Reseña: La máscara Foucault de Tomás Abraham (Buenos Aires, 2019, Paidós)

Máscaras, capas, líneas de fuga en la voluntad de verdad y su coraje. Juego de máscaras sobre máscaras con la verdad y su difícil expresión; donde se la vislumbra e intuye, pero permanece semivelada, incompleta, a la espera de la palabra, también insuficiente, que pueda decirla. Ambición de totalidad que apenas toca los bordes de un punto de fuga inalcanzable. Red de aproximaciones en la que nos introduce y guía Tomás Abraham a lo largo de La máscara Foucault. Quizá en este inasible radique la belleza profunda del pensamiento especulativo, en esta ansia que en sus realizaciones y esquives parciales se multiplicará indefinidamente, manteniendo vivos la curiosidad y el fervor.
Ya desde el título, y la logradísima tapa, Abraham nos atrapa con la promesa de una biografía que se presiente atípica, que en algún lugar no muy oculto nos despierta una atracción cercana a lo morboso (como casi toda biografía e incluso alguna que otra hagiografía). Desafiante en su intensidad, como el filósofo “enmascarado”, el libro cumple. La primera parte nos habla de geografías, avatares, de los amigos y los cambios de Foucault; del cuadro de Copi en su departamento y de su generosidad; de sus gustos menores y de su colección de máscaras africanas. Años de formación, transformaciones y experiencias con los grupos liberales de la costa oeste de los Estados Unidos. Dos momentos particulares: el primero, cuando pide, porque sabe que va a morir pronto, ser visitado por Georges Canguilhem en el hospital. Y el segundo, que no es tan conocido, la entrevista que Foucault le realiza a un joven Thierry Voeltzel, a quien levanta haciendo dedo en la autopista. Thierry era un joven maoísta, generación mayo del 68; Foucault pensó que debía dar a conocer la concepción del mundo de esos rebeldes y realiza la entrevista en forma anónima. Son páginas valiosas por lo que dicen de la época y de sus personajes.

En las dos partes siguientes, Foucault guerrero y La risa del filósofo, Abraham nos mete de lleno en las diferentes instancias de los desarrollos foucaultianos, su forma de (no) debatir y cómo su tema central, la verdad, lo lleva a recorrer variantes cuya conexión no siempre resulta evidente. Es en las páginas de estas dos secciones donde se aprecia el invalorable aporte de Abraham como conocedor del clima filosófico y político de aquellos años así como del pensamiento foucaultiano. En lo que hace a la efervescencia del mundo intelectual en los años 60/70, conviene recordar que Abraham la vivió en forma directa: fue alumno en la Universidad de Vincennes cuando Foucault ejercía el cargo de jefe de la cátedra de Filosofía. En efecto, en nuestro país es quizá el más importante intérprete del pensamiento filosófico francés de la segunda mitad del siglo XX. Estas condiciones del autor –la de partícipe competente y ágil transmisor–le dan al libro una gravitación muy especial, volviéndolo una referencia insoslayable. El ideario de Michel Foucault queda explicado sin terminología agotadoramente específica ni abstracciones superfluas.
También contagia el valor pasional del desafío intelectual. Abraham cuenta las luchas de Michel Foucault como si hubieran sido propias. Hace suyo ese coraje de la verdad que caracterizó la obra literaria, cursos, conferencias y entrevistas que diera el filósofo. Narra con simpatía el movimiento de cangrejo, el modo tangencial que usaba para responder las críticas. Es particularmente atractivo el debate con Habermas donde opone como réplica el texto de Kant ¿Qué es la Ilustración?
Abraham profundiza y discute hasta el mínimo detalle el concepto de intelectual específico. La referencia al caso del físico nuclear Oppenheimer, quien luego fuera espiado y perseguido por el FBI, es desmenuzado mucho más allá de la referencia que hiciera Foucault. Diestramente lo enlaza con el trágico derrotero de Eatherly, uno de los pilotos intervinientes en el bombardeo de Hiroshima, y la participación del filósofo Günther Anders (primer marido de Hannah Arendt). Anders plantea que “la técnica ha traído consigo la posibilidad de que seamos inocentemente culpables” y finalmente, en contra de la teoría de Foucault, manifiesta que hay que salir del círculo de los especialistas.
El capítulo dedicado a los debates con los historiadores se lee con especial deleite. No sólo porque explica con solvencia el método arqueológico y genealógico de Foucault sino también porque se detiene en las principales corrientes de la Nueva Historia (Hayden White, Le Goff, Carlo Ginzburg, Koselleck, Momigliano) desarrollándolas detenidamente. Las pone en un mismo plano y las hace discutir entre sí. Más inquietante es la conversación de Foucault con los antipsiquiatras y los psicoanalistas lacanianos, que arriban a conclusiones provisorias con inviables contradicciones internas que no llegan a resolverse.
Son estos debates los que ponen de manifiesto cómo la resistencia más dura de los conceptos foucaultianos se originaron en la izquierda más radical. El desarrollo de la microfísica del poder contradice frontalmente la teoría marxista de la revolución, con un poder centralizado como única opción de cambio social. La teoría del poder como un ejercicio disperso y multiforme en la sociedad y no como algo poseído y manipulado por una clase dominante hizo de los teóricos izquierdistas los más enconados antagonistas del sistema de pensamiento de Foucault.
Abraham aprovecha la amistad de Foucault con el historiador-filósofo Paul Veyne para dedicarle un merecido capítulo. A la inversa del primero, quien habría confesado que escribía para no tener rostro sino máscaras, Veyne toma partido y manifiesta definidamente su posición. Expresa que la conducta humana está balcanizada, y según Abraham, un ejemplo posible de este tipo de conducta es: “Ser trotskista y machista, judío ortodoxo y farandulero, amigo del papa Francisco y centurión al comando de barras bravas, amigo de los pobres y recaudador para la Corona y un bolivariano en las islas Seychelles …”.
En los últimos tres capítulos del libro, Abraham realiza una aproximación biopolítica a la conformación y realidad de la estructura socio-política de la Argentina. Enfocado en los tres grupos constitutivos del país –el gaucho, el inmigrante y el poblador originario–, desgrana y discute las visiones de diversos autores (de José Hernández, Sarmiento y Mitre a Halperin Donghi, Verbitsky y Alicia Dujovne Ortiz) con un rigor metodológico y agudeza interpretativa que ponen en cuestión el universo de lugares comunes y generalizaciones superfluas con que se conforma usualmente la llamada “identidad” nacional.
La máscara Foucault es una propuesta en varios niveles. Por un lado nos facilita el acceso a la vida y el pensamiento de uno de los pensadores más importantes de nuestros días; por otro, contextualiza y explica otras corrientes intelectuales (políticas, psicoanalíticas, filosóficas, históricas…) contemporáneas al filósofo. Pero hay un tercer costado, casi imprevisto para el lector desprevenido, que es el análisis medular de nuestro “ser nacional”. Surge la tentación de pensar que, así como Foucault usaba la escritura como una máscara, quizá él mismo sea la máscara tras la cual aparece Tomás Abraham con su estimulante pensamiento.

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