Clarice Lispector y el misterio santo

El 10 de diciembre pasado fue el centenario de Clarice Lispector, esa misteriosa e inconmensurable escritora, ahora leída y estudiada en todo el mundo. Ucraniana y judía de origen, su familia se trasladó a Recife, en el noreste de Brasil, cuando dejaba Europa. Después, de Recife, fue a Río de Janeiro. En esta ciudad vivió hasta su muerte en 1977. Felices de nosotros brasileños que hoy contamos con su obra como una de las mayores riquezas nacionales. Mujer particularmente bella y refinada, Clarice comenzó a escribir por pura inspiración, sin ni siquiera desear planificar su futuro en las letras. Hoy su escritura es un referente para cualquier otro que pretenda manifestarse en palabras de marcada sensibilidad humana.
Mucho se ha reflexionado y escrito sobre esta gran escritora y artista de la palabra. La lingüística y la literatura la han estudiado en todos los idiomas y desde los más variados ángulos. La filosofía también se ha ocupado de reflexionar a partir de su trabajo. Últimamente inclusive la teología se ha interesado por la escritura de Clarice. ¿Por qué? Porque esa judía ucraniana exiliada en nuestro país y brasileña por elección y adopción era una apasionada del misterio de Dios. Y también porque revela en sus obras una intimidad con ese Misterio Santo que deja perplejos no solamente al teólogo sino también al creyente en general, que de su mano es llevado a recorrer caminos aún no transitados.
Como algunos de sus conocidos más cercanos dijeron recientemente en declaraciones y entrevistas a propósito de su centenario, Clarice era una mística. Quizás ella misma no hubiera aceptado ni estado de acuerdo con esta calificación. Sin embargo, es inevitable confirmarlo cuando se leen sus escritos y uno se da cuenta de que Clarice es alguien que conoce a Dios por experiencia. “Cognitio Dei experimentalis” (conocimiento de Dios por experiencia) es la definición que da sobre la mística santo Tomás de Aquino. En eso es corroborado por su discípulo del siglo XX Jacques Maritain, quien la describe como “experiencia escondida del Absoluto”.
Es imposible escribir lo que escribió Clarice sin “saber”, en una sublime “docta ignorantia”, hasta dónde la llevaría este Misterio sin límites, en el que se lanzó con sus palabras en una actitud apasionada que provoca vértigo en todo aquél que la lee. No sería posible leer su novela La pasión según G. H. sin percibir en el texto y en el itinerario kenótico y mortificante de la mujer, que es su personaje central, todo lo que conduce a la comunión. Se trata de una narrativa digna de una Teresa de Ávila y un Juan de la Cruz.
El itinerario del personaje GH es místico, porque mística es la autora que lo crea, primeramente como una mujer burguesa y alienada que inicia un proceso de descenso a la habitación de la mucama donde se encuentra en verdad con un minarete que la lleva a descubrir el infinito. Allí comienza un proceso ascético y purificador, que prepara el ensanchamiento del yo al cual sigue la muerte del mismo yo sumergiéndose en la alteridad de la materia, del mundo, del otro. El personaje de Clarice toca los extremos de la condición humana, es decir, la vida y la muerte.
En este proceso que se asemeja al parto, donde la mujer es literalmente expulsada de su pequeño y reducido mundo hacia el mundo verdadero tal como es, donde siempre está la “mano que me sostiene”. Allí GH, alias Clarice, ya no depende de sí misma, sino de otro, de esa mano que la sostiene y la toca, de esa mano en quien confía y con la cual habla y suplica: “Ah, no me quites Tu mano”. Sin embargo, en un momento dado, la propia mujer suelta la mano que la sostiene para continuar sola el camino hacia el Dios que la llama y que quiere algo que ella siente que no puede dar.
Así dice el personaje: “Estaba en medio de una indiferencia que es tranquila y alerta… De un Dios que, si lo amaba, no entendía lo que quería de mí”. Pero en medio de la prueba, la búsqueda y el llanto, siente que Dios mismo viene a ella: “Y en el sollozo vino a mí, el Dios que ahora me ocupa”. En este descenso purificador, en esta entrada al corazón de ninguna parte, el personaje no se encuentra delante del diablo, sino de Dios.
El diálogo entre Dios y la que lo busca, que se inicia en su conocimiento, se compone de preguntas sobre el Ser: “¿Qué eres?”. Y la respuesta es: Eres. ¿Qué existes? Y la respuesta es: lo que existes. A la mirada de una teóloga como soy yo, es imposible no ver emerger con fuerza allí el judaísmo de Clarice; es inimaginable no sentir una peligrosa e impactante cercanía entre lo que dice el personaje y el diálogo primordial de Moisés ante la zarza ardiente, en el capítulo 3 de Libro del Éxodo.
Con los avances de la exégesis, las traducciones e interpretaciones de esta declaración de Aquel que habló desde dentro de la zarza y que se identificó como el “Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob” varían: “Soy quien soy”; “Yo soy el que seré”, etc.
Clarice encontró, a través de la palabra escrita, el rostro de este Totalmente Otro que buscó a lo largo de su vida. Y eso le fue manifestado en su misterio nunca completamente revelado. Con Clarice Lispector, en su centenario, nos sentimos invitados a aprender a escapar de cualquier tentación de trivializar lo divino para inclinarnos respetuosa y silenciosamente frente a su Misterio Santo.

Maria Clara Lucchetti Bingemer es Profesora de Teología en la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro

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