Nosotros, los bárbaros

Diversos temas relativos a los Derechos Humanos nos han impactado recientemente, como el rechazo de gran parte de la ciudadanía al fallo de la Corte Suprema que aceptó la aplicación de la ley del 2×1 en un caso de lesa humanidad y el informe del Grupo de Trabajo sobre la Detención Arbitraria de la ONU, donde expresó con preocupación que quienes se encuentran en “situación de vulnerabilidad” tienen mayor probabilidad de ser detenidos, al tiempo que advirtió sobre las amplias facultades de detención de la policía y el uso excesivo de la prisión preventiva.
Pero cabe preguntarse en este contexto: ¿la preocupación por los Derechos Humanos alcanza a todas las personas o algunos quedan excluidos? Baste pensar en quienes, por motivos de edad o de salud, no puede hacer uso del derecho a la prisión domiciliaria.

DIMENSIÓN HISTÓRICA
Es un lugar común afirmar que para los griegos, los pueblos bárbaros eran los que hablaban distinto, una lengua que no comprendían. Pero no consideraban a los persas o a los egipcios en un plano cultural inferior. La asimilación de la barbarie al salvajismo se dio durante el Imperio Romano, cuando esos otros no sólo no se expresaban en latín sino que además eran seres primitivos y peligrosos que vivían, según los romanos, en un estado de “naturaleza”.
Sin embargo, el reconocido historiador Jacques Le Goff sostenía que, para los refinados bizantinos, los occidentales del siglo XI, los de las cruzadas, también eran bárbaros.
Durante los siglos XVII y XVIII, diversos filósofos europeos como John Locke analizaron el concepto de derechos naturales, y sus ideas fueron muy importantes para el desarrollo de la noción moderna, porque, según él, los derechos naturales no dependían de la ciudadanía ni de las leyes de un Estado, ni estaban necesariamente limitados a un grupo étnico, cultural o religioso.
A principios del siglo XX, los términos “salvaje” y “primitivo” fueron resignificados a la luz de la antropología, al punto de casi ser incorporados al eufemístico diccionario de la incorrección política.
El filósofo Tzvetan Tódorov –fallecido en febrero pasado, quien en su visita a la Argentina defraudó las expectativas del gobierno kirchnerista respecto de su visión sobre los derechos humanos en nuestro país– dejó una nueva definición: “El concepto de barbarie es legítimo y debemos poder recurrir a él para designar los actos y actitudes de aquellos que, en cualquier época y lugar, dejan en cierta medida a los demás fuera de la humanidad, los juzgan radicalmente diferentes de sí o les infligen un trato inconveniente”. De esta definición se infieren otras clasificaciones que pueden servir para analizar costumbres y conductas sociales. Es civilizado aquel que reconoce la plena humanidad de todos los demás, sin ningún atenuante o excusa, ya que al negarla estaría actuando como un bárbaro. En definitiva, lo bárbaro o lo civilizado son los actos, las manifestaciones, las omisiones; pero no lo individuos o las sociedades, porque no hay seres humanos esencialmente inhumanos, aunque la crueldad, la violencia, la indiferencia son, por desgracia, rasgos que se repiten.
Por otra parte, el grado de civilización o barbarie de una determinada sociedad no es una situación permanente, sino que está en constante transformación y cuestionamiento. El incremento de las xenofobias y los populismos en el mundo son una demostración inobjetable del avance de la barbarie en países que solían verse a sí mismos como paradigmas de civilización.

CONCIENCIA HUMANITARIA
La relación barbarie/civilización se conecta con lo humanitario. El gobierno con responsabilidades humanitarias podría considerarse un fenómeno más propio del mundo occidental, determinado por un conjunto de políticas y acciones en gran medida fruto del cristianismo. En las políticas aparece la referencia a “sentimientos” morales como un factor preciso e insoslayable, que es tenido en cuenta a la hora de legislar. Por el lado de las acciones, son gobiernos que actúan no sólo en socorro y atención de sus ciudadanos, también lo hacen fronteras afuera en auxilio de emergencias en otros países.
Es más sencilla la caracterización de lo humanitario en inglés, ya que el idioma posee dos palabras para las diferentes acepciones: por un lado está “mankind” –la humanidad es el conjunto de hombres y mujeres– y, por el otro, “humaneness” –aquello que nos hace humanos–. La primera condición genera la respuesta en favor de nuestros semejantes como acto de defensa de la especie, en tanto que la segunda es la que nos hace reaccionar por empatía ante el dolor ajeno. En ambos sentidos, de especie y de sentimiento, el concepto de humanidad es sostén del principio de igualdad. Establece así que todas las vidas son igualmente sagradas y que todas las penurias ameritan ser consideradas. No hay buenas y malas víctimas, sólo víctimas. También los victimarios son humanos, por lo tanto, les cabe el respeto por su dignidad como personas.
Este reconocimiento de la plena humanidad de todos y la solidaridad activa articulan en el siglo XX la Declaración Universal de los Derechos Humanos que, según Norberto Bobbio, “representa la manifestación de la única prueba por la que un sistema de valores puede ser considerado humanamente fundado y, por tanto, reconocido: esta prueba es el consenso general acerca de su validez”. Además de ubicar el concepto mismo de Derechos Humanos en el ámbito de la Modernidad, el jurista sostiene que debe tenerse en cuenta la fundamentación histórica.
Lamentablemente la barbarie está siempre al acecho: son conocidos los casos de rápida degradación cívica sufridos por sociedades altamente evolucionadas que llevaron siglos en formarse. Es evidente el peligro que conlleva pensar que las conquistas de la moral y la cultura son permanentes o tan siquiera sólidas. Mantenerse socialmente civilizado y humanitario exige una visión crítica honesta y continua, un distanciamiento que permita ver al otro desde su propia circunstancia, para corregir y mejorar los rumbos tomados.
En nuestro país la necesidad de una profunda y veraz crítica es urgente, ya que abundan las injusticias que no están siendo analizadas o debidamente discutidas y que implican desigualdades crueles. Con respecto a estas heridas que permanecen abiertas, nos parecen loables los esfuerzos en busca de una reconciliación que hasta ahora no se ha logrado; pero creemos, como ya lo manifestáramos en un editorial anterior, que no es este el camino prioritario. Para lograr la paz social es imprescindible que las voluntades de todas las partes implicadas se aúnen en la búsqueda de esa meta; mientras esa intención no exista el fin estará lejos de concretarse.
En primer lugar, la inexistencia de un sinceramiento abierto, genuino y profundo del rol que jugaron las instituciones y los grupos sociales durante los “años de plomo” y el consecuente, necesario y específico pedido de perdón tornan inviable cualquier intento de acercamiento. Permanecer en la espera de que ese improbable reconocimiento suceda es sólo un peso más que no corresponde cargar sobre las espaldas de toda la sociedad. Existen caminos alternativos que han sido transitados por otros países, con resultados razonablemente efectivos.
En el caso de la Iglesia, la propuesta de apertura de archivos restringida sólo a las víctimas o a los familiares expresa una insuficiente colaboración en el esclarecimiento de los crímenes perpetrados. El título que la Conferencia Episcopal Argentina le ha dado al “Protocolo para la consulta del material archivístico relativo a los acontecimientos argentinos (1976-1983)…”es un tanto aséptico, como si se tratara de un trámite formal rutinario. Ya años atrás la Iglesia había pedido perdón por aspectos de su controvertido papel durante la última dictadura militar, como «los silencios responsables y la participación efectiva de muchos de sus hijos en la tortura, la delación y la muerte absurda que ensangrentaron la Nación». Sin embargo, quizás es tiempo de que se exprese un pedido de perdón más profundo y concreto, y que pueda dar frutos, como cierta información que aporte a la verdad, por dolorosa que sea.
La ausencia en las instituciones de un verdadero y sentido mea culpa no guarda relación con las situaciones de perdón individuales que reparadoramente suceden, como el caso del escritor Daniel Molina, preso y torturado durante diez años (1974 a 1983), quien manifiesta que él no juzga, que podría abrazar a sus torturadores, pero que no cree en la reconciliación social. Otro ejemplo de compromiso con la verdad fue el de Héctor Ricardo Leis. Y como ellos muchos otros, de uno y otro lado, que han comenzado el sanador camino del perdón individual.
La forma de ir al encuentro del otro humanamente, humanitariamente, y superar este doloroso espacio de nuestra historia es el conocimiento total de lo que realmente sucedió y la aplicación de la justicia. Justicia que debe interpretar y fallar de acuerdo a las leyes, sin legislar, sin omitir y, en lo posible, evitando las prisiones preventivas arbitrarias o de duración exagerada; que debe aplicar la ley más benigna; y tratar a todos los seres humanos en un plano de igualdad, sin discriminar. Una justicia que sea el brazo que nos rescate de la venganza, lo cual nos humaniza y habilita a vivir como seres civilizados, sin actos bárbaros, en un contexto social confiable. Sin justicia, la posibilidad del diálogo, no digamos de la improbable reconciliación, es utópica. Precisamente su ausencia, contaminada por la corrupción y el sectarismo político, no nos deja cerrar las heridas en nuestra sociedad.

2 Readers Commented

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  1. lucas varela on 3 julio, 2017

    Señores de la Revista Criterio,
    Totalmente de acuerdo con el último párrafo.
    Conocimiento y justicia.

  2. horacio bottino on 18 julio, 2017

    Como decía Arturo jauretche la madre de todas las zonceras argentinas de Sarmiento «civilizaci{on y barbarie».¡No se olviden de Francisco de Vittoria y Bartolomé de las casas!

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