La ilegalidad tolerada

Las villas de emergencia

Por conocido y porque que fue trabajado a fondo por su alta exposición política y urbana, interesa el caso de la Villa 31. Con un nombre que expresaba la causa de su origen, Villa Desocupación, surgió en el año 1932 sobre terrenos del Puerto Nuevo y el ferrocarril. En el ‘35 el presidente Agustín P. Justo metió topadoras para derribar las casillas. Sucesivos planes de erradicación y la Ley 27.453 del año 2018 intentaron ordenar la situación informal de los ocupantes. La última acción encarada por el jefe del Gobierno de la Ciudad, Horacio Rodríguez Larreta, fue la que más éxito tuvo en su cometido; quedaron pendientes la Rodrigo Bueno, la Villa 20 y el asentamiento del Playón de Chacarita.
Pude verse en la 31 la modalidad de formación de casi todas. Lo que usualmente se ha dado es, desde el punto de vista jurídico, una ocupación de tierras, casi siempre fiscales, playones ferroviarios, orillas de ríos o tierras inutilizables por sus condiciones topográficas, como en el caso de Guernica. En términos estrictamente legales se trata de una ocupación que avasalla el derecho de propiedad. Un ilegalismo popular. Los ilegalismos populares en particular, como la ilegalidad en general, han sido importantes motores de la historia. Tanto el cristianismo en sus comienzos como los movimientos populares que desembocaron en la Revolución Francesa y las posteriores revoluciones del siglo XIX, formativas de las democracias modernas y el ascenso de la burguesía, fueron en su momento ilegalismos populares. No todos tienen la misma importancia histórica, pero no por ello son manifestaciones a las que se puede descalificar rápidamente como meros actos delictuales ni pretender tratarlos como tales. Menos aún en un país como el nuestro, donde la crisis y la decadencia económica y social no dejan de profundizarse.
Desde mediados del siglo pasado son innumerables los planes y programas de erradicación y/o urbanización de villas que se han implementado, incluidas las topadoras del Intendente Domínguez. Pero los resultados han sido exactamente inversos a lo esperado. Ninguna población creció más rápida y sostenidamente que la de las villas. Los presupuestos asignados fueron sistemáticamente subejecutados, lo que muestra la real falta de voluntad política (o de voluntad de la política) en llevarlos adelante. ¿Cuánto le preocupa a la clase política la situación de los ocupantes y también, en su caso, de los ocupados particulares? ¿Realmente interesa solucionar el problema a nivel nacional? ¿O conviene más mantener estos bolsones de indignidad que garantizan la provisión de “clientes” para próximas elecciones?

Las ocupaciones indígenas

Además de la toma de tierras en la zona de Bariloche, son más de 300 los conflictos con los pueblos originarios en todo el país. Pero este problema tiene su historia. Ante las diferentes ocupaciones que se verificaban en distintas provincias del país, para enfrentar la situación se promulgó en noviembre de 2006 la Ley 26.160. Breve ley de tan sólo siete artículos (un par de carillas) que en lo sustancial declara “la emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas” por un plazo de cuatro años, mediante la que suspende por dicho plazo “la ejecución de sentencias, actos procesales o administrativos, cuyo objeto sea el desalojo o desocupación de las tierras contempladas”. Como esta ley sólo reconoce como legítimos ocupantes (vale acá la diferencia entre legítimo y legal) a las comunidades indígenas con personería jurídica inscripta en el Registro Nacional de Comunidades Indígenas, ordena al Instituto Nacional de Asuntos Indígenas que realice “el relevamiento técnico-jurídico-catastral de la situación dominial de las tierras ocupadas”. A estos efectos crea un fondo especial para financiar las tareas ordenadas.
Actualmente el plazo de cumplimiento de lo ordenado por esta ley está prorrogado, por tercera vez desde su promulgación, hasta noviembre de 2021. Ningún Gobierno, fuera del signo político que fuese, se ha preocupado por realizar el censo indicado. Una vez más, no se da satisfacción legal ni a ocupantes ni a ocupados. El desinterés político es evidente. Es el Estado el que con su inacción consagra una ilegalidad tolerada, es obvio que la solución de este problema no se encuentra entre sus prioridades. Y en este caso estamos hablando de un derecho, el de las comunidades indígenas, constitucionalmente consagrado.

La ocupación de las tierras y la (in)seguridad

En la ocupación de las tierras podemos diferenciar dos grupos; aquellos que por necesidad imperiosa o indigencia extrema se ven forzados a realizarlo como única forma de tener un mísero lugar donde asentar una carpa o levantar una casilla, y que luego serán quienes viven “en” la villa, y los otros, los que hacen el “negocio” de la ocupación y el fraccionamiento, los que asignan “derechos” y cobran por ello y que posteriormente devendrán en quienes viven “de” la villa, a la que usarán como aguantadero y centro de cobranza o distribución. Respecto a este tema vale la pena leer la nota que publicó en Infobae el 5 de abril de 2015 el periodista Federico Fahsbender, donde releva la operación mafiosa y la venta de terrenos dentro de la Villa 31. Allí rescata párrafos de la sentencia de los jueces Freiler y Ballestero, quienes afirman que “No puede resultar idéntica la situación de quienes lo hicieron (la ocupación) por extrema necesidad o escasez de recursos de la de aquellos que, aprovechándose de esa desesperación, intentaron sacar un rédito económico”. O Casanello, quien habla de “auténticos guetos donde rige la ley del más fuerte y el retiro del Estado da lugar a la creación de códigos de convivencia propios” y de “una doble victimización: la exclusión de lo público, y por el otro, el sometimiento a un poder arbitrario”.
Esta situación volvió a darse en la reciente ocupación de Guernica, donde habría punteros, narcos o meros capangas villeros que ofician de “agentes inmobiliarios”, ocupando y delimitando los lotes con “soldados” adeptos, para luego vender a quienes realmente lo necesitan el “derecho” sobre un lote marcado. Una vez más, son los más pobres los más desprotegidos, los que no tienen a quien recurrir, los que se encuentran en un estado de inseguridad permanente, quienes más de una vez se ven obligados a devolver el terreno adquirido y viven bajo un régimen continuo de amenazas de todo tipo. Ningún ámbito, salvo situaciones de guerra o terrorismo, implica un riesgo personal mayor que una villa o un barrio marginal. Los guetos a los que se refiere Casanello.
A esta inseguridad constitutiva, inherente a la ocupación ilegal de la tierra, se suma el desconcierto de la política, que aún dentro de la corriente oficialista no alcanza a definir si el tema debe ser encuadrado como un tema de seguridad o de vivienda. Las manifestaciones contradictorias se dieron entre la ministra de Seguridad, Sabrina Frederic, que dijo que “no es un tema de seguridad, es una cuestión relacionada con el déficit habitacional y una presión por el mercado de tierras. Tiene que ser paliado con soluciones que se anticipen al problema”. Insistiendo en una salida dialogal, en tanto que el ministro Sergio Berni, misma cartera pero provincial, manifestaba que “el que hace una toma irá preso”. Está claro que entre ambas posturas media un campo, no precisamente desocupado… La confrontación descripta no hace más que llevar zozobra a las partes del conflicto, en lugar de dar una respuesta consolidada desde el Gobierno, cualquiera sea ésta; se disparan así señales incongruentes que tienden a incrementar la sensación de inseguridad tanto de los ocupantes como de los propietarios dominiales. En esta sucesión de opiniones discordantes vale la pena rescatar lo dicho por Sergio Massa, presidente de la Cámara de Diputados, proponiendo que “a aquel que organice una toma de tierras, se le caigan todos los beneficios que le da el Estado, como la AUH o el IFE” (las cursivas son mías). Entonces, ¿debemos interpretar que estos beneficios no son derechos inalienables? ¿Los mismos dependen de cuan bien se porta el beneficiario ante el poder de turno? De entre las brumas del Congreso de la Nación surgió de golpe un denso humo con olor a prácticas clientelares, casi como si Massa hubiera cometido la gaffe de autodenunciarse.
No deja de ser un razonamiento banal, casi infantil, pensar que si el que organiza tomas de tierra es uno de estos agentes mafiosos a los que nos referimos más arriba, el Estado lo va a “correr” con la amenaza de quitarle beneficios. Pero por otra parte, si el que estuviera organizando una toma fuera una persona en situación habitacional crítica, cuya mejor opción es tratar de instalarse en unos terrenos bajos sin cloacas, electricidad, agua ni ningún otro tipo de servicio básico, amenazarlo con retirarle el IFE o la AUH es un acto de una inhumanidad pasmosa, contradictoria con los postulados fundantes del partido político de Massa. Vale decir que, dentro siempre de una concepción clientelar de la política, oscila entre la ingenuidad infantil y el cinismo más despiadado.

Un trípode perverso

Prácticas que en la actualidad vemos como extremadamente cuestionables eran virtudes cívicas en la Antigua Roma (o tempora o mores). Tenemos por caso el clientelismo. Por las mañanas se alineaban frente a la casa del “patrón” sus “clientes”, hombres libres o libertos engalanados con sus mejores togas a quien este les dispensaba sus favores y protección; que en general pasaban por lo político, social o económico, pero un aspecto sumamente importante era la seguridad, ya que en Roma no había policía para perseguir el crimen o mantener el orden. Los romanos necesitaban este resguardo para que sus hogares y negocios no sufrieran delitos o desmanes. A su vez la importancia política y social que el “patrón” tenía en la sociedad romana dependía de la organización de juegos, construcción de edificios públicos y, por supuesto, la cantidad de clientes que lo visitaban a diario y dependían de él. La sensación de inseguridad era un elemento esencial de esta relación y del poder del “patrón”. Hoy el clientelismo político se define como un intercambio de favores, extraoficial y más o menos velado, donde los titulares de cargos políticos, o sus punteros, comprometen prestaciones o favores generalmente a cambio de apoyo electoral.
Viene al caso el tema del clientelismo porque resulta muy sugestivo que las tomas de tierras configuren un problema de muy larga data, sobre el que se han discutido y comprometido soluciones varias que casi nunca lograron su cometido ni siquiera parcialmente, con lo que se convalida una situación de tolerancia hacia la ilegalidad en forma permanente. Una ilegalidad (sea la indígena o la constitutiva de villas) que se sostiene durante tanto tiempo sin resolverse pone en cuestión la verdadera voluntad política por remediarla. Es ingenuo pensar que en todo este tiempo no ha habido capacidad para idear y/o implementar soluciones definitivas. Como prueba de la falta de compromiso político tenemos el caso de la Ley 26.160, que se sufrió tres prórrogas y que ni siquiera se ha llevado a cabo todavía el censo ordenado por la misma. Es lícito pensar que si no existe esta voluntad es porque por algún motivo conviene que las cosas se mantengan en este umbral de incertidumbre. Una ilegalidad tolerada tanto tiempo deja de ser “tolerada” para transformarse en promovida.
Como en Roma, hoy también el manejo de la (in)seguridad es un fuerte elemento de control social que genera dependencia hacia quien detenta este poder (y facilita además el acceso a “estados de excepción”), por otro lado la extrema pobreza coloca a las personas en una posición de suma debilidad ante la promesa de recibir favores (en general magros por la misma situación de indigencia) y la ilegalidad tolerada da la posibilidad de actuar en uno u otro sentido según convenga discrecionalmente, lo que agrega otro elemento de sumisión. Estos tres factores, inseguridad, pobreza extrema e ilegalidad tolerada conforman un trípode perverso sobre el cual resulta sencillo asentar prácticas clientelares.

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