Publicamos el sexto artículo de una serie en torno al problema de la organización carcelaria en la Argentina.

Como dijimos en la última edición, los cambios en la organización carcelaria deberán relacionarse con el castigo, la reparación y el tratamiento, lo cual implica introducir tres neologismos: “impunitividad”, “oblatividad” y “valjeanización”.

“Impunitividad” o la superación de la antinomia castigo o impunidad

Los enfoques sobre la penalidad se han polarizado en situaciones extremas, que van desde la defensa a ultranza del castigo por motivos al menos preventivos –y muchas veces puramente retributivos– hasta la idea de que el castigo, además de ser inhumano y cruel, es inútil, pero siempre ha predominado en el imaginario social la idea de que o bien se castiga o bien existe impunidad.
Sin embargo, existe un enfoque diferente –muy original, por cuanto es un tema que no ha sido desarrollado en el ámbito penal– sugerido por el criminólogo vasco y sacerdote jesuita Antonio Beristain (1924-2009), quien ha sostenido la necesidad de reemplazar el castigo por sanciones repersonalizadoras.
En el libro El delincuente en la democracia (1985), en su capítulo IV «Sanciones repersonalizadoras en el Derecho penal de mañana», Beristain sostiene que «deben desaparecer los castigos y actualizarse las sanciones». Con ello introduce una distinción fundamental: considera que el castigo es siempre una pena, pero no toda pena es castigo.
“Castigo” es un término que él reserva –y esto es muy importante para comprender su pensamiento– solamente para la pena que busca exclusivamente o, al menos, primordialmente, causar sufrimiento o daño a quien la recibe.
Puede ser desproporcionada al hecho que se castiga, como en la denominada “venganza”, o bien proporcional al hecho como en la respuesta taliónica, que si es ejercida por una autoridad es comúnmente denominada “justicia”, pero su objetivo es siempre vindicativo.
En cambio, la sanción repersonalizadora, que es también una pena porque el elemento aflictivo está presente, aunque no es prioritario, persigue el objetivo opuesto con respecto a quien la recibe.
En el ámbito educacional, el epistemólogo, psicólogo y biólogo suizo Jean Piaget (1896-1980) estableció una clara distinción entre sanciones por expiación y sanciones por reciprocidad. Un ejemplo puede darse en el ámbito familiar, cuando un padre aplica al hijo que se insolentó con su madre una sanción de ayudarla durante una semana a lavar los platos en vez de dejarlo sin televisión o prohibirle una salida con amigos. En el ámbito escolar, sancionar a quien ensució una pared con grafitis a limpiar todas las paredes sucias de grafitis de la escuela, en vez de cargarlo con amonestaciones o suspensiones o privarlo de participar en una contienda deportiva.
En cuanto a la pena privativa de la libertad, ¿es un castigo o es una pena repersonalizadora? Tomando en cuenta la distinción que hace Beristain, es obvio que, si bien históricamente se intentó siempre que fuera repersonalizadora, la pena de encierro ha sido, en general, más bien despersonalizadora.
Con un optimismo que quizás se podría considerar excesivo, Beristain considera que en el futuro las sanciones repersonalizadoras sustituirán al castigo y esto, obviamente, incluye la prisión. Sin embargo, debe quedar claro que esta postura no es partidaria de la abolición del sistema penal, pero sí del sistema punitivo, ya que no se trata de abolir la pena, sino de darle sentido. Es decir, en la postura de Beristain no se acepta el castigo, pero tampoco la impunidad.
Cabe, entonces, introducir, si se comparte este criterio, un primer neologismo, señalando que no se desea la impunidad ante un hecho delictivo, pero sí la “impunitividad”, lo cual, por más contradictorio que parezca, se materializa en una respuesta penal no punitiva.

“Oblatividad” o el otorgamiento a la víctima de algo valioso mediante la pena reparativa

El neologismo impunitividad –ausencia de castigo, pero no ausencia de impunidad– puede complementarse con la respuesta a la pregunta: ¿qué debe hacerse con quienes cometen delitos?
Aquí es donde se puede construir, aún a riesgo de entrar en un terreno plagado de arenas movedizas, una respuesta al delito que contemple la repersonalización del ofensor, pero, además –y fundamentalmente– la reparación a la víctima directa y, eventualmente, la reparación a la sociedad.
Así, una respuesta al delito que estuviera en concordancia con una propuesta repersonalizadora podría consistir en permutar la pena de encierro en una institución total por un trabajo reparativo o comunitario, realizado gratuitamente, en libertad vigilada, otorgable a toda persona a quien se presuma capaz de ser vigilada eficazmente por un seguimiento personalizado muy estricto, complementado, si fuese necesario, por medios electrónicos de control.
El trabajo, aun cuando su severidad y duración fueran impuestas por una sentencia, debería ser, en lo posible, consensuado con los ofensores en su tipo (no en su duración), intentándose así que sea realmente útil, para que su producto pudiera ser destinado a indemnizar directamente a las víctimas o indirectamente a través de un fondo indemnizatorio.
Esto implicaría que el autor de un delito debería pagar por el daño que causó, pero en una moneda drásticamente diferente a la que hoy se está utilizando, al menos la que se utiliza como respuesta a delitos considerados de mediana y de alta gravedad.
Es decir, sería mediante un pago que no consistiría en ser meramente un sufrimiento improductivo, sino consistente en un gesto oblativo, lo cual permite acuñar un segundo neologismo, la oblatividad.
En la antigüedad se consideraba gesto oblativo otorgar algo valioso a Dios. El neologismo –en este caso no sería la creación de una palabra nueva, sino usar una palabra conocida en un sentido nuevo– permite aplicar este otorgamiento a la víctima y/o a la sociedad ofendida por su acción algo útil y valioso y que ha sido elaborado por el ofensor mediante un proceso desde ya penoso, porque le ha costado un esfuerzo.
La regulación de este esfuerzo podría ser severa –aun, si se quisiera o considerara necesario, más severa que el encierro– pero esta severidad ya sería tema de un debate complementario a éste.
Esto significaría impulsar un cambio drástico de modalidad. El cambio iría de lo meramente expiatorio a lo oblativo, recordando la frase del jurista alemán Claus Roxin, quien menciona el efecto de satisfacción en la sociedad y en la misma conciencia jurídica, que requiere que ante un hecho delictivo el autor haga lo suficiente como para que se dé por finalizado su conflicto con la víctima y con la sociedad.
Hoy, ante la pena de encierro, la víctima y la sociedad raramente dan por finalizado el conflicto y, ¿no será ello justamente porque el autor del delito, aunque sufrió y cumplió la condena, no hizo nada concreto para reparar el daño cometido?
Si bien hoy existen procesos restaurativos de cumplimientos de penas alternativas al encierro, ello se reserva casi siempre a casos de daño material y leve y, preferentemente, cuando los ofensores son menores de edad.
Si esta reconversión se generalizara para todos o casi todos los casos, se estaría frente a una respuesta penal no sólo no punitiva sino también reparativa.

La “valjeanización# o etiquetamiento inverso para un cambio copernicano de actitud

No estaría fuera de lugar pensar, por ejemplo, en un incentivo al cambio positivo de actitud mediante reuniones grupales de autoayuda, al estilo de comunidades terapéuticas que tienen por objetivo recuperar adictos, típicamente Alcohólicos Anónimos, en las cuales los veteranos ayudan a los novatos, cumpliéndose el ciclo de pasar de recuperable a recuperado y de recuperado a recuperador.
Si se implementaran estos grupos de autoayuda, si bien posibles en el encierro, pero presuntamente mucho más eficaces en un medio libre, aun cuando fuera un medio sometido a una libertad vigilada, se trataría de un cambio notable, porque el recuperable no sería ya etiquetado como delincuente, ya que quien ejercería su tutoría sería, en todo caso, otro ex-delincuente, de modo que el mismo término “delincuente” carecería en esos grupos de sentido.
En esta lógica se sigue la idea de Victor Hugo, en Los Miserables, de convertir a Jean Valjean de delincuente en santo.
Los investigadores sistémicos del Mental Research Institute de Palo Alto, California, en su teoría del cambio, mencionan que para que un cambio sea efectivo debe ser de ciento ochenta grados, no meramente de noventa. Un cambio de noventa grados suele no ser estable en el tiempo, pero sí suele serlo un verdadero cambio copernicano, concepto que puede relacionarse con la metanoia, que es mencionada con frecuencia en la conversión de los primeros cristianos.
Utilizando, entonces, un tercer neologismo, a este giro copernicano en la actitud delictiva, en esta propuesta, se denomina, en honor a Victor Hugo y a su héroe, “valjeanización”. Podría lograrse mediante una experiencia emocional correctiva, por ejemplo, a través del método de etiquetar “al revés”. En vez de decirle al ofensor: “eres un delincuente”, se le diría –como Edye a Joe– “puedes ser un caballero”.
Alcohólicos Anónimos y las comunidades terapéuticas similares enseñan cómo recuperar adictos, pero se puede ir más lejos aún, no sólo recuperando a los delincuentes, sino convirtiendo a los grupos de autoayuda en ONGs con el propósito de contribuir por métodos pacíficos y no delictivos a construir un mundo más justo.
Seguramente no todos adherirán a esta consigna, pero no es algo que se debiera descartar. El impacto de ser considerados personas buenas y valiosas, quizás por primera vez en su vida, en vez de seres marginales, puede despertar fuertes impulsos altruistas. Eso sería una forma de repersonalizar a los ofensores, algo que dentro de la prisión es mucho más difícil de lograr.
Y sería un “re” absolutamente diferente, porque partiría de una voluntad propia de iniciar un cambio de actitud y no de algo impuesto.
Así, la respuesta penal propuesta es no punitiva, reparativa y repersonalizadora.

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