El revés de la trama

Llamamos poder a toda influencia de una persona sobre otra. Dado el carácter esencialmente vincular de la condición humana, ello es inevitable y de por sí su índole no es positiva ni negativa: el poder del mafioso del barrio es malo y el de un buen padre sobre su hijo es bueno.
Todas las sociedades tienen centros de poder ya que la vida social requiere ser ordenada, organizada y gobernada. Pero, en los últimos tiempos, el poder ha ido adquiriendo características y dimensiones hasta ahora desconocidas, de una magnitud que la historia de la humanidad no registra antecedentes.
El avance de la ciencia y de la técnica, de las comunicaciones y de los sistemas de planificación y organización social, etc., ha adquirido tal fuerza que ha creado una estructura combinada al modo de una enorme máquina tecnocrática que cubre el planeta con un poderío abrumador, frente al cual el individuo parece el minúsculo integrante de un mecanismo colosal que determina prácticamente su vida. Ante él, el ser humano quedaría reducido a un simple espectador que presencia cómo el mundo evoluciona por sí mismo, como un sistema anónimo que todos, de algún modo, tienden a formar pero nadie puede controlar ni hacerse cargo. Se trata de una responsabilidad colectiva generadora y al mismo tiempo de una irresponsabilidad colectiva exculpatoria.
De modo que el hombre, con su poder, ha creado una máquina que se le hace inmanejable y de la que termina siendo víctima. En consecuencia, la derivación no puede ser otra que una sensación de inseguridad universal.
Pero la contracara de esta realidad es que el sistema está compuesto por una multiplicidad de poderes, ninguno de los cuales es plenamente autónomo ni tiene poder absoluto. El poder económico, el político, el social, el cultural, el informático, el militar, el sindical, el de los servicios secretos… (la lista sería interminable) son fuerzas interdependientes que se condicionan mutuamente y que compiten, y todas ellas igualmente están sometidas a la ley de lo imprevisto. Los seres humanos somos libres en cuanto a las acciones que decidimos asumir pero no en cuanto al control de los resultados de esas decisiones: las derivaciones pueden hacer que “el aleteo de una mariposa en el Caribe pueda provocar un ciclón en Texas”.
La historia comienza cada día y hemos visto que sucesos impensados han hecho derrumbarse a imperios que parecían indestructibles. La vida humana es una vida de sorpresas y nadie puede tener una seguridad absoluta acerca de su futuro, ni siquiera del inmediato.
Así, por ejemplo, el film Mentiras que matan, de Robert De Niro y Dustin Hoffman, constituye un magnífico repertorio de ironías, donde se muestra cómo el poder puede jugar con la credulidad de la gente y crear realidades ficticias sólo porque “si lo dijo la televisión, es verdad”, pero también cómo los mismos agentes del poder están sujetos a lo inesperado e impensado y a vicisitudes coyunturales que puede hacer fracasar cualquier plan. Por lo tanto en la historia no hay “leyes inexorables” ni existen determinismos absolutos: ni económicos, ni ideológicos ni de ninguna otra índole.
La condición humana está configurada con valores que orientan su existencia y a los que las circunstancias pueden desacelerar u obstaculizar temporariamente, pero no extinguir, pues pertenecen a su esencia. Hay una pedagogía por parte de la historia que hace que el hombre vaya descubriendo y profundizando la comprensión de esos valores, con un desarrollo cuya dirección es probable que podamos vislumbrar: parece avizorarse la concreción de una Sociedad del Conocimiento, después de la cual se arribaría a una Sociedad de la Fraternidad, aquella que una concepción humanística-espiritual, como siempre, anticipa y el conocimiento científico luego confirma.

El autor es psicólogo

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