Eduardo Stupía: “Deberíamos pensar una academia de arte con inclusión crítica”

Eduardo Stupía comenzó su carrera en los ’70 como dibujante, “con una especie de imaginario entre fantástico y surreal, con detalles y referencias pequeñísimas a las que el espectador tenía que acercarse mucho”, explica en su estimulante taller de la calle Medrano.
En los ’80, sin otra necesidad que probar un cambio más bien pedagógico que estilístico, decidió aprender pintura china. Hasta ese momento dibujaba con rotring, plumín y papeles chicos, era fanático de la línea nítida y pura, y lo sorprendieron las posibilidades de la barra de tinta china en nuevas superficies: “Fue como una revolución perceptiva porque dejé lo concentrado por algo más voluble, transitivo, sensible y de algún modo incontrolable”, describe. Por otro lado, empezó a dibujar con pincel su propia gramática y las filigranas se tornaron más difusas, con menos certezas para el ojo y para el artista también. En los ‘90 pasó de la tinta al esmalte sintético y los soportes adquirieron dimensiones más grandes; de repente se encontraba en el campo pictórico. En la década del 2000 conoció a su galerista actual, Jorge Mara, que en 2008 se trasladó a un espacio mayor y le propuso una muestra extendida que significó un cambio de paradigma: “Volví a los materiales secos de Bellas Artes: carbonilla, grafito, lápiz y pasteles blanco y negro. Organizamos una muestra con soportes armónicos con tamaños peculiares, como 1,40 x 1,80, 1 x 1, 1,50 x 1,50”, cuenta, mientras sus más recientes dibujos se despliegan en los pisos de pinotea y las generosas paredes de un ambiente al que accede por amplias escaleras de mármol en una casona centenaria un tanto ajetreada por el paso del tiempo, los climas rotundos y el abandono de un casero fiel que sin embargo le dijo adiós después de ganar uno de esos pocos millonarios premios que pueden alcanzarse cuando se apuesta fuerte.

¿La novedad en su obra de las últimas décadas tuvo que ver con la propuesta concreta de trabajar en función de un nuevo espacio de exhibición?
-En ese momento para mí fue muy sorpresivo pero hoy es natural que el artista se proyecte en el espacio. Hay una especie de disponibilidad donde el espacio y el formato se entrecruzan, y en mis obras no son proporciones excéntricas sino armónicas en sí mismas. Lo interesante es la conciencia de que pueden pensarse las dos cosas: la obra y el espacio donde se va a exhibir.

¿Advierte una columna vertebral en ese recorrido?
Más o menos. Intento estar bastante alerta, ver muestras acá y en el exterior, enterarme incluso de ciertas cosas que no me gustan nada y soy bastante crítico de algunas manifestaciones con poca sustancia en muchos sentidos. Por otro lado, pese a la gran ausencia de una academia de arte eficaz contemporáneamente hablando, mi formación tradicional de Bellas Artes es la base a partir de la cual trabajo; no puedo invertir la pirámide, sería muy forzado para mí adherirme a la plataforma que me propone el momento. En cierto sentido todavía soy un pintor de caballete, un artista bidimensional tradicional. No lo digo como un cobijo sino como una definición.

¿Es una cuestión ética?
Sin ninguna duda, porque de algún modo uno reconoce cuál es el propio campo y no es tan dúctil como para permitirse cualquier transformación según sople el viento. Es cierto que en los ‘70 y los ‘80 sentíamos una especie de encono contra las proposiciones de Jorge Glusberg, que fue como un primer curador, un operador cultural que armaba muestras, recortes y nomenclaturas, porque nos parecía demasiado liberal e internacionalista. Pero en la actualidad se da una fenoménica muy del momento, y se empieza a trabajar con referencias contemporáneas porque no se tiene tiempo ni ganas de hacer otro tipo de indagaciones. Todo el mundo quiere ser artista hoy.

¿Es el propio concepto de artes plásticas lo que está en crisis?
La plasticidad es un término académico rioplatense y español. El arte contemporáneo superó las disciplinas tradicionales, que implicaban moldear la plasticidad del material y de la forma. No podría decir que un objetualista industrial hoy hace artes plásticas, ni acá ni el mundo: Jeff Koons, Richard Serra y Marta Minujín son artistas visuales, que exceden lo plástico. Mi formación tenía más que ver con dejar cosas afuera; en cierto sentido la academia es restrictiva, pero productivamente restrictiva: exclusión crítica. Hoy deberíamos pensar en una academia inclusiva, pero con una inclusión crítica.

¿Cómo cambió el rol de las galerías y los museos?
Creo que la aceleración del fenómeno del arte fue exponencial, sin tiempo de procesar lo que pasó en los últimos 10 o 15 años. Por ejemplo, la disputa de legitimación está en manos de actores que no existían. En los ‘70 te legitimaba un galerista, que no eran más de una veintena en Buenos Aires, y un crítico, que posiblemente fuera director de un museo. Exponer era excepcional; te presentabas a los premios nacional y municipal y a los de museos privados y públicos. Ir a una bienal era inimaginable. Teníamos críticos influyentes como Julio Payró, Jorge López Anaya; o Jorge Romero Brest y Héctor Cartier, que eran teóricos del arte moderno. Más allá de la capacidad individual, es difícil que un crítico hoy tenga tanta influencia; ese lugar ahora lo ocupan los curadores o directores de museos.

¿Coincide con la afirmación de que estamos en una etapa de explosión del arte?
Acá siempre tenemos el problema de la supervivencia, la lucha por “el mango”. El galerista está a mitad de camino entre el trabajo conceptual y lo prosaico de no tener que cerrar. Las ideas que se pueden motorizar por mayor presencia argentina a nivel internacional son bienvenidas, pero después está la vida real, donde los stand en las ferias son muy caros. En Arteba cuestan 10 mil dólares; en Miami, si aceptan tu galería, el valor es de 40 a 80 mil dólares, y lo mismo pasa en Arco o en Art Basel. Nuestro país es un territorio muy fértil, con una productividad extraordinaria, pero eso se tiene que inscribir en un mundo productivo, y no sólo en el mundo sublime de la creación.

¿Cómo se inserta en ese universo el espectador?
El arte contemporáneo adquirió una proyección que se separó del espectador no sólo en los contenidos sino también en los formatos. La gente se pregunta: ¿esto es arte? Es un planteo moralista pero también conceptual porque el espectador medio, que es apocalíptico por naturaleza, no puede ser integrado. Un día llegan las 200 bicicletas colgadas de Weiwei y se convierte en legible porque está la interpretación, pero el espectador no sabe cómo es el lenguaje poético de esa obra. Para mí ese es el dilema del arte contemporáneo: a qué espectador se dirige, o si se dirige a alguno. A veces pienso que es un arte endógeno.

¿Será por una cuestión de lo figurativo?
El espectador consume imágenes representativas todo el tiempo, es muy mimético, está más entrenado para una imagen de contenido que una abstracta. En medio de un arte que hoy propone aperturas y lenguajes diversísimos, se da un raro fenómeno de convivencia autista. La idea de red amplió la visibilidad y, por ende, la productividad. Ahora bien, ese desarrollo adquirió una expansión y una aceleración no acordes con la capacidad de captación del espectador. El propio espectador es usuario, está participando de un campo que antes era ajeno en cuanto a la relación con las imágenes. No hay concepto, es más bien diseño, o comodidad, ponerse una imagen o subirla en Facebook. Y el arte va por otro lado, es una especie de ajenidad. Yo no tengo problema de hablar de mis obras, pero nunca discuto lo que un espectador me dice que ve. No puedo hacer esa lectura porque sería un conductista.

¿Cómo definirías entonces tu lenguaje?
Pasé de un lenguaje gráfico, con iconografía detectable, a un lenguaje de iconografía pura, con una zona de ilusión óptica, donde parece que muestro algo y no es así. Y después el paisaje, que es una idea básica de constitución del cuadro. Pienso en zonas de ingreso/egreso, perspectivas, atmósfera, cielo y tierra, foresta, profundidad de campo, todos elementos que se convierten en un paisaje de signos gráficos.

Como gran espectador de cine, ¿qué opina de las películas que analizan el fenómeno de las artes contemporáneas, por ejemplo, la reciente The Square?
Comienza poniéndose del lado del espectador que dice “Esto es una porquería” frente a la obra de arte. Lo primero que me llamó la atención fue un director que hace cine contemporáneo y manifiesta empatía con el prejuicio de un espectador frente al arte contemporáneo. Esto evidencia que no hay sintonía sino desparejidad entre las artes: puede gustarle mucho Kiarostami y aborrecer a un artista igualmente radicalizado pero que se expresa en otro formato. ¿Qué tipo de espectador tiene en mente? ¿O lo está construyendo? Ahí empieza el borramiento entre las acciones del mundo y las acciones del arte, y la película se torna más interesante al abandonar la reflexión inicial para dedicarse a la cuestión ética y moral. Los que formulan la crítica lo hacen desde una concepción decimonónica, porque todavía creen que el problema es saber o no pintar, cuando el problema real es cómo se construye un artista. En definitiva me parece que los directores abordan ciertos dilemas sin las herramientas conceptuales que sí tienen en otros aspectos, como la política.

¿Cuál es su imaginario ante el lienzo blanco?
El lienzo no está en blanco porque uno viene muy cargado, el problema es cómo vehiculizo ese bagaje en términos de lenguaje. Podría pensar que están cerca las afinidades selectivas acumuladas, modos de trabajo y un mundo de pintores; me encantan los alemanes como Kiefer y Oehlen. Están presentes pero estoy advertido para mantener la distancia en el hacer. Hay resonancias y similitudes, como también con los paisajistas románticos u orientales. También existe una zona mucho más analógica, entre climática y atmosférica, que puede tener que ver con una película, un libro o la música que estoy escuchando; una rítmica que me lleva a un campo peculiar, un imaginario que no es iconográfico sino mixto.

 

Fotos: Fabián Mattiazi

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