Sam el escurridizo vs. Tom el bulldog

Muy pocas veces, un debate filosófico se ha cargado tanto de política y ha movilizado a la opinión pública como la disputa ideológica entre creacionistas y darwinianos, que en los Estados Unidos atravesó todo el siglo XX. La primera escaramuza de esta guerra se había dado en Oxford, cuando aún vivía Darwin.
No hacía un año que se había publicado El origen de las especies cuando un debate público en el Museo de Historia Natural de Oxford sacó a la evolución del ámbito científico y la metió de lleno en una disputa ideológica. Desde entonces, el debate del 30 de junio de 1860, al cual asistieron varios centenares de personas, fue exaltado como una batalla entre la ciencia y la fe, el día en que la elocuencia de Thomas Huxley había obligado a la religión a batirse en retirada.
Meses antes, los naturalistas del Museo ya habían discutido pacíficamente El origen de las especies. Con la misma sobriedad académica, en los Estados Unidos Asa Gray acababa de debatirlo con Jean Louis Agassiz.
Pero en este debate se enfrentarían Samuel Wilberforce, el obispo de Oxford, (a quien asesoraba el biólogo Sir William Owen) y el anatomista Thomas H. Huxley. Darwin no pudo asistir por estar gravemente enfermo, pero Hooker y Lyell lo representaron. Cabe suponer que de haber estado presente Darwin, el debate hubiera sido menos teatral (1).
Podemos reconstruir la escena, aunque no sepamos exactamente qué dijo cada uno. La sesión se abrió con las exposiciones de un botánico y de Owen, a las que siguió una larga y soporífera disertación de John W. Draper. El historiador se había radicado en los Estados Unidos y no podía disimular su acento yanqui, y el público se burlaba de su pronunciación. Quizás esto explique por qué Draper ni siquiera mencionaría el debate en su Historia del conflicto entre la ciencia y la religión.
Por fin llegó la hora de la esperada pelea entre el obispo y Huxley. Una audiencia donde había más curiosos que hombres de ciencia aguardaba la confrontación entre el obispo Sam, apodado soapy (escurridizo) por su habilidad dialéctica, y Tom Huxley, a quién llamarían “el bulldog de Darwin”. El obispo tenía fama de sofista y Huxley no era nada sutil: años más tarde, cuando se enteró de que Wilberforce había muerto al caerse del caballo, dijo que “al fin su cabeza se había chocado con la dura realidad” (2).
Lo cierto es que el obispo hizo una broma de pésimo gusto. Puesto a negar el origen animal del hombre, desafió a su contrincante a que dijese si descendía de un mono por la línea paterna o bien materna. La inmediata respuesta de Huxley fue que hubiera preferido descender de un simio antes que de un hombre como el obispo, que desperdiciaba su talento para decir tonterías.
Cabe suponer que muchos lo aplaudieron, pero la leyenda habla de un incontrolable tumulto, durante el cual Lady Brewster se había desmayado y habían visto al Capitán Fitz Roy gritando y agitando su Biblia. Pero lo cierto es que poco después Hooker retomó la defensa de Darwin, con un estilo más académico, y logró calmar los ánimos.
Darwin se enteró de lo ocurrido y se lo contó a Asa Gray de manera bastante discreta. Le dijo que se había producido un encontronazo entre Wilberforce y Huxley, que “el obispo de Oxford lo había puesto en ridículo” a él y que Hooker lo había defendido. Para Darwin, lo más notable no era la réplica de Huxley sino que Draper hubiese hablado sin parar durante cuatro horas.
Cien años más tarde, Stephen Jay Gould estuvo en Oxford, y se le ocurrió investigar qué había ocurrido realmente aquél día. Puesto a interpretar los testimonios con el mismo rigor con que evaluaba los fósiles, descubrió que el público había quedado convencido de que había ganado el obispo, aunque al agraviar a la madre de su rival no se había comportado como un caballero. Los aliados de Darwin, como el ornitólogo Henry Baker Tristram, habían salido indignados, pero al día siguiente el obispo Frederick Temple había pronunciado un sermón muy benévolo que abría las puertas al evolucionismo.
Las escasas repercusiones que el debate despertó en la audiencia parecerían sugerir que el contexto era más complejo de lo que se cree. Más allá de las posturas metafísicas –
Intervención divina vs. Ceguera de la selección natural– afloraban los conflictos generacionales y profesionales. El obispo tenía 54 años y Huxley, 35. Ambos eran naturalistas, pero uno era clérigo y el otro laico. Lo que el público estaba presenciando era el avance de los “científicos” –así les había puesto Whewell– sobre los “filósofos naturales”. Los eclesiásticos rendían cuentas a la Iglesia y ésta a la Corona, pero los científicos sólo admitían el juicio de pares y la izquierda impugnaba el poder político de la Iglesia. Más que un conflicto entre ciencia y religión, había una disputa por el poder intelectual y moral.
Eso que el público percibió como una mera grosería era el comienzo de un debate ideológico. Al retirarse, Huxley dijo que acababa de descubrir su vocación de orador.

* * *

Anteriormente lamarckiano, desde que se había convertido al darwinismo Huxley lo defendía encarnizadamente en todos los debates. Darwin era reacio a las polémicas: muy duro con la religión en su correspondencia privada, en público sólo dejaba entrever una actitud agnóstica. Si bien no respetaba mucho a Huxley por su escasa educación formal, lo adoptó como defensor porque era un polemista nato.
Huxley fue quien acuñó el término “agnóstico”. La palabra luego perdió contundencia, pero entonces implicaba ateísmo y materialismo. Era menos “progresista” de lo que pudiera creerse: defendía abiertamente el colonialismo, el racismo y la inferioridad de las mujeres.
Sus seguidores lo llamaban “Papa” y atendían a sus “sermones laicos”. Los biógrafos, que no le ahorran calificativos como Gran Sacerdote, apóstol o profeta, piensan que creía ser un reformador y se sentía llamado a fundar una Iglesia independiente, que se inspiraría en la ciencia antes que en la teología. Sus contactos con Augusto Comte y Ernst Haeckel no hicieron más que consolidar su vocación. Comte presidía una Iglesia Positiva con jerarquía y rituales calcados del catolicismo y Haeckel lideraba a la Liga Monista, que tenía estructura eclesiástica y celebraba multitudinarios rituales naturistas.
Con todo, Haeckel era respetuoso en el trato civilizado con los científicos creyentes, y tras la muerte de su hijo mantuvo una larga correspondencia con el clérigo Kingsley.
En su última obra, Evolución y ética (1894), tomó distancia del “darwinismo social” de Spencer y de la eugenesia, contra la opinión de su hijo Leonard. Para entonces, sostenía que la moralidad no encontraría respaldo en la naturaleza, y tenía que construirse sobre otras bases.
Su vocación fundacional renació en sus nietos, el biólogo Julian y el novelista Aldous Huxley. Tras dirigir la UNESCO, Julian puso en marcha un efímero “humanismo evolutivo” que sedujo a muchos intelectuales y Aldous fundó su “movimiento del potencial humano”. Ambos movimientos tenían connotaciones mesiánicas. Los seguidores de Julian acabaron por crear el actual Transhumanismo (un nombre puesto por el propio Julian) y los de Aldous animaron la New Age de Esalen en los años Setenta.

El Juicio del Mono

La batalla siguiente se daría en los Estados Unidos y sus secuelas llegarían hasta hoy.
Los conservadores estadounidenses, aun cuando no sean explícitamente “creacionistas”, suelen ser hostiles hacia el darwinismo. Esa actitud indujo a sus adversarios a cerrar filas en torno a Darwin y levantarlo como emblema de progreso. El conflicto siempre estalló en el campo de la educación, cada vez que se disputaba por el contenido de planes y programas. Detrás de este debate está la ingenuidad de pensar que un jurado, por informado y asistido que esté, pueda decidir acerca de las cuestiones filosóficas suscitadas por el darwinismo.
El primer combate de esta guerra ocurrió en 1925 en Dayton (Tennessee). La prensa le dio la mayor difusión posible para ese tiempo y lo llamó “el Juicio del Mono”. El corresponsal del Baltimore Sun, el escritor H. L. Mencken (1880-1956), escribió las crónicas diarias del juicio y la estación de radio del Chicago Tribune transmitió los momentos salientes por vía telefónica.
Treinta años después, cuando los Estados Unidos recién estaban saliendo del macartismo, Jerome Lawrence y Robert E. Lee evocaron aquel histórico juicio en una obra de teatro, que Stanley Kramer llevó al cine con la memorable película Heredarás el viento (1960) (4).
Para la ficción los nombres de los personajes y lugares fueron cambiados, pero los detalles del juicio estaban en la memoria de todos. En la película, el maestro de una pequeña ciudad rural es detenido por enseñar que el hombre desciende del mono, expresamente prohibido por la ley del Estado de Tennessee. La novia del maestro es hija de un pastor fundamentalista que atiza a los fanáticos contra el darwinismo, al que condena como un engendro diabólico.
Un periodista escéptico (Gene Kelly) se encarga de convertir al juicio en una contienda épica entre ciencia y religión. El fiscal es un prestigioso orador político (Frederic March). El defensor es un gran abogado de las causas progresistas (Spencer Tracy). El fiscal y el defensor se conocen y antaño han sido amigos, pero ahora uno defiende la libertad de expresión y el otro desea “que no le quiten la ilusión a esa buena gente”.
Con tan excelentes actores, la audiencia es un verdadero torneo oratorio entre el fiscal y el defensor. Lo curioso es que en ningún momento se menciona a Darwin, a la selección natural ni el origen del hombre, porque todo parece girar en torno de la Biblia. El defensor trae a colación todos los milagros bíblicos que no resisten la prueba de la ciencia y pone en aprietos al defensor hasta arrinconarlo.
Al culminar el debate, el tribunal se niega a escuchar la opinión de los peritos científicos y le impone una multa al maestro. El fiscal se apresta a pronunciar su alegato final, pero en ese momento sufre un infarto y muere en plena audiencia.
El epílogo es bastante conciliatorio. Distanciándose del periodista, que pregona su ateísmo, el abogado defensor se marcha llevándose ambos libros (de Darwin y la Biblia), de ninguno de los cuales reniega.
El drama se presenta como una denuncia de la intolerancia, y era inevitable que la mayoría de los espectadores de esa época la asociara con el macartismo. Pero más allá de la intención de sus realizadores, la película vino a consolidar la idea de que la ciencia y la religión estaban y seguirían estando en guerra.
Es innegable que el histórico juicio que inspiró Heredarás el viento tuvo mucho que ver con la intolerancia y con la ignorancia, pero no hay que olvidar su contexto político y el rol que jugaron los medios. Para completar el cuadro también pesaba el resentimiento del Sur derrotado en la guerra civil: la película está llena de sarcasmos para ese abogado de Chicago que ha venido a burlarse de los retrógrados sureños.
Obviamente, aunque estuviera basada en hechos reales, eso era una ficción. Los hechos habían sido editados para resaltar el mensaje, y lo que ocurrió no fue exactamente lo que se muestra.
Todo comenzó cuando la legislatura del Estado de Tennessee aprobó la ley Butler, que prohibía a los docentes enseñar que el hombre provenía de animales inferiores, y les recomendaba respetar el relato bíblico. Otros Estados como Mississippi, Arkansas, Oklahoma y Florida se sumaron a la campaña, que en un momento llegó hasta el Congreso (5).
El promotor de esta cruzada era William Jennings Bryan, un político populista que había sido ministro, legislador y tres veces candidato a la Presidencia. Bryan hacía responsable a Darwin de todos los agravios que recibía la dignidad humana con el belicismo, la sedición y el eugenismo. Pero Bryan no era un reaccionario: defendía la soberanía popular, a los obreros, el voto femenino y se había opuesto a que su país se comprometiera en la Primera Guerra Mundial. Si bien liberal en materia civil, Bryan era muy conservador en cuanto a religión. Su campaña para apartar el evolucionismo de las escuelas estaba teniendo éxito en el Sur y tendía a nacionalizarse.
En esas circunstancias una organización no gubernamental, la ACLU (American Civil Liberties Union), decidió forzar el debate provocando un conflicto en uno de los Estados que habían prohibido la enseñanza de Darwin. Con eso bastaría para abrir un debate en torno a la libertad de expresión y frenar la campaña de Bryan.
Con ese fin, publicaron un aviso pidiendo un voluntario que estuviese dispuesto a violar la ley, garantizándole que lo respaldarían cuando fuese llevado a los tribunales.
Algunos abogados de Dayton pensaron que esa era la ocasión ideal para atraer la atención sobre su pequeña ciudad. Convencieron a John Scopes, un profesor de ciencias del colegio local, para que admitiera públicamente que había enseñado la teoría darwiniana. Pero después del proceso, Scopes reconoció que la clase sobre evolución la había dado un suplente, y que el libro que seguía era un texto autorizado por el gobierno de Tennessee.
La novia y el pastor sólo existieron en la ficción. El gran promotor del debate fue H. L. Mencken, un ateo militante que aprovechó la ocasión para poner en ridículo a los fundamentalistas. En pocos días, Dayton fue invadida por doscientos periodistas y miles de curiosos venidos de todo el país. Varias audiencias tuvieron que hacerse al aire libre porque había tanta gente en la sala que el piso estaba a punto de ceder. Se calcula que al juicio asistieron alrededor de tres mil personas, siendo la población estable de Dayton de unas mil ochocientas.
Como defensor del profesor Scopes, la ACLU y los periódicos intentaron convocar al escritor H. G. Wells, quien se excusó, alegando que no era abogado. Por fin se decidieron por Clarence Darrow, un brillante profesional con una larga carrera en defensa de los derechos civiles. Darrow era un ateo que se había formado leyendo a Draper y White. Admiraba a Nietzsche y condenaba públicamente al cristianismo como “una religión de esclavos”, llena de error y engaño.
Aquello que la prensa ya había calificado como “juicio del siglo” duró una semana. La ciudad (que vivía uno de los veranos más tórridos que se recordaran) entró en un clima de feria; en todas partes había caricaturas de monos y pancartas con textos bíblicos.
En ningún momento se habló de Darwin. Toda la estrategia de Darrow apuntó a poner en ridículo a Bryan. Lo llamó a declarar como testigo y lo interrogó durante dos horas para que explicara científicamente los milagros de la Biblia.
Bryan sostenía que renunciar al origen divino del hombre venía a justificar cualquier violación de la dignidad humana, pero aun así se ofreció a pagar la multa de Scopes. Su muerte repentina, que en realidad ocurrió una semana después del juicio, atrajo a verdaderas multitudes al paso del cortejo fúnebre. Nadie pagó la multa, porque por un error de procedimiento la causa quedó sin efecto.
El oscurantismo parecía haber sido derrotado, al menos por un tiempo.
Pero las cosas no eran tan lineales. Stephen Jay Gould se tomó el trabajo de consultar el libro de texto que usaba Scopes. Su examen de la Civic Biology de Hunter (1919) le deparó algunas sorpresas. El texto no se limitaba a exponer las tesis del darwinismo; ensalzaba la eugenesia activa. Sostenía que la presencia de “enfermos mentales, retardados, criminales inveterados y epilépticos” no debía ser tolerada por la sociedad. Si fueran animales –afirmaba– los mataríamos, pero para ser humanitarios debemos encerrarlos en asilos y esterilizarlos para impedir que sigan reproduciendo su raza de degenerados. Esas eran precisamente las políticas que años más tarde llevaría a cabo el nazismo, sin dejar de rendirle homenaje a los eugenistas estadounidenses.
Por otra parte, el sector que representaba Darrow se había puesto en movimiento porque creía que el Hombre de Piltdown era el “eslabón perdido”, la prueba definitiva de que el hombre derivaba del mono. El Hombre de Piltdown resultó ser un fraude y la ciencia se puso a buscar otro tipo de eslabones.
Al morir H. L. Mencken, que había sido el adalid del progreso y la libertad en el Juicio del Mono, se dieron a conocer sus escritos inéditos. La gran sorpresa fue descubrir que había sido un furioso racista, antisemita y misógino.
Por si faltaba algo, los creacionistas se encargaron de recordar que un año antes del juicio de Scopes, Clarence Darrow había intervenido en el juicio Leopold-Loeb como defensor de dos jóvenes ricos que habían asesinado a otro por placer. El argumento de Darrow fue que la naturaleza es despiadada y que la sociedad los había hecho así. Hasta llegó a sostener que los asesinos estaban bajo la influencia de un darwinismo social mal entendido.
Una investigación hecha con la debida perspectiva histórica muestra que antes del Juicio del Mono no había un conflicto abierto entre los científicos y las iglesias. La mayoría de éstas ni siquiera respaldaba a Bryan, cuya campaña apuntaba ante todo contra la izquierda.
A casi cien años del Juicio del Mono, los ánimos no parecen haberse enfriado. En el 2005 el gobierno de Tennessee mandó levantar una estatua de William Jennings Bryan frente al Palacio de Justicia de Dayton. Pero en el 2017 una fundación privada puso al lado de Bryan otro monumento con la efigie de Clarence Darrow.

Notas:
1. William Irvine. Apes, Angels and Victorians, New York, Mc.Graw Hill, 1955
2. “Huxley vs. Wilberforce”, por David L. Livingstone, en Numbers, op.cit.
3. Stephen Jay Gould, Bully for the Brontosaurus, New York, Norton 1992, cap.8
4. En 1999 hubo una remake dirigida por Daniel Petrie, jr., con Jack Lemmon, George C. Scott y Lane Smith en los papeles protagónicos, que no aportó nada nuevo.
5. Cfr. Adam Shapiro, “The Scopes trial beyond Science and Religion”, en Science and Religion. New Historical perspectives. Ed.: Thomas Dixon, Geoffrey Cantor y Stephen Pumfrey. Cambridge, Cambridge University Press, 2010.
6. Edward J.Larson. Summer for the Gods. The Scopes Trial and American Comtinuing Debate over Science and Religion. New York, Harvard University Press, 1998.

1 Readers Commented

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  1. Octavio Groppa on 22 julio, 2020

    Interesantísimo artículo. A cualquiera le provoca cierta perplejidad o rechazo pensarse como «descendiente» del mono. Prefiero decir que los humanos «ascendemos» de los simios.

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