C. S. Lewis, tan rico en la creación de mundos e imágenes, escribe un sueño, en el cual nos comparte un fragmento de su Divina Comedia (El gran divorcio: Un sueño, 1945).
En él nos propone la imagen perturbadora de una Ciudad sin límites, que cada día se construye más alejada de su centro, donde siempre se está en una claridad contenida, nunca amanece lo suficiente como para disfrutar del sol. Como en la Narnia embrujada, donde siempre es invierno y nunca llega la Navidad.

De protagonistas a espectadores
Para Aristóteles, si el hombre no era un dios, no tenía otra opción que vivir la ciudad para no ser una bestia. Estamos descubriendo que no es lo mismo tener comederos y dormideros próximos que vivir la ciudad.
La religión y la política son previos humanos, pero la civilización tiene un inicio urbano (1). La Ciudad asegura un aquí propicio para el surgimiento de un ahora, en que el ser humano pueda arraigar en la realidad. Arraigo surcado por la fragilidad y la ambigüedad de todo lo humano, incluida la sociabilidad, por lo que es también la ocasión de toda idolatría.
Para Simone Weil, “no se trata de lo social, se trata de un medio humano del que no se tiene conciencia mayor de la que se tiene del aire que se respira. Un contacto con la naturaleza, el pasado, la tradición. Echar raíces es distinto de lo social” (La gravedad y la gracia, 1947).
País (pays), pueblo (pagus), ciudad (civitas – civitatis), donde puede echar raíces el ser humano y ofrecer a los demás los frutos de su habitar: testimonio, labor, trabajo y tradición. Donde la relación humana hace más fácil, sino renunciar, ordenar y moderar la dominación, y lo humano no puede convertirse en ídolo.
Pero lo social es ambiguo, y puede ser también un medio propicio para el desarraigo, es decir, un quiebre por donde penetra la desgracia en nuestra alma, una herida de desdicha y amargura que va tiñendo de gris toda nuestra existencia y la de aquellos con quienes convivimos.
Así como C.S. Lewis utiliza la metáfora de una parada y un ómnibus urbano, Simone Weil nos habla desde una estación y un tren: “Al margen de los lazos fraternales, tratar a los hombres como un espectáculo y no buscar jamás su amistad. Vivir en medio de ellos como en aquel vagón de tren de Saint Ettiene a Le Puy… Sobre todo, no permitirse jamás soñar la amistad. Todo se paga. No te esperes más que a ti mismo”.
Los sujetos se suceden cosificados a través de las ventanas, del tren de The Wall, sin poder fijar en ellos una atención que reconozca su carácter de personas como yo soy. Esta sucesión sigue ininterrumpida cuando llego y me siento frente a las otras ventanas del mundo digital, ante una nueva sucesión de cosas que tienen conmigo una semejanza morfológica pero no espiritual. Los comederos y dormideros a lo que se va reduciendo la vida urbana (The Matrix) serían así la platea de espectáculos que favorece y refuerza nuestro hábito de participar como espectadores.

Yuxtaposición de soledades
En el mundo, desde el año 2007 somos mayoría los habitantes de las Ciudades. La tasa de urbanización mundial sería del 55% y en la Argentina ya habríamos pasado el 92% (2).
Pero como la felicidad necesita no sólo de la proximidad sino también la coincidencia temporal y el contacto físico y el intercambio emocional, estaríamos padeciendo ya una “epidemia de soledad” (Loneliness and Social Isolation as Risk Factors for Mortality: A Meta-Analytic Review, 2017, Universidad Brigham Young, Utah, EEUU).
Nuestras Ciudades están caracterizadas por una suerte de orfandad espiritual: “La pérdida de los lazos que nos unen, típica de nuestra cultura fragmentada y dividida, hace que crezca ese sentimiento de orfandad y, por tanto, de gran vacío y soledad. La falta de contacto físico (y no virtual) va cauterizando nuestros corazones (cf. Laudato si, 49) haciéndolos perder la capacidad de la ternura y del asombro, de la piedad y de la compasión. La orfandad espiritual nos hace perder la memoria de lo que significa ser hijos, ser nietos, ser padres, ser abuelos, ser amigos, ser creyentes. Nos hace perder la memoria del valor del juego, del canto, de la risa, del descanso, de la gratuidad” (3).
Nos hemos referido en otra parte (4) a la necesidad de ternura previa a nuestra libertad, pero también hay realidades posteriores muy elocuentes. Estudiando a adultos, en los Estados Unidos, Suecia y Finlandia, “tras controlar los efectos de la salud física, estatus socioeconómico, hábitos de fumar e ingerir alcohol, ejercicio, obesidad, etnia, satisfacción con la propia vida y cuidados sanitarios, los estudios descubrieron que aquellos con lazos sociales débiles o escasos estaban predispuestos a morir mucho más que los que mantenían fuertes lazos sociales” (Social Relationships and Health, Science 241 -4865-, 1988, James S. House, Karl R Landis, Debra Umberson, University of Texas, Austin).
La soledad es mucho más que un dolor psicológico, un malestar del alma; es una herida biológica que provoca daños concretos e identificables en nuestras células, aumentando la mortalidad de las personas solas en prácticamente un tercio.
La Ciudad es un producto humano y todas las cosas que produce el hombre arrastran necesariamente la ambigüedad de su poder; si hacen su aparición dentro del campo de la libertad humana, tiene que pertenecer a un hombre y éste ha de responder de ellas. “En caso de que el hombre en cuestión no cargue con esa responsabilidad, no se convierte de nuevo en ‘naturaleza’, hipótesis imprudente con la cual se consuela más o menos conscientemente la Edad Moderna; no continúa siendo algo totalmente disponible, en reserva, por así decirlo, sino que toma posesión de ello un elemento anónimo. Digámoslo en términos psicológicos: Será manejado por el inconsciente, que es algo caótico y cuyas posibilidades destructivas son tan poderosas por lo menos como las salvadoras y constructivas… mediante sus instintos, al parecer tan naturales, pero en realidad tan absurdos; por medio de su lógica humana, tan consecuente en apariencia, pero en verdad tan fácilmente sugestionable; mediante el egoísmo humano, que se abandona tan fácilmente a toda clase de violencias. La forma de desarrollo del proceso histórico de los últimos años, contemplado sin prejuicios racionalistas y naturalistas, y las tendencias y actitudes espirituales y psíquicas que en ellos hicieron su aparición hablan con suficiente claridad” (Romano Guardini, El ocaso de la edad moderna, 1950).
Muy probablemente, las murallas de Babilonia no fueron para defender la Ciudad, sino para encausar los ríos y el asentamiento humano. Los filósofos griegos ensayaron la idea de los límites de la Ciudad para una vida buena; la modernidad fue cultivando la ausencia de límites, hasta hacer de la ruptura del límite una “virtud” socialmente ensalzada.

La libertad como independencia
La experiencia de la edad evidencia que no podemos independizarnos de nuestra corporalidad. Progresivamente descubrimos que nuestra corporalidad impone dificultades en nuestro hacer, y desafíos que debemos asumir para ser. Del mismo modo, evidencia que nuestros vínculos extienden nuestra área de libertad. Con el correr de los años percibimos con claridad que el amigo que hemos conservado nos da la libertad de ser amigo, nuestra esposa la de ser esposo, nuestros hijos la de ser padres, y que al perder a nuestros padres, perdimos la libertad de ser hijos, al menos en esta vida.
Mi cuerpo ocupa espacio y me vincula casi obligatoriamente. Una vida sin vínculos, para huir de todo límite, es al mismo tiempo una vida no humana, o dicho de otro modo, inhumana.
En Fahrenheit 451 nos grita Ray Bradbury desde 1953: “¿Comprende ahora por qué los libros eran temidos y odiados? Revelaban poros en la cara de la vida. La gente sólo quería ver rostros de cera, sin vello, inexpresivos… Conocerá usted la leyenda de Hércules y Anteo, el luchador gigante, de fuerza increíble mientras pisase la tierra. Pero cuando Hércules, abrazándolo, lo alzó en el aire, pereció fácilmente. Si no hay algo en esa leyenda que se refiere a nosotros, nuestra ciudad, nuestro tiempo, entonces estoy loco”; y más adelante, con relación a la diversión que “vierte fuera” sin descanso que devuelva a la realidad: “Horas libres, sí, ¿pero tiempo para pensar? Cuando no conducen a ciento cincuenta kilómetros por hora, se entretienen en algún juego, o en una sala, donde no es posible discutir con el televisor, en cuatro paredes”. Y en otra parte, refiriéndose a la razón interior de la evasión: “Váyase a su casa –dijo Montag mirando a la mujer serenamente–. Váyase a su casa y piense en su primer marido, divorciado, y en su segundo marido, muerto en un automóvil, y en su tercer marido, que se pegó un tiro. Váyase a su casa y piense en su docena de abortos. Váyase a su casa y piense en sus malditas operaciones cesáreas, también, y en sus hijos, que la odian. Váyase a su casa y piense cómo pasó todo eso, qué hizo usted para que no se repitiera”. (5)
Como en Roma, sectores ociosos y opulentos coexisten con extensas poblaciones que viven al margen. Los sectores opulentos navegan en espiritualidades desencarnadas, la ensoñación gnóstica de auto salvación individual –que habilita modelos de la eterna juventud/adolescencia–, el nomadismo, el errante, y por qué no el de la “clase no clase”, la conciencia crítica de la sociedad opulenta, que vive en la opulencia. Con su fama irradian sus mitos sobre poblaciones marginadas geográfica, económica y socialmente, que sustituyen sus máscaras de “V de vendeta” por las de La casa de papel, recibiendo la educación de peor calidad ya que casi el 50% no sabe leer o no comprende lo que lee a los 10 años, pero sí con religiones políticas, y una antigua ideología de conciencia de clase sin pisar la realidad.
La pregunta de Lenín resuena luego de la radicalización de su Modernidad: ¿Qué hacer? Cómo crecer humanamente y no como meros objetos invitados a “consumir y ser consumidos”. Cómo crecer sin convertirse en mercancía intercambiable o terminales receptoras de información. Somos amigas, novios, esposas, hijos, madres que queremos reconocernos frente al espejo social, y no nos encontramos en nada mejor que lo que ya conocemos.
Tanto Eric Voegelin como Simone Weil nos dicen que somos Metaxu, seres intermedios entre Dios y las bestias, y que “no hay que privar a ningún ser humano de su metaxú (hogar, patria, tradiciones, cultura, etc.), que dan calor y nutren el alma y sin los cuales la vida ‘humana’ no es posible” (La gravedad y la gracia, 1947).
La Ciudad aparece así como un ámbito sagrado, donde podemos generar y cuidar lugares comunes que den sentido de pertenencia, de arraigo, de sentirse en casa, en comunidades que nos ayuden, nos acojan, nos eduquen, nos curen, sanen y salven. Las razones del arraigo parecen estar cambiando de la Modernidad –patria y nación– a la Actualidad –país (paisaje), lengua y religión–, pero siempre nos ayudan a encontrar el propio sentido de la vida.
En la Ciudad tiene lugar el hogar, el taller, la oficina, el laboratorio, también el mercado y el templo, como expresiones de carácter intermedio, para un ser intermedio. Históricamente el asalto a la Ciudad concluye cuando sus habitantes son confinados a la esclavitud o al exilio.
Para Byun-Chul Han, la sociedad del control (disciplinaria) descrita por Foucault ha sido sustituida por la sociedad del rendimiento, donde nos encontramos en guerra con nosotros mismos, sólo estamos sometidos a nosotros mismos, de modo que “el exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en autoexplotación”. Una explotación mucho más eficaz dado que el yo explotador le da al yo explotado “un sentimiento de libertad”; de modo que la sociedad de rendimiento se va convirtiendo “paulatinamente en una sociedad de dopaje” (drogada).
Pero lo que se extraña en Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio) es la vigorosa afirmación que se encuentra al nivel del suelo, oculta tras la evidencia de lo cotidiano, que aún en la Matrix de la sacralización de la ciencia y la tecnología, con su capitalismo casino, y sus políticos populistas que perpetúan el espectáculo, la esclavitud o el exilio, tiene alternativa.
La realidad se nos hace presente en su ausencia, el bien luce en su ausencia, en la esclavitud y en el exilio perdura el deseo de ser, de reencontrar el carácter sagrado del hogar, el taller, el hospital y el templo (6), del arraigo, de la reinvención de la Ciudad actual.

Roberto Estévez es Profesor titular ordinario de Filosofía política FCS–UCA

Notas

1. Con relojes que atrasan – Civilizaciones en nosotros, revista CRITERIO, 2459, junio de 2019, pp 20 a 23.
2. https://datos.bancomundial.org/indicador/SP.URB.TOTL.IN.ZS Extraído 27/11/2019.
3. https://infovaticana.com/2017/01/01/no-somos-huerfanos-tenemos-una-madre/ Extraído 29.11.2019
4. De colectivos y peatones – La naturaleza de la luz, revista CRITERIO, 2467, marzo de 2020 pp 8 a 11.
5. Ray Bradbury en Fahrenheit 451, Minotauro, 6to, 1973, Buenos Aires, p. 78 y p. 94.
6. Para Giorgio La Pira, alcalde de Florencia activo contra la Guerra Fría, la ciudad tenía que ser, más allá de toda otra lógica, un lugar para rezar (la iglesia), para amar (la casa), para trabajar (el taller), para restablecerse (el hospital). “No podré invocar –escribía– como excusa de mi inacción o de mi ineficiencia razones científicas de un sistema económico fundado sobre presuntas leyes”. Giorgio La Pira, L’attesa della povera gente, Cronache Sociali, 1, 1950.

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