Manual contra diluvios

En las primeras noches de esta larga cuarentena, me costaba dormir. Me quedaba tejiendo escenarios en mi cabeza hasta la madrugada. El miedo entraba en ráfagas suaves por debajo de la puerta de entrada. Copos de nieve radioactiva que me erizaban la piel como esa primera copia de El Eternauta bajo las sábanas, como una mano de infinitos dedos fríos cerrándose sobre mi cuello. Pero estas noches no hay sábanas de las que asomarme para tomar aire.
Subo a la terraza cargando mis pulmones resignados. Intento meditar contra la pared de la parrilla. Cierro los ojos. Un cardumen de manchas ansiosas toma la forma de mi familia. Mi tía viendo Netflix con una copa de vino en su departamento diminuto. Mis viejos atrincherados en el jardín, cercados por nuestros cuartos vacíos. Veo a mis amigxs, tejiéndose una paz precaria con el pedazo de cielo que roban del balcón. Veo a mis alumnxs respondiendo las tareas que les mando, son textos de fe apretada entre los dientes. Siento a este gente como el árbol siente al bosque por las raíces.
Medito pensando en ellxs. Cae el sol mientras medito. Me salen raíces mientras medito. Me acuerdo de Jung y de eso que dijo del inconsciente colectivo, de esa memoria ancestral subida a la nube, ese Google Drive cósmico al que todxs tenemos acceso. El inconsciente colectivo como pergamino que se estira hasta la primera tribu que se reunió junto al primer fuego para decir la primera cosa. Una memoria que se alimenta de todas las memorias, guardando y mostrando un mapa de todo lo que fuimos, de los retos de los ancestros, el trauma de algún diluvio terrible y el instinto como lección guardada en nuestros genes.
Jung llegó a esta teoría estudiando las tradiciones chamánicas. Estas tribus no tenían un dios como el nuestro, hecho a su imagen y semejanza. Su dios, lejos de una figura benévola e interventora, era más bien una voluntad escondida en las células que crecen, un espíritu agazapado en la geometría dorada de las cosas, una profecía en las manchas del jaguar, un acertijo eterno en el braille de las estrellas.
Estas tribus no creen en la palabra revelada ni en la epifanía singular, profética y comunicable. Su dios es un rostro enmohecido que se roza con las yemas en un trance, un rompecabezas alephiano que cada generación descose sin prisa creyendo que algún día, ellxs, en la forma de los nietos de sus nietos, llegarán al corazón de ese dios y sabrán la palabra pronunciada en la primera mañana del tiempo. Cuando medito, siento a este dios. Un dios como una cuerda que me ata a esa memoria y a la voluntad de mis ancestros. Una memoria como prueba de que fui y seré en otros cuerpos y que también soy en todo cuerpo.
Ningún científico sabe decirme dónde reside la consciencia. Nadie puede señalar un rincón de cerebro autopsiado y declarar “Está ahí”. Me han hablado del alma, pero hay otra teoría que me gusta más. Los maestros budistas dicen que la consciencia no reside adentro nuestro, sino alrededor nuestro. No es que YO tengo MI consciencia, sino que mi cerebro es un receptor de consciencia. Más que una compleja computadora, el cerebro es quizás una muy avanzada antena que sintoniza la frecuencia alrededor nuestro para animar el cuerpo. Cuando la antena se descompone o degrada, quizás por un golpe o el Alzheimer, perdemos esa conexión y la consciencia que tomamos prestada vuelve a la bruma original, y así se reencarna.
Medito buscando sintonizar mejor esa frecuencia. No es fácil. Cruzo el laberinto de tigres calientes que entrecruza mis sentidos. Para encontrar la salida del laberinto tengo que dejar de querer encontrarla. Los ojos se me nublan con un cardumen de manchas ansiosas. Copos de nieve radioactiva. Soy un ojo abierto mirando para arriba desde el fondo del mar. Hundo mis manos en el pecho tembloroso. Encuentro mi respiración y la sostengo como a un pichón tibio y de a poco me inunda la improbabilidad de los duraznos, de un pulmón que sabe inflarse, del misterio de la sangre y la conspiración sagrada que inclina balanzas imposibles en favor de la existencia.
Con la nuca, siento caer al sol. La tibieza me frota los bordes como un cuenco tibetano. Respiro lento, pelando una montaña de a milímetros. Siento a Nica y Nancy, mis abuelxs, encomendarme con el mandato de vivir, pasando esa memoria como una posta, un manual contra diluvios, un coro de epitafios, un cause que curva el tiempo en una dirección que me convoca. Respiro y sostengo la respiración. Mi silueta se talla como un jeroglífico sobre el tiempo. Tengo fe.

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