La rebelión de las mujeres

Algunos historiadores, interpelados en los últimos meses por la crisis que atraviesa la Iglesia católica, recordaron que en su milenaria historia esta institución se renovó profundamente cada 500 años, reencontrando cada vez una nueva capacidad para difundir su mensaje e incidir en el tejido social de ese tiempo y de los siglos sucesivos. Parece que precisamente en estos años hemos alcanzado el momento propicio para un nuevo cambio, cinco siglos después de aquel momento clave de la fractura del cristianismo occidental entre católicos y reformados, fractura que contribuyó a generar grandes flujos de renovación en ambas partes. Al examinar las condiciones actuales, y al identificar y proponer corrientes de cambio activas y creativas hacia el interior de la institución, curiosamente se toma en cuenta a las mujeres, presencia esencial pero silenciosa en la comunidad católica.
Si bien los historiadores consultados señalan precisamente en las corrientes provenientes de las bases, y no de las élites clericales e intelectuales, la posibilidad de un impulso innovador, hoy todos hablan de jóvenes, de inmigrantes, de pueblos evangelizados recientemente, pero sin distinciones de género. En otras palabras, estos intelectuales parecen no ser conscientes de la gran crisis que está sacudiendo la institución en los países occidentales, es decir, la enorme distancia entre una sociedad donde las mujeres han alcanzado la igualdad con los hombres y una comunidad –la de la Iglesia católica– donde no se las respeta, donde su palabra no es escuchada y sus capacidades son destinadas sólo para ocupaciones simples; en definitiva, una comunidad donde las mujeres viven en un estado de inferioridad que abarca principalmente, como es obvio, a las religiosas.
La ausencia de mujeres en lugares relevantes es considerada tan consustancial al mundo católico que incluso desde el exterior casi nadie ya lo cuestiona: se da por descontada esta situación no sólo en el presente sino también para el futuro.
Sin embargo, se trata de un grave error: dentro de la Iglesia, las mujeres están reaccionando de diferentes maneras, tomando conciencia de su situación de marginación y sobre todo de la profunda injusticia por el lugar de inferioridad al que han sido relegadas. Una injusticia respecto de lo que enseña Jesús en los evangelios.
La primera rebelión de las mujeres, en efecto, fue la intelectual, es decir, contra su exclusión del estudio y del comentario de los textos sagrados. El acceso a la exégesis, que se remonta a los años ‘70 del siglo pasado como efecto del Concilio Vaticano II, significó el descubrimiento de la numerosa presencia femenina en la narración evangélica: si bien transmitida por hombres, la vida de Jesús revelaba su atención revolucionaria para con las mujeres que lo seguían, con las que se encontraba (por ejemplo, la samaritana) y hasta la frecuencia con que ponía a mujeres pobres y marginadas (viudas y prostitutas) como ejemplo para los hombres poderosos y cultos. Eran aspectos evidentes, a los ojos de todos, pero que no habían sido leídos como lo que eran, es decir, prueba de la mirada renovadora que Jesús demostró con respecto a las mujeres en una sociedad rígidamente patriarcal. Fueron las académicas quienes descubrieron estos aspectos, otorgando fuerza a las cristianas para reivindicar, en definitiva, un rol respetado y reconocido en la Iglesia.
La batalla interna, llevada adelante por minorías combativas y tenaces, tiene como objetivos, en primer lugar, el acceso de las mujeres a puestos de responsabilidad y de poder, y casi siempre el pedido de la ordenación sacerdotal donde reside, efectivamente, el poder clerical. Demanda a la cual la institución siempre tuvo una firme respuesta negativa. ¿Estamos acaso seguros de que esa exigencia es el camino correcto para cambiar las cosas? El acceso de las mujeres al sacerdocio, en una estructura fuertemente clerical, corre el riesgo de clericalizarlas también a ellas, de cancelar su carga innovadora; en síntesis, de perpetuar un sistema que ya no funciona.
Los caminos a recorrer son otros, todos por ser inventados.
En estos años de fermento intelectual muchas congregaciones religiosas se emanciparon de la tutela eclesiástica, creando así espacios de autonomía y, de alguna manera, tomando distancia –si bien tácitamente– de las jerarquías eclesiales. Abrieron así caminos innovadores muy interesantes, pero que quedaron en los márgenes, ignorados por la vida oficial de la Iglesia. Un daño a toda la comunidad católica.
Este malestar subterráneo pero real va acompañado por la caída creciente de las vocaciones femeninas –sobre todo de las religiosas de vida activa, consideradas por las jóvenes de hoy como “sirvientas de los curas” –y este fenómeno en los próximos años vaciará a la Iglesia de una reserva indispensable de trabajo, de compromiso humilde y tenaz, sobre todo de ejemplos tangibles de conducta cristiana. Sin embargo, no parece que las jerarquías eclesiásticas se den cuenta, tan acostumbradas como están a no ver a las mujeres, consideradas un ejército silencioso de humildes ayudantes que siempre estarán.
Por el contrario, se advierte una profunda transformación. Las religiosas jóvenes ya no están disponibles, en general, para llevar a cabo trabajos domésticos gratuitos, sin horario ni vacaciones, sirviendo a sacerdotes o a organismos eclesiásticos. Sobre todo no quieren aceptar una vida de mortificaciones frente a un clero poderoso que se considera con derecho a explotarlas, y no sólo como trabajadoras sino también y no pocas veces como objetos sexuales. La aparición por primera vez de denuncias claras sobre estos abusos se reveló como la punta de un iceberg, es decir, un fenómeno estructural difundido no sólo en los países más pobres, sino también en los más avanzados, situación permitida por la condición de marginalidad en la que viven las religiosas. Denunciar estas situaciones es el primer paso para que todas las mujeres en la Iglesia encuentren dignidad y respeto.
Algo hoy está cambiando en el mundo de las religiosas, y en profundidad: por un lado, la rebelión frente a una condición de opresión y de desprecio; y por otro, el surgimiento de capacidades femeninas de evangelización, de intervención activa contra ciertas realidades espantosas como la trata de seres humanos; también una nueva exégesis bíblica que enriquece la manera tradicional y banal con la que el clero difunde el espíritu evangélico.
De las mujeres, de las que trabajan en la Iglesia como laicas, puede surgir un profundo cambio capaz de poner fin a un esclerotizado poder clerical con tendencias hipócritas, que se está renovando sólo superficialmente.
En la Iglesia, pero también fuera de ella, pocos se dan cuenta. En efecto, está muy difundida la opinión de que son suficientes grandes gestos simbólicos del papa Francisco en favor de las mujeres –como la proclamación de Magdalena apóstol, igual que los apóstoles, o la finalización de graves injusticias que hacían que el aborto fuera un pecado que sólo podían absolver los obispos– para satisfacer las necesidades de cambio. Ha sido también valorada positivamente la hermosa homilía que el Papa realizó el primer día de 2020, centrada en María, cuando afirmó que el cuerpo de la mujer es sagrado porque allí acontece, con la maternidad, el encuentro entre Dios y el hombre. Sin duda una manera positiva de rehabilitar el cuerpo de las mujeres, tan a menudo considerado en la tradición católica como fuente de tentación y de pecado.
Bellas y oportunas palabras que ciertamente –así lo esperamos– podrán influir en un deseado cambio de la mentalidad machista que prevalece en la Iglesia. Pero son siempre palabras, sólo palabras. Las mujeres concretas, con sus exigencias, con su inteligencia y su deseo de participación y de respeto, que quieren ser escuchadas y no mediadas por los hombres de poder, no están presentes. Un ejemplo me ha impresionado: pocas horas antes de su homilía sobre María, el Papa había reaccionado de manera brusca al intento, claramente inoportuno, de una mujer asiática que pretendió detenerlo para hablarle mientras él saludaba a los fieles después de la visita al pesebre de la plaza de San Pedro. El video dio la vuelta al mundo y el Papa, humildemente, se disculpó después del Angelus del primer día del año, pero sin pedirle disculpas a la mujer. Pidió perdón, en general, por haber perdido la paciencia y dado un mal ejemplo. Se comprende, nos sucede a todos. Pero esa mujer que llegaba de muy lejos y que seguramente estaba allí desde hacía horas para hablarle no tuvo una palabra de disculpas. Las mujeres concretas no existen.
Por otra parte, el anatema que el Papa pronunció contra quien profana el cuerpo de una mujer sometiéndola a un abuso sexual sigue siendo una invocación vacía cuando no está seguida por una intervención de control, incluso dentro de la Iglesia, cuando en definitiva no se inician investigaciones ni se establecen puniciones para los culpables de abuso sexual a las religiosas.
Algunos días después, al finalizar el discurso a los diplomáticos, el Papa citó la cuarta conferencia mundial de las Naciones Unidas sobre la mujer, que tuvo lugar en Pekín en 1995, con la esperanza de que pudiera terminar toda forma de injusticia para con ellas. “Ejercer violencia contra una mujer o aprovecharse de ella no es un simple delito, es un crimen que destruye la armonía”, dijo. Pero la Santa Sede fue la única nación que no firmó la Convención del Consejo de Europa sobre la prevención y la lucha contra la violencia para con las mujeres y en contra de la violencia doméstica. Un documento en el que deben inspirarse los Estados para un nuevo camino de respeto entre los sexos y contrarrestar la discriminación femenina.
Solamente una intervención valiente de las mujeres puede inducir a que la Iglesia pase de las palabras a los hechos. Y a poner así fin a una posición que en teoría es elevada, pero que en la práctica revela precisamente lo contrario.

La autora es historiadora y periodista italiana, ex directora del suplemento femenino de L’Osservatore Romano

3 Readers Commented

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  1. victor manuel bender on 26 marzo, 2020

    Excelente nota, me cuesta creer que esos hechos ocurran dentro de nuestra iglesia, nada queda oculto ante los ojos de Dios.-

  2. Fernando Miguel Yunes on 27 marzo, 2020

    La Iglesia se debe a sí misma y a la humanidad un Sínodo sobre el papel de la mujer en la Iglesia y en el mundo en la era actual, con la participación activa de mujeres religiosas y consagradas y en ciertos capítulos, incluso, con mujeres que profesan otros cultos, agnósticas y ateas. Laicas y laicos debemos instalar y exigir insistentemente en una convocatoria a una gran asamblea para debatir desde la teología, la ciencia y la cultura, la dignidad de la mujer, su inserción plena en la realidad sociopolítica y económica y el papel protagónico y en niveles de decisión en el seno de la Iglesia Católica. Si no hay un despertar de las comunidades eclesiales, las bases del pueblo de Dios, difícilmente se pueda avanzar en el proceso iniciado por el Papa Francisco en la inserción participativa de la mujer en las estructuras clericales, para que estas expresen más genuinamente la eclesialidad evangélica.

  3. horacio bottino on 7 abril, 2020

    En la sociedad la mujer alcanzó la igualdad jajajajajaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa

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