Pederastia y cultura

El pasado 6 de octubre fue presentado el documento final del Congreso Mundial “La dignidad del niño en el mundo digital”, promovido y organizado por el Centro de Protección Infantil de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Este documento, conocido como “Declaración de Roma”, advierte sobre ciertos fenómenos negativos (como el bullying cibernético, el acoso, la extorsión sexual, el abuso y la explotación sexual infantil) que se dan en un contexto de proliferación de nuevos medios de comunicación. También señala, como otro de los importantes daños online, el impacto perjudicial de los distintos modos en que se presenta hoy la pornografía en las mentes maleables de los niños.
Esta situación de creciente gravedad y extensión torna imperioso garantizar el acceso seguro a Internet por parte de los niños para cuidar su educación, sus comunicaciones y sus conexiones. Entre las medidas propuestas, se demanda mayor investigación sobre las repercusiones en la salud infantil y adolescente cuando están expuestos a la pornografía gráfica o a través de Internet; y el desarrollo de nuevas herramientas y tecnologías para combatir la proliferación de imágenes de abuso sexual por ese medio.
En su discurso en el Vaticano a los participantes del Congreso, el papa Francisco no se limitó a apoyar las conclusiones del documento, sino que agregó algunas reflexiones muy importantes, sobre todo aludiendo a los factores culturales que generan un contexto propicio para estos crímenes contra la dignidad de niños y adolescentes.
En primer lugar, exhortó a combatir con todas las fuerzas “esa cultura del descarte que hoy se manifiesta de muchas maneras en detrimento sobre todo de los más débiles y vulnerables, como son precisamente los niños”. Esta enfática referencia a uno de sus temas preferidos puede parecer aquí una simplificación excesiva. Pero a continuación, hizo otra glosa personal al discurso con la que amplía el horizonte de reflexión sobre la dimensión cultural de este tema: “Corresponde insistir en la gravedad de estos problemas para los menores, pero la consecuencia puede ser subestimar o tratar de olvidar que también se dan en los adultos y que, aunque para los ordenamientos jurídicos se necesita un límite que distinga entre el menor y el mayor de edad, eso no es suficiente para afrontar los desafíos, porque la difusión de pornografía cada vez más extrema y otros usos impropios de la red no sólo causan trastornos, adicciones y daños graves, sino que afecta también a la representación simbólica del amor y a las relaciones entre los sexos. Y sería muy dañino pensar que una sociedad en la que el consumo anómalo de sexo en la red se extiende entre los adultos será capaz de proteger eficazmente a los menores”.
Evidentemente no son suficientes –aunque sí necesarias− las soluciones técnicas automáticas, como los filtros construidos en base a algoritmos cada vez más sofisticados para identificar y bloquear la difusión de imágenes abusivas y dañinas. Es necesario que, “dentro de la dinámica misma del desarrollo técnico, sus actores y protagonistas perciban con mayor urgencia, en toda su amplitud y en sus diversas implicaciones, la fuerza de la exigencia ética”, y que se eduque a los jóvenes ayudándolos a desarrollar “la sensibilidad y la formación moral”.
En pocas palabras, el desafío no es ante todo jurídico o técnico sino ético, porque no puede ser comprendido en sus raíces profundas si no se lo vincula con el conjunto de la vida social, empezando por la conducta de los adultos y la cultura que generan, en particular en lo que atañe a “la representación simbólica del amor y a las relaciones entre los sexos”.
El conocido sacerdote y psicoterapeuta Tony Anatrella, en su obra La diferencia prohibida (Ediciones Encuentro, 2011), describe la nuestra como una cultura que exalta de diversas maneras las tendencias sexuales más primitivas del ser humano; que asume como modelo la sexualidad infantil y adolescente (es decir, una sexualidad todavía no orientada a lo relacional); una cultura que reduce la educación sexual a las normas higiénicas del así llamado “sexo seguro”; que no educa para la relación, para los vínculos estables y comprometidos, sino para la búsqueda individual de placer y “realización”; una cultura que fomenta las fantasías de una libertad sexual ilimitada que en los hechos jamás podrá realizarse, pero que sí causará incontables daños a las personas; que ya no enseña valores, normas ni criterios éticos; que renuncia a todo juicio de valor, y que pone todas las conductas sexuales en pie de igualdad; una cultura de familias sin autoridad, donde los padres se convierten en hermanos y a veces en hijos de sus hijos, con tal de rehuir a su rol de guiar y orientar.
En este contexto, no debe trivializarse el efecto dañino de la pornografía, ya que separa el cuerpo cosificado y sus partes fragmentadas de la persona que se hace presente en el cuerpo. No hay rostros, no hay relación, no hay otro. En el caso de los niños, como espectadores se ven expuestos a cualquier hora del día a la pornografía soft y al bombardeo de conversaciones procaces, mirando la televisión al mediodía o durante la cena en familia, sin necesidad de entrar furtivamente en sitios especiales de la web (¿a qué se dedican los organismos encargados del control en esta materia?). Mucho más grave aún son los casos en que los niños son abusados precisamente para producir contenidos pornográficos, luego consumidos por adultos.
De un modo más general, la nuestra es una sociedad que sigue pensándose a la medida de los adultos y de sus aspiraciones, y que pone en función de ellos a los niños y su bienestar. Esta es la triste visión prevaleciente del matrimonio y la familia, la que se consagra en las leyes. No es extraño advertir que en muchos casos los niños están en función de los proyectos de los adultos y no cuentan por sí mismos. Se podrán multiplicar hasta el infinito las normas sobre los derechos del niño –que por otra parte fueron definidas a partir de 1959, cuando las Naciones Unidas aprobaron la Declaración–, contra la pedofilia y la explotación infantil, pero los niños y adolescentes muchas veces siguen siendo víctimas aunque de modos más sutiles: se los empuja con frecuencia a crecer de golpe, o a ser compañeros y consejeros de sus mayores. Se intenta manipularlos a través de la política en los colegios. O comprarlos con regalos y con demagogia. Muchas veces, incluso con la intención de protegerlos o de conformarlos, se los adula y se los seduce de mil maneras sin prever las consecuencias de esas conductas de los adultos en el largo plazo.
Con respecto al escándalo de los abusos, el Papa señala también que “la Iglesia católica en los últimos años se ha tornado cada vez más consciente de no haber hecho lo suficiente en su interior para la protección de los menores”, y llama a los líderes religiosos y a las comunidades de creyentes a que “participen en este esfuerzo común, aportando toda su experiencia, su autoridad y su capacidad educativa y de formación moral y espiritual”.
No debemos tener miedo de salir del espacio de lo políticamente correcto, y de señalar la ceguera de una sociedad que condena lo que ella misma, a través muchas veces de nuestra conducta como adultos, propicia. Por otra parte, tan peligrosa como la cultura del descarte es la cultura del narcisismo y de la eterna adolescencia. Como Iglesia no podemos renunciar a hablar con claridad, y como adultos debemos promover una cultura que favorezca la defensa integral de los niños y su futuro

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