Sobre el mal

La belleza de la vida se ve inexorablemente amenazada por la presencia de una sombra. Vivimos tratando de no mirar hacia un ángulo de nuestro paisaje vital, habitado por fantasmas. Somos conscientes de que sobre toda luz se cierne una sombra que puede apagar su brillo: mientras gozamos de la vida, de la belleza, de la alegría, del amor, inexorable, asoma siempre esa sombra. El dolor de la enfermedad, del abandono, del fracaso, del error, de la traición, del egoísmo, del miedo. La culpa y la muerte. Una realidad que se hará presente, tarde o temprano, que exigirá atención. Y no será cada uno el que fije la fecha ni el horario de esa cita.
En una charla sobre esta dimensión oscura de la vida, una voz joven afirmaba, convencida, el mal que era necesario porque no habría espesor en el bien si no hubiera lo que le da contrapunto: ying-yang. Ese argumento, mientras desafía con toda su mística oriental, no convence: ante la presencia del mal, en la propia vida y alrededor, en aquellos que se aman, una afirmación abstracta no resuelve el conflicto. Permanece la contradicción que encierra la presencia de algo que no se puede aceptar como real. El mal produce rechazo, repugnancia, rebelión. Se concreta en una pregunta: ¿Por qué? Entendemos desde lo más profundo de nuestro ser que no estamos hechos para el dolor.
Muchos se han enfrentado a Dios con ese mismo grito, cuando el mal muerde sus entrañas, su historia, sus amores. La Iglesia no ha evadido esa pregunta; la toma en toda su densidad. Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta (…). “No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal” (Catecismo de Iglesia Católica, 309).
La respuesta de la Iglesia matiza ámbitos distintos donde puede percibirse. El mundo no ha sido creado perfecto: este no es el “mundo más perfecto posible”, como sugería Leibniz… Ha sido creado incompleto, en devenir. “Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones” (Catecismo, 310). Es el ámbito del mal físico: en su desplegarse de vida y fuerza, los elementos, los continentes, los mismos seres vivos, chocan y se avasallan… Eso forma parte de un designio divino del que no tengo la regla ni la razón. Como en muchas dimensiones de la vida, sabemos el cómo, pero no el porqué. Podría, tal vez, aceptarlo como parte de un paisaje que me viene impuesto.
Pero la pregunta se hace mucho más apremiante en el encuentro con otra dimensión del mal: el “mal moral, incomparablemente más grave” que el físico (Catecismo, 311). No sólo existe el mal anónimo de las fuerzas naturales, del mundo animal, sino que hace su presencia la maldad encarnada en hombres y mujeres que hacen sentir su violencia, su poder, sobre otros. Violencia, atropellos, humillación y muerte con un rostro humano. Más difícil es entender que “los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. (…) Dios no es de ninguna manera… la causa del mal moral. Sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su criatura” (Ibidem).
Toda la revelación judeo-cristiana lleva en el seno rico de su tradición la historia del mal: el hombre ha sido la criatura llamada a la existencia por un Dios-Amor, y ha sido invitada a una respuesta de amor, y por eso es libre. Misteriosamente respondió de un modo absurdo: decidió tratar de “ser como Dios” sin Dios, contra Dios (Génesis 3,5) y, como consecuencia, introdujo en el mundo toda desarmonía. A partir de ahí, el mal hizo su entrada en el mundo (cf. Romanos 5, 12). No sabemos por qué, sí sabemos el cómo. El porqué queda encerrado en el corazón libre del hombre. La soberbia, la rebelión, el deseo de autonomía de la criatura es ese mysterium iniquitatis que nos interpela. Dios hubiera podido cerrar allí la Historia, y acabar con todo, como con un intento fallido, pero, misteriosamente para nosotros, deja que la historia siga su curso, con el mal como compañero de ruta: la muerte, el dolor y la culpa.
En años cercanos, el existencialismo consideraba que no era lícito intentar responder a preguntas inadecuadas: no hay respuestas en una existencia que se perfila –que se define– como absurda. Consideraba que no era pertinente una “pregunta”, porque no hay “sentido”. Devant le mur il ne faut pas sauter, alerta Camús. No me es lícito preguntarme sobre lo que está “más allá”. Un muro cierra la vista: no intentes saltarlo, quédate “de este lado”. Pero esa pregunta vuelve a aparecer, obstinada, en los labios de los que hemos sobrevivido al nihilismo, porque algo dentro nuestro nos impulsa, a los gritos, a rechazar la oscuridad, porque intuye que hay sentido en las cosas…
El Catecismo no avanza mucho más: sí deja en claro que el mal no supone que Dios ha perdido el control de la Historia. Dios Todopoderoso (no es banal la repetición del adjetivo en casi cada párrafo) sabrá cómo sacar el bien de todo ese mal. Incluso del mayor mal pensable, la muerte del Hijo de Dios por parte de su creación, sacó el mayor bien pensable, llegar a ser hijos de Dios. Además, el mal desaparecerá en la otra vida, para los que crean en el amor de Dios. El Catecismo señala con radical realismo que puedo, por la fe, comprender que al final se impondrá el bien, “pero no por esto el mal se convierte en un bien” (n. 314). Seguirá mordiendo con su tentación de absurdo y de escándalo.
En un momento del todo particular, único, de la vida de la Iglesia, como lo fue el Concilio Vaticano II, esa pregunta resonó en las profundas conversaciones que la fe entretenía con el mundo contemporáneo. Los pastores de toda la Iglesia, asesorados por multitud de expertos filósofos, teólogos, especialistas de todas las ciencias humanas, acompañados por la oración de todo el pueblo cristiano, no fueron capaces de “dar una respuesta” que cerrara el “problema”. Sí fue capaz de marcar la dimensión en la que se encuentra el problema del dolor. Hubiera podido utilizar una palabra que, muchos, fuera y dentro de la Iglesia, consideran un subterfugio para no responder: misterio. Pero arriesgó a decir algo más, mucho más. Introdujo otro término que nos desafía. Habla del mal, del dolor y la muerte como un enigma (Gaudium et Spes, 22). Algo que no se puede comprender, explicar o agotar. La intención del texto se ve en las variantes que adoptan las distintas traducciones: en la versión francesa, énigme; Rätzel, en alemán; enigma en italiano; riddles en inglés… Al problema del dolor no se le puede pedir “explicación”, porque excede nuestra capacidad de objetivarlo, de conceptualizarlo, de entender su último sentido. El diccionario agrega que tal vez no se pueda comprender por qué el significado ha sido artificiosamente encubierto (1) … La apuesta del Concilio es alta. El dolor, dice, para quien no tiene fe, es decir “fuera del evangelio”, “nos envuelve en absoluta oscuridad”. Sin la luz de la fe ese camino está cerrado.
Es ahí donde está la otra cara de la respuesta del Concilio: ese enigma tiene una luz que me guía en una dirección inesperada. “Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte” (ídem). La revelación esclarece. Da una tenue luz que no “resuelve”…, pero ilumina. No “entiendo”, pero descubro con asombro que forma parte de un camino, un designio, un plan, que Dios realizó por Cristo, con Él y en Él, para salvar al hombre del pecado.
La reflexión cristiana entiende que Dios, el imputado, se acerca a cada dolor, para beber hasta la última gota del mismo cáliz que se rechaza. No cabe ante Dios un grito airado, porque entiendo que Dios parece decir “no me grites, como si yo no entendiera lo que estás viviendo. Lo entiendo perfectamente, porque lo viví a tu lado”. Dios no me deja colocarlo “en la vereda de enfrente”, acusándolo de ser insensible al sufrimiento “inocente”. Dios, único inocente, se muestra junto a nosotros en el dolor. Es Jesús quien dice: “¿Qué diré? ¡Padre, líbrame de esta hora! ¡Si para esto he venido!” (Juan 12). No escapo del dolor o de la muerte: “Este es mi cuerpo entregado… y esta es mi sangre derramada” (Mateo 26, 26-28). Asombrosamente, Jesús se hace dolor con nosotros. Dios hubiera podido borrar el dolor, pero decide no hacerlo y, entonces, cambia el centro de gravedad de la pregunta: ahora puedo preguntar ¿por qué el dolor de Dios? Y la pregunta sobre el mal alcanza un nuevo espesor, una nueva densidad.
“Si alguno quiere seguirme, que tome su cruz cada día y me siga” (Lucas 9,23). El dolor es algo que se hace camino hacia Jesús, o camino con Jesús. Tal vez por eso no siempre el dolor ha sido escándalo que aleja de Dios sino que, por el contrario, muchos han encontrado a Dios justamente allí, recorriendo el camino que tal vez ni siquiera buscaban. Pero ese encuentro inopinado con la Cruz de Cristo de convierte para ellos en luz… no en “explicación”. Camino de luz…
Como decía Daniélou, los problemas límite no tienen una explicación: “La razón no los puede abarcar y obliga al espíritu humano a abrirse a una revelación que es la única que puede introducirla en los secretos últimos de la existencia y de la historia” (2) . “Los problemas límite se caracterizan también por el hecho de no poder ser abordados desde el simple punto de vista del proceso discursivo, sino que exigen una postura total, una conversión existencial” (3) . La única forma de “responder” al mal es abrazándolo, recorriéndolo, contemplándolo, rezándolo…
No por eso dejará de ser mal, no por eso dejará de desafiar, de tentar de rebelión, pero al menos ahora se sabe qué esperar: fuera de evangelio, nada; dentro del evangelio, un poco de luz en un camino, y además, la fuerza para responder a la invitación de Cristo, porque además lo reconozco compañero. Decía Juan Pablo II que con los brazos abiertos en la cruz, Cristo abre su dolor a todo dolor humano (4). El cristiano tiene un camino que recorrer allí donde toda otra persona sólo encontrará un enigma. Jesús en la Cruz se hizo solidario con nuestro dolor. Lo hizo por nosotros, por nuestra Salvación (Catecismo, 456). Y lo que más brilla en la Pasión no es el dolor, sino su amor por nosotros.
Desde una mirada de fe, tal vez la Gaudium et Spes guíe a renunciar a “explicar” el problema del dolor. El camino es “contemplarlo”, y “recorrerlo” en oración, personalmente y junto al que sufre. Podrá encontrar trazos en los que no se lee un sentido, pero iluminará, esclarecerá esa trama que ahora se nos niega, que ahora está artificiosamente encubierta.
El dolor, la muerte, no son la última palabra, porque hay Resurrección. Hay vida después de esta vida, después del dolor y de la muerte. “Ahora veo en enigma –dice San Pablo–. Entonces veré cara a cara” (1 Corintios 13,12); entenderé lo que ahora se me oculta.

Manuel de Elía es sacerdote, ingeniero y profesor en la Universidad Austral

NOTAS

1. Así el Diccionario de la Real Academia.
2. J. Daniélou, Dios y nosotros, Ed. Taurus, Madrid 1966, p. 57.
3. Ibid. p. 72.
4. Tal vez fuera en San Juan Pablo II, Salvifici doloris, 24 (1984): “en ese sufrimiento redentor a través del cual se ha obrado la redención del mundo, Cristo se ha abierto desde el comienzo, y constantemente se abre, a cada sufrimiento humano”.

2 Readers Commented

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  1. Pablo on 1 diciembre, 2020

    Hola,
    Lei la mayoria del articulo, pero no pude acabarlo porque citan demasiado al Catequismo, como si tuviera la verdad ultima de todo. Y en verdad, el Catequismo lo cambian desde el Vaticano cuando quieren. Yo creo que eramos ‘Hijos de Dios’ antes que Jesus encarno en la Tierra y murio en la Cruz mostrandonos la importancia de aceptar el dolor, abrazarlo como El lo hizo y poder unir los opuestos convirtiendo lo que no nos gusta en algo que nos guste, y amarlo. Eso es lo que descubro en la Cruz: convertir el dolor en Amor. Y El fue un Maestro en esta su mayor enseñanza -al menos para mi-. No limitemos el Amor de Dios a ‘antes’ y ‘despues’ de la Crucifixion y Resurrection y bla bla bla. Si bien ‘algo paso’ en ella, creo que Dios nos amo siempre…desde antes de nacer. Porque en `´El´ no existe un ‘antes’ y ‘despues’ y que ‘todo esta bien’ al final del dia porque si Lo permite, Su Amor lo abarca todo. Y NO permitira aquello que no sera para nuestro bien al final del dia. Si un padre le quita al hijo algo que lo puede lastimar, vamos a creer que El, no nos ayudara? Nuestra Libertad tambien esta limitada. No hay un pelo que se nos caiga sin Su permiso. Gracias.

  2. Holger on 2 diciembre, 2020

    Que importa la Cruz si nos conduce a la LUZ….El Señor de la Vida es un crucificado en la LUZ….

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