Rusia 1917: Tres revoluciones en una

En estas últimas semanas se habló mucho del legado de la revolución rusa. No cabe duda de que conserva una poderosa capacidad de interpelar a las sociedades del siglo XXI. Quizás una clave resida en su compleja naturaleza. Es hija de la revolución francesa, que fue una revolución política y social al mismo tiempo. Pero también lo es de la revolución industrial, con todas sus implicancias, que llegan a terrenos insospechados como la familia, las costumbres, la geografía, la naturaleza, las ciencias y las artes.

Las tres caras de la revolución rusa

En febrero (marzo) se produjo una revolución política que se inició con el colapso del zarismo, un régimen que se había vuelto anacrónico, y concluyó en octubre (noviembre) con la toma del poder por los bolcheviques. La revolución política fue a su vez doble: por un lado, el colapso de la dinastía de los Romanov, que dejó un juego abierto con varias alternativas; por otro, la toma del poder por los bolcheviques en octubre y su consolidación luego de ganar la guerra civil. Finalmente, terminaron por hacer realidad la metamorfosis de la vieja Rusia en la vanguardista Unión Soviética.
Fue asimismo una revolución social que trastornó las jerarquías tradicionales, derribó prejuicios y viejas creencias, anuló el prestigio arcaico de las aristocracias y la deferencia por parte de los sectores subalternos. En pocas palabras, permitió que se le abriera el paso a una sociedad que aspiraba a ser más igualitaria. O al menos, motorizó la expectativa de lograrlo, algo imposible bajo la opresiva época de los zares. Esto se reflejó en las estructuras sociales, la composición familiar, el papel de la mujer, las expresiones culturales y estéticas imbuidas de la fiebre vanguardista. La sociedad se vio profundamente trastocada, así como las aldeas rurales e incluso las ciudades, sometidas al esfuerzo bélico primero y, más tarde, al hacinamiento de los planes quinquenales.
En tercer lugar, sentó las bases de una completa revolución industrial, sumamente original, por cierto, dado que innovó en materia de planificación, algo a lo que Occidente sólo se había asomado muy tímidamente. Ese proceso no fue irrelevante, puesto que habilitó a la URSS a convertirse en pocas décadas en superpotencia, con una capacidad industrial que habría sido inimaginable en 1917. Y buena parte de ese proceso se dio a contrapelo de Occidente, en crisis desde 1929. La revolución transformó la economía, alteró el tradicional equilibrio campo/ciudad, llevó a que se levantaran urbes de la nada, modificando incluso el paisaje y la naturaleza.
Si la revolución rusa contiene tres revoluciones en una, cabe argüir que supera en proporciones y significación a la revolución francesa. Esta última fue una revolución social y política, pero en absoluto industrial. La rusa es por tanto un hito mayúsculo en la historia del siglo XX. Así, ¿pueden sus causas ser minúsculas?

Un complejo abanico de causas

Los historiadores prefieren unas u otras explicaciones según infinidad de criterios. Los héroes no faltan, dado que los hay en gran número en esta historia, y para ello basta con cotejar el panteón de próceres que construyó la épica revolucionaria. La tentación historicista está latente. Además, el comunismo les dio a los líderes revolucionarios una sólida preparación política, aunque no se puede pasar por alto que en febrero de 1917 se vieron sorprendidos por el modo en que se precipitaron los acontecimientos. Sea como fuere, los revolucionarios son importantes actores, pero necesitan de las condiciones históricas, que no creían sin embargo mayormente favorables, al menos a priori.
No lo parecían por varias razones. El agotamiento de un régimen escasamente popular que se enredó en una guerra mundial que no controlaba podía ser un buen terreno, pero la sociedad estaba exhausta y el gobierno se favorecía con esa inercia; la debilidad de la burguesía y del liberalismo en una Rusia que había dejado la servidumbre apenas medio siglo antes y que lo había hecho a desgano, sin alentar la modernización de la sociedad, también cuentan. Incluso podría hablarse del fracaso de todo intento de modernización, por más tibio que haya sido luego del asesinato del zar Alejandro II, con el consecuente endurecimiento político de sus sucesores, que retrocedieron a la más dura autocracia. También la derrota en la guerra ruso japonesa, no sólo humillante a nivel internacional sino debilitante para un gobierno que dependía de la coerción más que de cualquier otra cosa; de ahí que todo el mundo tuviera bien claro que nada había cambiado cuando se creó la Duma. Y a todo ello hay que sumar un país de extensos latifundios y con escasa inversión por parte de sus dueños, que trabajaban la tierra con técnicas envejecidas.
Las reformas que se intentaron fueron insuficientes y sin demasiado entusiasmo, por ejemplo, la industrialización emprendida a fines del siglo XIX que, si bien importante, no tuvo posibilidades reales de alterar las estructuras sociales ni económicas de la Rusia profunda. En efecto, fueron pensadas más para preservar el poder del zar que para expresar un compromiso sincero por modernizar y hacer progresar el país. La sumatoria de estos factores explica la inesperada coyuntura revolucionaria que contra todos los pronósticos se produjo en 1917, en el país menos esperado, sin clase obrera casi y sin haber transitado previamente ninguna revolución burguesa –la experiencia decembrista no fue más que una fugaz primavera de la que nadie se acordaba a comienzos del siglo XX–.

Presto vivace e finale

En 1917 el régimen zarista no pudo seguir funcionando con la inercia que le daban siglos de opresión. La situación se había modificado con la Primera Guerra Mundial (1914-1918). No fue una guerra más sino un conflicto capaz de consumir todas las energías sociales, deshacer sistemas de valores, estructuras de poder, jerarquías y relaciones de autoridad, haciendo de la sociedad una suerte de tabula rasa; además, movilizó pasiones, a favor y en contra, dado que necesitaba poner en marcha a los soldados y sostener todo ese esfuerzo social.
La guerra y la revolución se entrelazaron en 1917, así como lo habían hecho en 1905 en la misma Rusia, en Francia en 1870 con la Comuna, para poner antecedentes a los que se parece esta relación entre guerra y revolución, que casi no fue contemplada por la teoría marxista de la revolución. Y se repitió igualmente en España en 1936 y en China durante la invasión japonesa en la década de 1930. Antes de que llegara Lenin al poder, la guerra ya había provocado una completa revolución en las estructuras sociales, económicas y políticas de Rusia, y amenazó con provocar escenarios parecidos también en otras geografías. De cómo las guerras producen revoluciones podría denominarse también este artículo.
La revolución empezó ya durante la guerra, antes de 1917 o de la vuelta de Lenin a Rusia en abril. La guerra puso a prueba la autoridad del zar y llevó al punto de erosionarla, cuando éste se dispuso a cumplir los compromisos bélicos con Occidente contra el clamor de la sociedad rusa y de la calle. Además, en un gobierno personal, autocrático, la responsabilidad reposa sobre una sola cabeza y esto es un riesgo porque es quien tiene que dar la cara por los errores y pagar las consecuencias. La revolución política ya se sentía en el aire cuando Rasputín estuvo en boca de todos: la tradicional autoridad del zar se encontraba deslegitimada.
Por otro lado, en Rusia la guerra también provocó una revolución social; la sociedad que llegó a 1917 ya había abandonado la tradición. El conflicto total de 1914 exigió reclutamiento de masas, en un país donde las masas carecían de los derechos más elementales. Miles de campesinos pobres se convirtieron en soldados mal provistos y mal alimentados, mientras los oficiales, que habían sido sus señores en tiempos de paz, daban las órdenes. No era posible que se unieran para conformar la heroica nación en armas: no hubo union sacrée, puesto que no podía haber un nosotros que los mancomunara. Definitivamente, la guerra no era una causa «nacional» para estos soldados. Era la tropa la que debía poner el cuerpo, ir al frente en primera línea y era duramente castigada en caso de deserción. La guerra no hizo la nación, sino la revolución. El reclutamiento en masa aceleró el reclamo por mayor igualdad social. A diferencia de Occidente, Rusia no era una sociedad de masas, donde éstas hubieran sido integradas a través de la extensión de los derechos o de políticas de nacionalización.
La guerra también lanzó en Rusia la primera piedra de la revolución industrial. No porque sea posible argüir que ésta haya tenido su inicio durante el conflicto, sino porque se advirtió ahí con claridad que no se podía ganar una guerra de masas sin industria y que Rusia en este terreno dejaba mucho que desear (el conflicto armado de 1914 sobre-exigió la economía de todos los países involucrados). El pobre desempeño militar no fue sólo producto de la limitada industria rusa, sino también de sus arcaicos métodos de producción rural que impedían obtener los excedentes que el esfuerzo bélico requería. No sólo se necesitaba una revolución industrial sino una transformación en el campo que acompañara toda la modernización de la economía. Pero los campesinos a duras penas podían sostener una economía de subsistencia, que se volvía insuficiente en tiempos de guerra de masas, con miles de soldados para alimentar.
Así, las condiciones impuestas por la guerra trazaron la agenda de la revolución. Por ello, cuando en febrero de 1917 asumió el gobierno provisional, y se vio que éste no avanzaba en los cambios sociales o económicos esperados, se cavó su propio foso. En octubre (noviembre), los bolcheviques llegaron para hacer cumplir las promesas de la triple (o cuádruple) revolución.

La autora es historiadora e investigadora del Conicet.

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