El compañero invisible

Muchas cosas han cambiado durante las últimas semanas; primero en China, después en otros países del sudeste de Asia y en Europa, y un poco más tarde, en buena parte del mundo. Y según nos dicen, estos cambios son, apenas, el principio. La llegada del coronavirus, o más bien, de la enfermedad que provoca, han dado pie a un sinnúmero de comentarios que anuncian transformaciones profundas, no sólo en las políticas sanitarias de los países más afectados, sino también en la manera en la que vamos a vincularnos con nuestros amigos, a trabajar, a tomar vacaciones, divertirnos o alimentarnos. Creo que, si se trata de anticipar el futuro, hay que ser cautos, y no puedo dejar de preguntarme cómo vamos a poder distinguir los cambios provocados por el coronavirus de todos los demás que se producen cada día. Existen, por supuesto, respuestas obvias: las cuarentenas, los controles de temperatura, y para citar el ejemplo trivial, las pruebas de coronavirus serán, sin duda, consecuencia de la enfermedad. Pero, ¿y el resto?

La revolución alimentaria del neolítico

A efectos de anticipar –en lo posible– el futuro, puede ser útil volver al pasado, y en este caso el pasado que cuenta parece ser el comprendido en los últimos 10 u 11 mil años. Ese es, poco más o menos, el tiempo transcurrido desde que algunos de nuestros antecesores iniciaron el proceso de domesticación de una serie de plantas y animales y, con eso, dieron pie a lo que se podría llamar, con justicia, la revolución alimentaria del neolítico. Hasta entonces, los seres humanos se procuraban el sustento sólo a través de la caza y la recolección. Las estrategias aplicadas por los distintos grupos podían variar sustancialmente, y el resultado de cada una estaba determinado por las características del ambiente que ocupaban. Pero el modelo de caza y recolección tiene algunas limitaciones intrínsecas, y salvo algún caso sumamente particular, el tamaño y la densidad de aquellas comunidades nunca pudo sobrepasar ciertos límites.
La domesticación de especies silvestres produjo un aumento en la disposición, y quizás todavía más importante, en la previsibilidad de disposición de los alimentos. Y dio pie a una serie de cambios sustanciales entre los que pueden destacarse:
– el inicio de los modos de vida sedentarios,
– la producción estacional de un gran volumen de alimentos, y consecuentemente, la disponibilidad de excedentes que podían –debían– ser almacenados para atender las necesidades del grupo durante los períodos de escasez,
– el aumento de la natalidad, y con él, de la densidad de población,
– el desarrollo de sistemas de organización social más complejos y capaces de organizar las actividades productivas y administrar los productos derivados de ellas,
– el surgimiento de “oficios” especializados y no directamente vinculados a la obtención o producción de alimentos y materias primas,
– y, asociada a los anteriores, la aparición de un abanico de enfermedades que no hubieran podido propagarse, o al menos, no hubieran podido subsistir entre cazadores nómades.

De los unos a los otros

Existen varias teorías acerca del origen de los virus y de su relación evolutiva con las células. Y, en un plano aún más general, también hay dudas a la hora de establecer si corresponde o no reconocer a los virus la condición de “seres vivos”. Pero, más allá de su historia y de la forma particular en la que están organizados, interactúan con el medio que los rodea y se reproducen; está más que razonablemente probado que los virus están sujetos a los mismos mecanismos de selección que determinan la supervivencia y la extinción de plantas y animales. Eso quiere decir que, en el curso del tiempo, cambian, y que según cuán exitoso sea el resultado de esos cambios, se multiplican y se propagan o desaparecen. A modo de ejemplo, pensemos en un virus capaz de provocar estornudos y de “sobrevivir” en los fluidos que acompañan a eso estornudos. Si vivieran en una comunidad compuesta por un pequeño número de cazadores recolectores, la historia sería breve: en poco tiempo, todos los integrantes de la comunidad estarían infectados. Y después, según las características del virus y de la enfermedad que provoca, una proporción menor o mayor de esos infectados moriría y el resto desarrollaría algún grado de inmunidad. Pero si, en cambio, la emergencia del virus se produjera en un ambiente densamente poblado y en donde –por el clima, los hábitos sociales, las características de las viviendas o el modo de trabajo– los primeros infectados mantuvieran un contacto relativamente estrecho con otras personas, el virus tendría muy buenas probabilidades de propagarse. Y si a eso sumamos la probabilidad de que algunos infectados viajasen a sitios en los que viven comunidades de características parecidas… bueno, ya sabemos lo que seguiría.
En este punto, uno podría preguntarse cómo se inicia el proceso; por qué, de repente “emerge” un virus que hasta entonces no existía o, si existía, era tan poco frecuente que no se había dejado ver. Y, otra vez, la respuesta está vinculada a los cambios que hicimos en el curso de los últimos 10 mil años. Como se señaló, la evolución de los virus está sujeta a los mecanismos de la selección natural. Y, en ocasiones, esos mecanismos provocan un cambio genético que le permite a un virus “saltar” de la especie que constituía su huésped original a una especie distinta. En condiciones naturales, lo más probable es que ese cambio no tenga mayores consecuencias, pero si se produce en un ambiente particular en el que una población numerosa de la especie emisora (vacunos, ovejas, cabras, chanchos, aves de corral) está en contacto estrecho con una población, también numerosa, de la especie receptora (la nuestra), el resultado puede ser otro. La inmunidad de los nuevos receptores es nula, o en todo caso, muy baja. Y si, a diferencia de lo que ocurría con la especie emisora, no viven confinados, sino que se mueven más o menos libremente, la infección se propagará a gran velocidad.
Vistas las circunstancias actuales y la preocupación que genera el COVID-19, uno podría caer en la tentación de cuestionar algunos aspectos de nuestro modo de vida. Pero la historia no sabe dar marcha atrás, y además, aunque se trate de una especulación riesgosa y poco conducente, podría pensarse que, si no viviéramos como vivimos y no sufriéramos las enfermedades que trae aparejado, seguramente nos veríamos aquejados por otros males.
En los ambientes naturales, las especies comestibles constituyen, en promedio, algo así como el 0,1% de la biomasa. Y si no hubiéramos desarrollado procedimientos de transformación de esos ambientes, el número de habitantes que nuestro planeta podría sostener sería sensiblemente menor al actual, y los riesgos derivados de algún tipo de oscilación en la disponibilidad de alimentos, sustancialmente mayores.

Lo que hicimos, lo que hacemos, lo que podemos hacer

No sé si se trata de un proverbio, un refrán, una sentencia o un adagio, pero todos hemos oído alguna vez eso de que la vida, a diferencia de la escuela, nos somete al examen primero, y sólo más tarde nos ofrece la lección. Pero aun así parece inevitable que, cuando nos enfrentamos a males inesperados, aparezca la tentación de cuestionar las decisiones que se tomaron en el pasado, aun en los casos en los que no había manera de prever cuáles podrían ser sus consecuencias.
La pandemia de COVID-19 será controlada; eso es seguro. Cuando eso ocurra –o quizás antes– se iniciará un debate acerca de las cosas que queremos y que podemos cambiar; sea para disminuir los riesgos de que vuelva a repetirse o, más modestamente, para aprovechar algo de lo que aprendimos durante los días de encierro forzoso. Y, aunque no podemos –ni debemos– anticipar el resultado, sería deseable que la discusión no se oriente a identificar a los responsables, ya que algunos de ellos murieron hace más de diez mil años. Y, cuando actuaron como lo hicieron, tenían la mejor intención.

Alejandro Winograd es Biólogo, escritor, editor y director de la editorial que lleva su apellido y de la Colección Reservada del Museo del Fin del Mundo (EUDEBA).

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