al español son deudoras de la de Salas Subirat. En las páginas liminares de su versión, tras distinguir una traducción literal de una interpretativa, dice que espera “que su empresa no sea definitiva”, sino un work in progress debido al carácter potencial que advierte en la novela; así Umberto Eco, en las Norton Lectures, señaló: “Un texto es una máquina perezosa que le pide al lector le haga parte de su trabajo”.
La segunda cuestión tiene que ver con la reedición de un trabajo de Carlos Gamerro (Ulises. Claves de lectura), una bitácora, clara y sustancial, orientativa para el eventual lector acerca de cómo sumergirse en ese relato denso e inquietante. Frente a las versiones de los españoles José María Valverde, Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas, la de Salas Subirat, al utilizar rasgos coloquiales rioplatenses, se acerca más que las españolas a la universal obra de Joyce, “escrita desde un país colonial y tercermundista” (Gamerro), como es el caso de Irlanda frente a Inglaterra, semejante a lo que ocurre con la lengua de un país latinoamericano respecto de la de España. Se advierte en ese propósito la inquietud propia de las vanguardias rioplatenses. Sabemos que también en Buenos Aires nuestro colega, el académico Rolando Costa Picazo, está ultimando una nueva versión del Ulysses, de pronta aparición.
La tercera tiene que ver con que todos los 16 de junio se celebra en nuestra capital, al igual que en Dublín, el “Bloomsday”, conmemorando el 16 de junio de 1904, en alusión a las veinte horas de ese día en que transcurren los episodios del extraño relato; en esa fecha los idólatras de Joyce, muchos vestidos con atuendos irlandeses de época, celebran el aniversario del Ulises.
Joyce, nacido en Dublín, luego de una prolongada estadía en Trieste, donde fue profesor de inglés y luego cónsul de Gran Bretaña, tras un pasaje fugaz por Suiza escapando de los horrores de la Gran Guerra, recaló en París, su patria definitiva de adopción. Allí, a través de Ezra Pound, trabó amistad con Adrianne Monnier y Sylvia Beach, quienes lo auxiliaron a la hora de publicar su Ulysses. Fue la bibliófila norteamericana Beach, entonces radicada en París, quien, a través de su mítica librería Shakespeare and Co., tuvo la benemérita osadía de editar la novela en 1922; con el tiempo, Sylvia se convertiría en agente literaria del propio Joyce.
Su librería (12, rue de l’Odéon) fue centro indiscutido de la modernidad parisina; por allí desfilaron, amén de franceses celebérrimos, los escritores Pound, Lawrence, Hemingway, Eliot, Fitzgerald, la coleccionista Gertrude Stein o artistas como Picasso. Joyce era un asiduo concurrente a ese ámbito vanguardista; así lo revelan documentación y fotos en que se deja ver como una persona elegante, atildada, con sus inevitables y característicos anteojos, anillos relucientes, bastón y el clásico sombrero, evidenciando una personalidad inquietante, con los avatares, a veces trágicos, de la vida (se había suicidado su hija). La librería brilló durante dos décadas hasta que en 1941 fue víctima de los nazis (Beach fue confinada durante seis meses en un campo de concentración y, años después, Adrienne Monnier, amante de Sylvia, desesperada, buscó amparo en el suicidio). Para publicar la disruptiva novela, Sylvia Beach logró mil suscriptores pero, a poco de aparecida, gran parte de los volúmenes fueron destruidos por obra de la censura. Con todo, fue tal su celebridad que en 1929 apareció, en Nueva York, una edición “pirata” (la de Roth). Más tarde, la edición “legítima”, exportada a los Estados Unidos, fue prohibida, y sus ejemplares, decomisados y confiscados. En 1932 un fallo memorable del juez John M. Woosley levantó la prohibición.
A estas cuestiones deseo añadir una singular que sorprenderá al lector y que, de alguna manera, conecta esta obra con la riqueza de nuestra pampa ganadera.
En 1929 el Ulises fue traducido al francés por Auguste Morel con la asistencia de Stuart Gilbert y la revisión de Valery Larbaud en colaboración con el autor; lo editó la citada Monnier en su sello La Maison des Amis des Livres (París, 7, rue de l’Odéon). En cierta ocasión, al acompañar a Malena Babino, mi mujer, al “Museo gauchesco Ricardo Güiraldes” de San Antonio de Areco, cuando ella trabajaba sobre Caaporá, el ballet guaraní en clave modernista del autor de Don Segundo Sombra, advertimos en una de las vitrinas un lujoso ejemplar de la referida traducción al francés. Al pedirle a la directora nos lo mostrara, vimos que en la página siguiente a la portada consta que se trataba de una tirada de mil ejemplares de los cuales 25, fuera de comercio, estaban impresos en papel Hollande van Gelder. De esos, los diez primeros están identificados con las letras de la A hasta la J, siendo el primer ejemplar “imprimé par Adeline del Carril de Güiraldes”. Adelina habría sido la principal donante para que esta edición viera la luz (el décimo, según allí se consigna, Winston Churchill). Ricardo y su mujer tenían amistad entrañable con Valéry Larbaud, quien acercó a los Güiraldes a Joyce y a su Ulises. Como corolario digamos que el producido de nuestra pampa húmeda con el que vivían Adelina y Ricardo entonces en París, donde el escritor halló la muerte en 1927, sirvió en parte para que el Ulises de Joyce fuera traducido a la lengua francesa.

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