Mauricio Neuman, un gran hombre de la cultura

Lo conocí gracias a Fermín Févre, que me hizo llegar un texto de Mauricio Neuman sobre arte; era un breve ensayo a propósito de la luz en la pintura de Gerturdis Chale. Curiosamente, muchos años antes, el crítico e historiador Romualdo Brughetti, después de la muerte de la artista (nacida en Viena en 1898 y fallecida en la Argentina en 1954, donde se había establecido en 1934) publicó en CRITERIO una nota sobre la obra de esa prestigiosa colega de Seoane y Battlle Planas.
Neuman también colaboró con la revista en otras oportunidades: escribió sobre Fortunato Lacamera y Alberto Gerchunoff. Era un atento y curioso lector de estas páginas, en parte por su marcada sensibilidad ecuménica y su particular interés por el diálogo entre judíos y católicos. De allí su amor por Juan XXIII y su relación con el cardenal Jorge Mejía, antiguo director de esta publicación.
En el diario Página/12, María José Herrera, directora del Museo de Arte de Tigre, lo presentó como un gran coleccionista (“profundamente argentino y porteño”) que apostó por el arte nacional de entre fines del siglo XIX y los años setenta, y que coleccionó con sistematicidad. En la revista Ñ se lee: “Desde muy joven, Neuman forjó una colección de arte argentino en base a su propio criterio y sin asesores”. Fue generoso para prestar su obra repetidas veces a importantes muestras e instituciones. Cecilia Cavanagh, directora del Pabellón de Bellas Artes de la UCA, con quien me encontré en las muestras y otras veces en casa de Mauricio, fue curadora de exposiciones que contaron con su apoyo. Era tan amplio y, de alguna manera, tan ecléctico su universo de intereses que podían surgir amistades en los más variados ámbitos. Cuando recibió el Premio Barón Hirsch en el templo de la calle Libertad, lo acompañaron, entre otras personalidades, los rabinos Simón Moguilevsky y Sergio Bergman, Cecilia Cavanagh y la directora del Museo Judío de Buenos Aires, Liliana Olmeda-Flugelman.
Neuman era médico y psiquiatra. Había estudiado de joven en la Universidad de Buenos Aires y después viajó becado a especializarse en Madrid, Innsbruck y Viena, donde se formó en la escuela de logoterapia de Victor Frankl, con los más altos honores. Ejerció la docencia en la UBA, en la Universidad Nacional de La Plata y en la Universidad de Belgrano. Siempre interesado por la neurología, la psiquiatría y la semiología, sin embargo su vocación más profunda acaso haya sido la plástica (alguna vez confesó que hubiera querido ser pintor) y la literatura. Había tratado a los más importantes artistas y escritores, desde que compró su primer cuadro a Raúl Soldi cuando era un soldado conscripto. Se trató con Borges y con muchos otros autores. Conocía tanto la poesía del Siglo de Oro español como las mejores letras de tango; fue memorioso y seductor hasta que murió, a los 96 años, luego de contraer el coronavirus. Si bien lo seguían sus hijos y amigos, la muerte lo encontró en la más cruel soledad.
Cuántas conversaciones pude mantener con él durante algunos años, sabrosas anécdotas y relatos donde se entremezclaban la historia y la leyenda. Simpatiquísimo, gran amante de la sensibilidad espiritual, anfitrión exquisito (tanto en su casa de Palermo como en la famosa “Carnicería” del Bajo Belgrano donde conservaba más de tres mil obras), verdadero chef gourmet, invitaba personalidades muy diversas a su mesa y sabía armonizar y administrar toda conversación.
Quizá lo íntimo profundo de Mauricio Neuman, más allá de su rica personalidad, su sensibilidad artística y su inquieta curiosidad, era la búsqueda auténtica de un espíritu religioso que pudiera convocar a los hombres más allá de cualquier diferencia y le permitiera a nuestro país volver a encaminarse hacia más amplios horizontes.

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  1. Norberto Chaves on 14 noviembre, 2022

    Buscando en internet datos de Julio Barragán, topé con una hermosa cita de Mauricio Neuman, lo que me motivó la búsqueda de información sobre él. Acabo de leer esta nota, que agradezco infinitamente a su autor. La emoción que aún me embarga es enorme: leerla era como sentirlo a mi lado nuevamente, después de tantas décadas. Neuman – como lo llamábamos sus pacientes – fue mi psicoanalista a partir de mis 18 años. Juventud atormentada por angustias, depresiones, miedos y culpas: un menú muy completo propio del neurótico tipo y aderezado por mi homosexualidad «aún no consumada» (frase de Neuman). Él fue, más que un clínico, un asesor espiritual: siempre a mi lado. Su sana heterodoxia (a las sesiones individuales sumaba las de grupo) enriquecía nuestra experiencia vital de jóvenes que estaban ingresando en un mundo desconocido. Nunca olvidaré una experiencia fascinante: había pactado con su amigo Julio Barragán que dictara un taller de pintura exclusivamente para nuestro grupo. Supongo que consideraba que la experiencia plástica colaboraría en cierto desbloqueo de nuestra sensibilidad amordazada. Fuera cierto o no, sentir la palabra de Barragán a mi espalda, ayudándome en mi esfuerzo era como un bálsamo. Recuerdo una indicación suya al verme luchar con un pincel inadecuado para lograr trazar una línea fina: «Norberto, para hacer trazos finos están los pinceles finos». Una enseñanza para vivir. Lo que no recuerdo es el autor del «Payaso» que colgaba a los pies del diván, irónico testigo de nuestras confidencias.

    Interrumpo, pues me cuesta seguir a pesar de todo lo que podría contar de él. Ya tengo 80 años, y Neuman sigue ayudándome a vivir desde su cielo judeo-cristiano. Muchas gracias, otra vez.

    Norberto Chaves

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