Berlinale, fiel a sus principios fundadores

Para esta cronista ir a la Berlinale como periodista acreditada por CRITERIO constituye el zenit profesional del año. El Festival cumplió 70 años, una cifra con significado histórico y político, que quiero recordar porque integra su identidad. Fundado en 1951 en el Berlín de la República Federal Alemana, cuya capital se había desplazado a Bonn después de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad era una isla de libertad cercada por las alambradas de la capital del Estado comunista creado en 1949. El doble muro de cemento se construyó en 1961. Este Festival fue una maniobra de relaciones públicas de las autoridades aliadas, apoyada en los estudios de cine norteamericanos, en el contexto de la Guerra Fría, para sostener la moral de los habitantes y plantar una bandera desafiante en la cicatriz que dividió la Europa del este de las democracias del oeste hasta 1989. Con excepción de dos o tres años de ausencia, participo de la Berlinale desde 1985 –toda la segunda mitad de sus flamante setenta años. Y durante más de tres décadas he observado que el dicho “Plus ça change, plus c’est la même chose” se aplica a la Berlinale como anillo al dedo: el ángulo político sigue intacto, aunque transformado por los cataclismos y evoluciones de las últimos tiempos –ahora Irán y no Polonia, China todavía y Cuba también, y los restos del naufragio que fue el experimento–, y está vivo en filmes rumanos y polacos dirigidos por nuevas generaciones.

El Oso de Oro recayó en un magnífico filme iraní, There Is No Evil, cuya traducción literal del farsi es “Satán no existe”, un título sólo a medias irónico, porque el tratamiento de su contenido –la pena de muerte en Irán, ejecutada por cuatro verdugos– está enraizado en un profundo humanismo. El Jurado del premio ecuménico, integrado por católicos (vinculados a Signis, el nombre de otro organismo mutado, O.C.I.C.) y protestantes, también lo premió. El director y guionista es Mohammad Rasoulof, un cineasta castigado por el régimen de su país, y que técnicamente tiene prohibido rodar allí. La explicación de cómo se filmó la película quedó semi revelada en la conferencia de prensa –a la que el director, que vive en Teherán, no pudo llegar por razones “administrativas”: como se trata de cuatro historias encadenadas, pidió permiso de rodaje para cuatro cortos individuales; y el proyecto, al estar financiado por fondos alemanes, escapa al control de censura iraní. Paralelamente se supo, por entrevistas publicadas en ocasión del Festival, que el director tiene también residencia en Hamburgo. Ninguno de sus largometrajes anteriores se ha exhibido en Irán; el director ha logrado transcendencia gracias a los festivales y al manejo de financiación de coproducción. Este trasfondo explica, a mi juicio, que There Is No Evil tenga un “sabor” iraní, pero esté pensada para el mercado internacional. De allí que no funcione como otras películas iraníes que critican al régimen islámico más o menos veladamente –el cine de Jafar Panahi, de Asghar Farhadi– sino que utilice las convenciones del relato clásico: personajes delineados psicológicamente, trama bien armada, suspenso, etc. En este caso, las cuatro historias desarrollan, con un notable crescendo dramático, cómo enfrentan cuatro individuos el dilema moral de quienes tienen que ejecutar penas de muerte, y las diferentes respuestas, en una escala de menor a mayor. La vuelta de tuerca en los segundos finales de la primera historia reordena inesperadamente el curso del largometraje – parecía hasta ese momento la radiografía de un funcionario de vida rutinaria. Esa revelación sobre el tema de El mal no existe –el valor de la vida, y cómo se reacciona ante su destrucción– la conecta, en mi opinión, con el Dekalog 5 (1988) Krzysztof Kieslowski. En los dos casos, se salta de lo particular a una dimensión universal. El último episodio está casi desprovisto de color local en favor del drama del padre que espera a una universitaria alemana de origen iraní cuando visita Irán por primera vez para develar un misterio familiar.
Un email de la oficina de prensa del Festival –que recibo antes de culminar este artículo– indica que el Gobierno iraní hizo efectiva el 4 de marzo, cuatro días después del premio, la sentencia para el director de un año de cárcel y dos de prohibición para rodar, por hacer “propaganda contra el sistema”.
Me gustaría destacar el premio a la Mejor Dirección: los hermanos Dario y Damiano D’Innocenzo son unos mellizos que rondan los treinta años y no estudiaron en escuelas de cine. Favolacce, distribuido internacionalmente como Bad Tales, anuncia la llegada de dos narradores consumados. La película desconcierta por su historia, entre absurda, exagerada y siniestra, hasta que una vuelta de tuerca final descubre la identidad del ignoto narrador en off del principio; la trama, hasta entonces más o menos omnisciente, deviene, implacable, una primera persona narrativa. El espectador advierte que algo no encaja en esta pintura costumbrista de familias de clase media durante un verano aciago, observando que la dinámica de padres autoritarios y preadolescentes sumisos se va saliendo de quicio, con resultados trágicos pero surrealistas. La “fabulación” funciona como una telaraña, que atrapa a los jóvenes protagonistas tanto como al público: es la “fabricación” de la ficción implícita en el título italiano, Favolacce, “favola”, fábula en el sentido de “relato”, pero también un género literario con moraleja. El término explica la ingeniosa construcción del guión –pergeñado por los propios mellizos– y acrecienta el horror de la historia. El efecto se intuye similar al de Relatos salvajes (2014), de Damián Szifron. “Nosotros no inventamos nada –dijeron los mellizos en la conferencia de prensa–, sólo observamos lo que ocurre a nuestro alrededor”. La crítica social es devastadora. Favolacce, ayudada por su premio, en algún momento seguramente llegará a una pantalla local.
En el polo opuesto a estos dos largometrajes contundentes, masculinos, por decirlo de alguna manera, contrastó un filme independiente norteamericano que se llevó el premio del Jurado: Never Rarely Sometimes Always, escrito y dirigido por Eliza Hittman, graduada de la prestigiosa Cal Arts en Los Ángeles y profesora de cine en Nueva York. Es una crónica breve y circunscripta a una chica de 17 años que viaja a Nueva York desde Pennsylvania con una prima, sin que sepan sus padres, para hacerse un aborto en una clínica de Planned Parenthood. Deliberadamente, la crónica se queda en la superficie: el descubrimiento del embarazo, el viaje en ómnibus, la visita a la clínica, el ultrasonido, el aborto y finalmente la vuelta a su casa. La protagonista es una muchachita triste, impenetrable para la cámara, según un estilo visual despojado, consistente desde la primera toma. No hay ni estridencia ideológica pro-aborto, ni tampoco una postura a favor de la vida. La escena del ultrasonido revela que todos saben muy bien que la pantalla muestra un corazón palpitante. El Jurado internacional debe haber apreciado un proyecto minimalista, rodado en escenarios reales y perfil bajo, que busca superar la antinomia “pro-choice/ pro-life”, al documentar los hechos, sin ofrecer un punto de vista. El desenlace de la historia proviene, sin embargo, de una visión feminista, que privilegia la autonomía de la mujer sobre la vida nueva que alberga en su seno. Me interesa destacar esta película porque con un abordaje similar, que esquiva la controversia, se puede contar una historia con el resultado final opuesto.
Fue seleccionado para la Competencia el segundo largometraje de nuestra compatriota Natalia Meta, El prófugo, un thriller atmosférico, donde la línea entre lo real y lo imaginario no existe. Si el cine de Lucrecia Martel no fuera un referente –con su manera magistral de entrar al mundo interior de personajes para documentar su derrumbamiento psíquico– la película hubiera tenido perfil propio. Una directora en construcción.
Otro film argentino: en la sección Foro de la Berlinale vi con curiosidad el último documental de Jonathan Perel, Responsabilidad empresarial. Nacido en Buenos Aires en 1976, este director y guionista, quien también hace el montaje y la producción de su obra, tiene en su haber una serie de cortos, medio y largometrajes, de sesgo experimental, sobre la década del setenta. Estas películas abordan, con cámara fija y planos secuencia, lugares vinculados al gobierno militar, por ejemplo, la Escuela de Mecánica de la Armada (El predio, 2010; Tabula rasa y Las aguas del olvido, 2013), otros centros de detención (Los murales, 2011), y los sitios de memoria por el país. A Perel le interesa vincular el presente, a través de edificios, prescindiendo de entrevistas, lo que queda físicamente del pasado, para construir una memoria histórica. De esta obra dedicada a explorar la época militar sólo he visto Responsabilidad empresarial; estuve también en el diálogo del director con el público, después de la función.
Perel basó el documental en una narrativa de investigación publicada online en 2015 por el Ministerio de Justicia, al filo de terminar la gestión Kirchner: Responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad. Represión a trabajadores durante el terrorismo de Estado. Tomo I. Una introducción de 25 páginas contiene la génesis del proyecto, su metodología, fuentes e investigadores. Aunque hace más de treinta años que no vivo en la Argentina, no se me escapa la base historiográfica e ideológica que informa el primer volumen –el segundo no parece estar disponible online–. A grandes rasgos es la narrativa de la izquierda: durante la dictadura cívico militar, civiles y grupos empresarios participaron en la concreción del golpe de marzo del 76; en fábricas, ingenios, astilleros, siderurgias, los dueños marcaban elementos subversivos y contribuían a su desaparición por las fuerzas militares, facilitando listas y lugares de detención y tortura; y se beneficiaron económicamente con esta alianza cívico-militar. Basado en el informe Nunca Más y otras fuentes, el libro identifica 23 empresas, detallando su accionar. El documental, que toma el título del libro, consiste en 23 planos secuencia, filmados durante el 2019, desde el auto del director, enfocando los edificios de esas empresas; su voz en off lee fragmentos del libro, conectados con esa empresa. Así, durante 68 minutos. El director invocó la influencia de Shoah (1985), de Claude Lanzmann, los documentales modernistas de Heinz Emigholz –ambos directores cuya obra conocí por primera vez en Berlín– y otros documentalistas ilustres.
Responsabilidad empresarial reemplaza la complejidad histórica por su simplificación ideológica, en base a la cual el director arma una propuesta modernista: las juntas militares del ‘76 al ‘83 equivalen al gobierno nazi; el ejército argentino funciona como las SS, y los empresarios nacionales son la contrapartida de IG Farben, Krupp, Thyssen y Volkswagen. Como la analogía histórica no se sostiene, el edificio documental es precario: los 23 planos secuencia aburrirán a más de un espectador. El director explicó que esta estrategia de tomas largas, falta de “acción” en sentido tradicional y ausencia de testimonios obliga al espectador a reflexionar sobre el pasado al escuchar su voz en off leyendo directamente del libro. ¿El impacto de Responsabilidad empresarial? Predicar a los que ya comparten esa visión sesgada e incompleta de los años setenta, provocando el rechazo de quienes buscan una matriz diferente para entender lo que pasó. Si no se habla del peronismo, la militancia terrorista, Cuba, y el etcétera ausente, no se entiende qué pasó. El director, por supuesto, está en su derecho de presentar su visión y consagrar su vida artística a mantener fresca esta memoria selectiva. Pero al ser tan partidario, el documental deviene propaganda, y sólo lo rescata su impulso cinematográfico –las 23 tomas desde el parabrisas del auto.
En contraste, un ejercicio de rescate histórico muy logrado fue el del director rumano Radu Jude, con Uppercase Print, Imprenta mayúscula. Resulta un documental absorbente por la manera de manejar el material histórico, combinando dos fuentes muy diferentes. La primera línea narrativa muestra el funcionamiento del gobierno comunista en Rumania, bajo la férula de Nicolae Ceaușescu en los años ochenta, a través de programas de televisión –infantilizantes o ridículos– y noticieros. La segunda es la escenificación de un expediente de la policía secreta, llevada al teatro hace unos años, y que acá preserva el minimalismo de la puesta en escena original.
La intersección de dos relatos –el discurso patriótico kitsch de la televisión oficial versus la hostigación a un estudiante secundario por escuchar La Voz de América y pintar grafitis– resulta una experiencia surrealista para el espectador: Kafka sigue vivo y coleando en los vericuetos del denso expediente. La historia real, que culminó con la muerte prematura del estudiante, la hace entrar en el territorio tragicómico de Milan Kundera.
Se quedan muchas películas en el tintero –más de cuarenta vistas en diez días. Esta profesora vuelve al aula entusiasmada, pergeñando estrategias para trasmitir a los alumnos la fascinación de experimentar la capacidad del cine –¡el séptimo arte!– para plasma verdades emocionales en la pantalla.

María Elena de las Carreras de Kuntz es docente y crítica cinematográfica

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