La entronización de la sospecha

Es imposible ir por la vida sin confiar en nadie.
Graham Greene

Algo en lo que al parecer todos los argentinos estamos de acuerdo es que hoy no podemos estar de acuerdo en casi nada. Toda afirmación es rebatida de antemano, toda intención es sospechada, toda situación recibe una interpretación que la desnaturaliza.
Es cierto que en la historia de la humanidad los consensos no han sido fáciles. Pero nuestro desacuerdo actual, por su extensión y virulencia, tiene algo de inédito. Padecemos una crisis grave de desconfianza y de sospecha generalizada. La confianza está desacreditada y “no tiene buena prensa”, a mucha gente descreída, resentida o dolida le parece algo propio de un idealismo ingenuo y su suerte quedó históricamente sellada luego del inolvidable “No los defraudaré”.
Pero es un hecho que “sin confianza no se puede vivir”. Está en la base de todo diálogo, acuerdo, pacto o negociación, y sin ella, dentro de cualquier ámbito (conyugal, familiar, laboral o de otra índole) la atmósfera afectiva se vuelve tóxica y la vida se hace insostenible.
La sistemática deslegitimación del otro hace imposible la convivencia democrática. De modo que, en un proyecto de reconstrucción nacional o restauración comunitaria, la recuperación de la confianza resulta el factor imprescindible.

LA CONFIANZA BÁSICA

Los expertos en psicología evolutiva señalan que el afecto y el cuidado que el niño recibe desde su nacimiento van generando en él una vivencia gratificante de seguridad emocional y de sentirse protegido; su entorno se le torna confiable y lo lleva a abrirse al mundo con interés y satisfacción. A esta vivencia se la llama “confianza básica” y es el fundamento decisivo sobre el que se apoya la futura salud mental y el adecuado desarrollo de la personalidad.
Pero hay casos en que las primeras experiencias infantiles son de abandono, de carencia afectiva o de situaciones traumáticas, frente a las cuales el psiquismo humano no puede sino reaccionar a través de una actitud defensiva de cautela y recelo ante un mundo que se le presenta como hostil (actitud que los psicólogos llaman “ansiedad paranoide”).
De modo que los nuevos factores que podrían favorecer una mirada más positiva no llegan a contrarrestar aquellas experiencias negativas y el carácter de la personalidad se estructura sobre una “desconfianza básica” de encierro y de negativismo hacia los otros.
Y como es habitual que las personas proyecten inconscientemente en la esfera social y política los conflictos irresueltos de su vida personal, algunos se vuelven peleadores, hipercríticos o resentidos. Por ejemplo: un conflicto con la figura paterna se transfiere en una sistemática oposición a la autoridad y deviene en un individuo rebelde sin causa o en un insatisfecho inaguantable.
De modo que la crisis de confianza política y social de nuestra sociedad es el resultado de experiencias históricas, pero también de los resentimientos, prejuicios y hostilidad que cada uno de nosotros, en mayor o menos medida, tenemos.

CAPITAL SOCIAL

Una ola de investigaciones de los últimos años ha instalado al “capital social” en el centro del debate sobre el desarrollo de los países. Allí entienden al capital social como el conjunto de normas, redes y vínculos que permite en una sociedad actuar juntos con mayor eficiencia para el logro de los objetivos compartidos. Y entre los factores fundamentales que configuran el capital social se menciona invariablemente la confianza.
Así lo señala, en un estudio pionero, Robert Putnam (1994), que enfatiza la importancia del “grado de confianza existente entre los actores sociales”, y sus hallazgos muestran que “a menor capital social mayor nivel de depresión”. A su vez, La Porta, López de Silanes, Shleifer y Vishny (1997) encontraron una significativa correlación entre el grado de confianza de una sociedad y factores como la eficiencia judicial, ausencia de corrupción, cumplimiento en el pago de impuestos, etcétera. Kawachi, Kennedy y Lochner (1997) hallaron que “cuanto menor es el grado de confianza entre los ciudadanos, mayor es la tasa de mortalidad promedio”, es decir que la desconfianza genera que se perciba al mundo como un lugar donde tal vez no valga la pena vivir.
Los estudios de la socióloga Marita Carballo muestran que en nuestro medio la confianza hacia instituciones y personas fuera del círculo íntimo se ubica en un nivel por debajo del standard mundial. En especial, los argentinos desconfían de los desconocidos y de las instituciones del sistema político (Congreso, partidos, sindicatos, Justicia), que no superan el 20% de credibilidad. Ocho de cada diez desconfían del prójimo: “Se debe estar muy atento cuando uno trata con los otros”. Y la autora concluye: “En la Argentina, los niveles de confianza son preocupantemente bajos”, afirmación que, viniendo de una acreditada especialista, merece una seria consideración.
Podemos decir con certeza que todos los conflictos humanos son conflictos de comunicación o se resuelven a través de la comunicación. Y que la expresión más clara de una buena comunicación es el diálogo. Pero, para el diálogo, la confianza es condición imprescindible. En consecuencia, sin un cierto nivel de confianza hacia los otros, no hay comunidad posible.
En la literatura religiosa encontramos: “Bienaventurados los que trabajan por la paz” (Mateo 5,9). Esta frase no debería faltar en ningún libro de autoayuda, relajación, meditación o mental fitness… y en ningún manual de formación política.

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