Miguel Esteban Hesayne, padre obispo

Desde el año 1980 (la fecha no es un dato menor) y por unos cuantos años, tuve la gracia de pasar parte de los veranos misionando en la provincia de Río Negro, que por entonces formaba, toda entera, la diócesis de Viedma. Esa circunstancia me permitió conocer, tratar y querer al padre obispo Miguel Hesayne (1922-2019). A su fallecimiento muchos han recordado que fue uno de los muy pocos obispos de su tiempo que enfrentó y denunció las graves violaciones a los derechos humanos perpetradas por la dictadura militar de ese tiempo, lo que le valió la crítica y el desprecio de muchos de sus hermanos, mayormente sumisos cuando no complacientes y hasta entusiastas con ella. El recuerdo de ese valiente rol profético es muy justo, porque las figuras de Hesayne, de Nevares, Novak, Zazpe o Angelelli permiten hacer presente que nunca todas son luces ni son sombras en la historia y en la Iglesia.
Sin embargo, creo que es bueno testimoniar que el padre obispo Hesayne fue más que eso. Fue ante todo un hombre de Dios, de una profunda espiritualidad, en cierto modo un místico. Místico y profeta, una combinación necesaria y luminosa. Lo recuerdo muy bien llegando a celebrar misa en un rincón perdido de la cordillera: después de saludar cariñosamente a todos, y enterado de una situación bastante dramática que acababa de ocurrir, pidió apartarse para tener un rato de oración personal. Luego celebró misa con enorme sencillez y dignidad. Y después de la misa, acudió a ver y acompañar a una familia cuya casa incendiada todavía humeaba, para organizar la asistencia y estar con ellos.
En él conocí una forma distinta de ser obispo, tan contrastante con el acartonamiento y solemnidad a los que estábamos acostumbrados. Desde su cordial pero firme resistencia al título de “monseñor”, cambiado por el de “padre obispo”. En esos años convocó y presidió algo tremendamente novedoso entre nosotros: un sínodo diocesano que movilizó a toda la diócesis, y también a quienes colaborábamos con ella desde lejos, que terminó en un documento del que quiso hacer una versión popular para que todos pudieran entenderlo. Puso a la iglesia bajo la protección de la Virgen Misionera de Río Negro, advocación mariana inventada por él con una imagen sencilla, de una mujer con ponchito y rasgos indígenas apretando al Niño contra su pecho.
A su retiro la diócesis fue dividida en tres. Su enorme territorio era imposible de abarcar por un solo obispo. Siguió por muchos años dedicado a la espiritualidad y a la formación de laicos: al morir era el obispo argentino más anciano y más antiguo. Fue, ante todo, un hombre bueno.

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