Caricaturas, Islam y el Feudo Liberal

El pasado 16 de octubre, el profesor de secundaria francés Samuel Paty fue decapitado por llevar a clase un arma con el poder de ocasionar guerras culturales de alcance global: una caricatura.
En su lección sobre libertad de expresión, Paty mostró a sus alumnos los dibujos del profeta Mahoma (cuya representación gráfica es una blasfemia para el Islam) publicados por la revista satírica Charlie Hebdo. Son los mismos que provocaron el atentado incendiario de sus oficinas en 2011, el asesinato de doce de sus empleados en 2015, protestas de escala mundial y, ahora, la muerte de Samuel Paty. El reciente ataque en la Iglesia de Niza fue sólo unos días después.
Emmanuel Macron anunció que Francia se encuentra en una batalla contra el “separatismo islamista” que constituye una “contra-sociedad” en Francia, la cual es el reflejo de una “crisis” dentro del Islam en todas partes del mundo. Asimismo, detalló un nuevo plan para contrarrestar esta influencia centrado en el monitoreo estricto de organizaciones sospechosas, la formación de los imanes únicamente en instituciones autorizadas, la regulación del financiamiento de las mezquitas y la prohibición de la educación en casa.
Varias naciones de mayoría musulmana condenaron el discurso del Presidente francés aludiendo al clima de tensión y violencia que fomentaría, a veces más en tono de amenaza que de precaución. El ex Primer Ministro de Malasia Mahathir Mohamad twitteó que los musulmanes “tienen derecho a matar millones de franceses”. Erdogan, presidente de Turquía, cuestionó la salud mental de Macron y llamó a los musulmanes a unirse en un boicot de productos franceses, el cual está en pleno auge en países como Qatar, Kuwait y Líbano. Miles de personas en todo el mundo (40 mil sólo en Bangladesh) tomaron las calles como expresión de protesta contra Macron. Sin ir más lejos, el Centro Islámico argentino tildó de “insolente” la nueva política francesa.
Sin embargo, lo verdaderamente sorprendente del caso no fue la respuesta –un tanto predecible– de este determinado sector del mundo, sino la reacción de una gran parte de la esfera intelectual occidental-liberal del mundo anglosajón. En las redes sociales (las mismas que se incendiaron en un mensaje de solidaridad racial tras el asesinato de George Floyd y que luego se enfocaron en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos y la pandemia), reinó un prudente silencio. En vísperas del ataque a Samuel Paty, muchos medios de comunicación evitaron aludir al contenido religioso del acontecimiento como si fuese radiactivo. The New York Times, por ejemplo, primero publicó la noticia bajo el engañoso título Police Shoot and Kill Man After a Fatal Knife Attack on the Street, el cual fue editado a pedido de lectores. Sucede que existe una especie de tabú dentro de esta cúspide ideológica, sometida a escrutinio constante, según el cual criticar la cultura de una minoría tradicionalmente marginalizada (o Dios no permita, su religión) es atacar a sus practicantes directamente, de una manera que puede parecer racista, etnocentrista, xenofóbica o, como es el caso, islamofóbica. El total rechazo de este tabú y sus consecuencias parece definir la política europea por venir, con un rumbo incierto. Pero todavía hay quienes prefieren ahorrarse la controversia, dado el potencial daño a la reputación (y a la vida, donde se encuentre en peligro). Mientras la mayoría opta por mantenerse al margen, otros, como veremos, defieren por default en contra del bravucón que ha sido y es el nacionalismo europeo, y en favor de las nuevas víctimas del imperialismo del siglo XXI.
Una buena manera de hacerlo es atribuir la primera provocación a un enemigo un tanto abstracto y, por lo tanto, implacable: el “racismo sistémico”. El diagnóstico más efectivo es ver al extremismo como una inescapable consecuencia de la alienación de los inmigrantes musulmanes. Al experimentar discriminación continua, especialmente en el mercado laboral (es importante obviar aquí la espinosa cuestión del mérito), y al verse forzados a agruparse en viviendas sociales y banlieues, los más vulnerables ceden ante el soporte emocional y espiritual de las organizaciones fundamentalistas. La obsesión de Francia por el secularismo y la separación entre Iglesia y Estado ahondaría los efectos de la discriminación, ya que afecta desproporcionalmente a la comunidad musulmana (por ejemplo, con la prohibición del velo en espacios públicos). El terrorismo islamista, en otras palabras, tiene muy poco que ver con el Islam. Es la sociedad francesa la que, por mantener sus convicciones republicanas, ha fracasado en el proyecto de integración. En vista de estas fuerzas estructurales, no es más que el resultado de una elección lógica (que cualquier agente racional podría tomar en el mismo contexto) o, mejor dicho, de una falta de opciones, el degollar infieles.
Otra gran estrategia para evitar posibles asociaciones con la derecha europea es adoptar la opinión de que la libertad de expresión absoluta, tan preciada que parece requerir sacrificios humanos, no es más que una excusa para propagar mensajes intolerantes. Mientras que los líderes europeos en su mayoría dieron apoyo total a Macron (quizás debido a su íntima familiaridad con el dilema, central en sus propuestas electorales), el primer ministro de Canadá Justin Trudeau afirmó que la libertad de expresión no carece de límites: “No podemos gritar ‘¡Fuego!’ En un teatro lleno de gente […] nos debemos a nosotros mismos tener en cuenta el impacto de nuestras palabras y de nuestras acciones en otros”. Parece que esto es algo que Trudeau tiene en común con los dirigentes de Hezbollah e Irán, ya que ellos por su parte señalaron la hipocresía de la libertad de expresión absoluta ridiculizando y negando el Holocausto, lo cual es ilegal en Francia (hasta el día de hoy, aún no se han reportado casos de terrorismo judío en retaliación).
Estas son maneras efectivas de contentar a nuestros amos morales, habiten ellos en el mundo o en nosotros mismos, nos amenacen con la duda, la pluma o la espada. Son maneras efectivas porque son ciertas. Es verdad que en Francia la discriminación contra los inmigrantes es contundente. Y también lo es que la libertad de expresión no carece de límites (aunque gritar “fuego” en un teatro no es uno de ellos y, dado su origen, quienes usen esta famosa objeción deberían detenerse). Pero representa sólo una parte de los hechos –Angela Merkel y Barack Obama hicieron lo imposible por evitar el término “jihad” ante un atentado–. El resultado lo vemos hoy. La historia completa es de conocimiento general para los musulmanes moderados: el Corán y los hadices dan motivo suficiente a cualquiera que esté dispuesto a montar la guerra espiritual. Su interpretación más benévola puede ser propulsada sólo por aquellos creyentes que vean a las mujeres, los homosexuales, los apóstatas, los infieles y los caricaturistas blasfemos como iguales, si no ante Dios, ante su conciencia. Sin una reforma de estas creencias nucleares donde más se amerite, la esperanza de que el Islam sea verdaderamente una religión de paz es escasa. ¿Cuántas cabezas de profesores más deberán rodar para que todo escritor, toda figura mediática, todo ciudadano de la República, todo musulmán, en fin, toda persona decente condene la violencia contra la mera expresión de ideas, sin peros?

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