Faltan detalles, pero todo indica que la Argentina ha acordado con sus principales acreedores financieros privados una significativa reestructuración de sus deudas. Para buena parte de la ciudadanía es un tema abstracto y distante, más aún en el contexto actual, por su lejanía con las durezas de la vida cotidiana, la larga cuarentena, el empobrecimiento de muchos y la idiosincrásica aversión a los financistas internacionales. Sin embargo, el pre acuerdo abre nuevas oportunidades para la economía argentina, en una situación inédita. Aunque hoy no se lo perciba así por el durísimo entorno, es una respuesta más madura y promisoria que el aplauso festivo, casi eufórico, a la cesación de pagos anunciada por el presidente Adolfo Rodríguez Saá el 23 de diciembre de 2001 en la Asamblea Legislativa (https://www.youtube.com/watch?v=s7E4u1pxaHI).
La quita y los plazos obtenidos son significativos y dan aire, en este aspecto, a la actual gestión presidencial y a la siguiente. El peso de la deuda, en cambio, será mucho mayor a partir del año 2027, configurando así una ganancia política funcional a la gestión actual y a la sucesora. Más allá de las creencias del Gobierno o de los ciudadanos, esta posición acuerdista fáctica fue motivada por la casi total carencia de financiamiento y por la necesidad de hacer lo necesario para conseguirlo y así solventar un déficit fiscal estimado para este año de cerca del 8% del PIB, sólo inferior al de algunos años de hiperinflación. Casi la mitad de esa suma se origina en las ayudas a trabajadores, desocupados, empresas y familias en el marco de la pandemia y la cuarentena.
Si finalmente se aprovecha o no el acuerdo dependerá de lo que se haga de aquí en más. Surgen dos alternativas. La predominante hoy, y más afín a los dichos e ideas del gobierno, es una reactivación de la economía con riesgo de patas cortas, impulsada por el consumo y el gasto público y limitada preocupación por la inflación, las exportaciones y la inversión. No será la primera vez, sino análoga a lo hecho por casi todos los gobiernos de la Argentina en los últimos cincuenta años, fueran militares o democráticos, después de que muchos de ellos eligieran ese camino tras transitar mejores alternativas. Así ocurrió con Alfonsín, luego del plan Austral; con Menem, una vez legisladas la convertibilidad y las primeras reformas; y con Kirchner y sus superávit fiscales, hasta 2006 aproximadamente. En los dos primeros casos la alternativa más sostenible y coherente se abandonó en pos de la reelección y, en el caso de Kirchner, la elección de su esposa Cristina. La política partidista y personalizada pudo más que las necesidades ciudadanas. La reactivación del consumo es necesaria, pero no es cierto que ella, probablemente efímera, sea el único camino.
Dada la pandemia, es indiscutible la importancia de la ayuda estatal a los más necesitados –hoy en curso en casi todos los países–, así como a los trabajadores autónomos y empresas más afectados por las cuarentenas. Pero, pensando en el mediano plazo, también es necesario mejorarlas, distanciándolas del clientelismo. Por ejemplo, generalizando gradualmente el plan Progresar, que otorga becas para ayudar a la graduación en todos los niveles de enseñanza, desde el secundario, pero por ahora limitado a jóvenes de 18 a 24 años. Hoy es urgente becar también, para lograr un oficio mediante la formación profesional, a todas las personas de bajos recursos con problemas de empleo, comenzando por quienes reciben “planes” crónicamente.
Pero el verdadero camino a transitar es el de una estrategia de crecimiento y desarrollo, que es posible y compatible con la reactivación. Debe apuntar a dejar atrás el estancamiento de la economía argentina, que no crece desde hace casi una década y que viene decayendo respecto de países comparables desde hace unos ochenta años.
Aprovechando la mejora de las expectativas hacia la Argentina, generada por el pre acuerdo con los acreedores financieros, hay que dar mayor lugar a la inversión física, que hoy no llega al 13% del PIB, el segundo menor valor de las últimas décadas, luego del de 2002. El aumento de la inversión debe lograrse tanto en el capital físico como en el humano, no sólo mediante la contraprestación a los programas sociales, antes mencionada, sino también para combatir de una buena vez las flagrantes desigualdades en la calidad de las escuelas, develadas hace algunas semanas en estudios oficiales y privados sobre este año de educación a distancia. El aumento de ambas inversiones es imprescindible para crear empleos formales, dignos y sostenibles, siendo así la mejor política para combatir la pobreza en sus raíces. Sintéticamente: inversión y empleo para dejar atrás la pobreza. Para ello también deben abandonarse convincentemente los ya periódicos intentos de expropiaciones o intimidaciones a las empresas, más aún los dudosos intentos de reformas de la justicia y, peor todavía, las amenazas fácticas del Ejecutivo de pasar por encima de los otros dos poderes del Estado.
La alternativa adecuada no es favorecer o atender especialmente a las empresas, y menos aún a las que tienen una posición dominante en sus mercados. Las pymes, por su parte, logran subsistir, frecuentemente, evadiendo parte de la carga tributaria. Llegamos así a una cuestión crucial para el imprescindible aumento de la inversión y para el progreso del país. Se trata de la alta presión tributaria y, peor aún, su muy mala calidad, que se ubica entre las peores del mundo y que incluye el malhadado impuesto inflacionario. Los malos tributos –a las exportaciones, a los créditos y débitos bancarios, a los ingresos brutos o impuestos municipales disfrazados de tasas– suman en la Argentina cerca de 12% del producto bruto, por lejos un récord mundial. Brasil está segundo, pero con la mitad de la carga de la Argentina, y Chile y Uruguay no superan el 2%, tema muy relevante dada la cantidad de argentinos que están “cruzando el charco” o pensando en hacerlo.
En 2017 el Congreso sancionó una reforma tributaria y legisló un consenso fiscal con las provincias. Ambos mejoraban claramente la calidad del sistema impositivo. La crisis económica iniciada el año siguiente postergó su puesta real en práctica. Pero allí está el camino, y no en el muy mal proyecto de moratoria enviado al Congreso. Claramente justificado para las moras incurridas durante la pandemia, y aun durante la crisis inmediatamente anterior, es difícil y lesivo para el cumplimiento tributario el permitir ingresar a ella por todas las deudas tributarias no prescriptas, y es directamente grotesco, y fuente de corrupción, el permitir refinanciar dineros retenidos de impuestos a los combustibles, y que delictivamente no fueron ingresados al Estado, algo sin precedentes y, para colmo, con nombre y apellido.
En conclusión, el pre acuerdo con los acreedores abre una nueva oportunidad para nuestro país, en uno de los momentos más difíciles de su historia. Las estrategias de ayuda para atender a los afectados por la pandemia, las orientadas a la reactivación y las que apuntan al crecimiento y desarrollo sostenible no son antitéticas y pueden combinarse, pero sí es esencial que las últimas tengan presencia clara y suficiente. Ojalá sea incluido en las “60 medidas” que el Gobierno ha prometido anunciar, porque sin un aumento relevante de la inversión en capital físico y humano no podrán crearse empleos suficientes para dejar atrás la pobreza, ni sostener la atención a los más necesitados.

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Estas consideraciones pueden enriquecer la reflexión que se ha desarrollado en el seno de la Iglesia sobre la cuestión de la deuda externa. Precisamente, bajo el título “La deuda externa y las deudas sociales”, la Comisión Episcopal de Pastoral Social (Cepas) emitió una declaración el 1 de enero de este año, en la cual planteaba “el dilema de pagar sobre el hambre y la miseria de millones de compatriotas o buscar un camino que, sin dejar de honrar las deudas, anteponga el crecimiento de la economía, el equilibrio de las cuentas públicas y la atención de los más necesitados antes de hacer frente a los compromisos de la deuda” (el énfasis es nuestro). Este texto no estaba muy lejos de una exhortación a diferir, incluso unilateralmente, el pago de la deuda, es decir, a un default cuyas consecuencias hubieran sido ruinosas, en primer lugar, para los más pobres. El curso de los acontecimientos que aquí comentamos parece demostrar que no existía tal “dilema”, y que plantear el problema en tales términos no fue de ayuda.
El mismo documento insiste en señalar que el desequilibrio “proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera”, y la acción de los organismos internacionales que han utilizado el endeudamiento “para imponer un modelo económico y cultural que ha incrementado la pobreza, el desempleo y la desigualdad social, al mismo tiempo que ha contribuido a la explotación y el abuso de nuestra casa común”. Estos serían los factores que conspiran contra “el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común”. El panorama que hemos presentado muestra, sin embargo, que como país somos mayormente responsables de nuestros problemas, y que el Estado argentino tiene márgenes de acción para superar la presente crisis, si implementa políticas prudentes, alejadas de los falsos dilemas, y de los reiterados errores del pasado.

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