El 1° de enero de 1809 el Cabildo convocó a la población con su campana para solicitar el relevo de Liniers y la formación de una junta. Unas trescientas personas acudieron a la plaza y comenzaron a gritar “¡Viva el Cabildo y muera el mal gobierno!”

El mes pasado conocimos a través del diario personal de un soldado anónimo los hechos acaecidos el 1 de enero de 1809 en Buenos Aires. Esos hechos son de gran importancia, no porque en lo inmediato permitan a Liniers conservar la autoridad como virrey, sino porque la relación de fuerzas entre las milicias de origen peninsular y las de origen criollo quedan alteradas a favor de las segundas. Empieza además a perfilarse una figura que será importante en mayo de 1810: el comerciante altoperuano Cornelio Saavedra, comandante del regimiento de Patricios. Las formaciones milicianas se han convertido, a partir de las invasiones inglesas, en un factor de poder decisivo en Buenos Aires. Volveremos sobre este punto en una futura entrega. Hoy vamos a observar los hechos del 1 de enero a través de la lectura de un historiador. Gabriel Di Meglio es investigador del Conicet en el Instituto de Historia Argentina “Dr. Emilio Ravignani” de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y profesor en una de las cátedras de Historia Argentina de la misma Facultad. Pero sobre todo es un investigador joven que se ha destacado por su agudeza, por la originalidad de sus estudios y por sus esfuerzos por hacer llegar el conocimiento histórico al público no especialista sin caer en los facilismos y esquematismos de otros divulgadores. El texto ha sido extractado de su obra ¡Viva el bajo pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la revolución de Mayo y el rosismo (1810-1829) (Prometeo Libros, 2006, págs. 88-89).

Roberto Di Stefano

 

 

Junto a la admiración que despertaba por haber sido favorecido por la Victoria y por su aura de héroe –tras la Reconquista corrió la voz de que en el ataque sus ropas habían sido atravesadas en tres partes diferentes por las balas enemigas– Liniers supo ganarse a la tropa: fue autorizado por el rey para premiar a aquellos de sus integrantes destacados en los combates de 1807, con lo cual pudo acortar los tiempos de servicio de varios soldados para que obtuvieran los premios de permanencia, y convirtió a la vez a numerosos sargentos en oficiales. Así ganaba prestigio y lograba simultáneamente afianzar la obediencia en fuerzas que no respetaban demasiado las jerarquías. El propio Liniers se lo escribía a Napoleón (antes de que éste invadiera España):

 

la subordinación, tan necesaria para hacer obrar los ejércitos con utilidad ¿cómo podía establecerse entre gentes que se creen todos iguales? Muchas veces el dependiente de un negociante rico era más apto para el mando que su patrón, acostumbrado a mandarlo con despotismo, y que venía á ser su subalterno: me fue preciso vencer todos estos obstáculos y una infinidad de otros. Los primeros servicios que había hecho a esta ciudad me adquirieron la confianza de sus habitantes.

 

El poner a un dependiente a darle órdenes a su patrón no era por cierto un hecho menor en la sociedad colonial. He ahí una razón poderosa para la popularidad de Liniers y tal vez contribuyó a la animadversión que se fue ganando en su enfrentamiento con otros poderes coloniales, particularmente el Cabildo (conducido por el héroe de la Defensa, el peninsular Martín de Álzaga).

Un cabildo oponiéndose a un virrey no era algo que escapara a la tradición hispanoamericana de enfrentamientos entre instituciones que apelaban a la decisión última del Consejo de Indias. No se ahondará aquí en esta pugna, pero sí hay que consignar que se desencadenó por una situación inédita –la prisión del rey Fernando y su reemplazo por una Junta Central en España– y fue dirimido por una vía también original, la participación de las milicias. El 1° de enero de 1809 el Cabildo convocó a la población con su campana para solicitar el relevo de Liniers y la formación de una junta. Unas trescientas personas acudieron a la plaza y comenzaron a gritar “¡Viva el Cabildo y muera el mal gobierno!”. La agitación contó con el apoyo de algunos cuerpos milicianos peninsulares, los catalanes, los vizcaínos y los gallegos. Pero los patricios, los arribeños, el batallón de castas y los granaderos de Liniers se movilizaron a su vez, pusieron un cañón en cada bocacalle desde el cuartel de patricios hasta el Bajo y bloquearon el acceso a la plaza. Marcharon luego al fuerte a sostener al virrey y su soporte definió la situación: al mediodía la tropa de las milicias criollas vivaba al general francés en la Plaza de la Victoria.

A partir de ese momento el poder de estos cuerpos se intensificó y se disolvieron los que habían apoyado al Cabildo. Cuando el virrey Baltasar Cisneros suplantó poco después al héroe de la Reconquista, se le recomendó desde la Península enfrentar a la facción de Liniers empleando diversos métodos, como dejarlo sin dinero para pagar a los milicianos y “convidar a sus oficiales y soldados, a abandonar el partido de la rebelión”, diciéndoles que el francés los había “vendido a Napoleón”. La necesidad de persuadir, para lograr obediencia, no sólo a los jefes sino también a la tropa ilustra bien el nuevo equilibrio de poderes. Cisneros logró reformar algunos cuerpos milicianos y reducir un poco su número (los reagrupó en cinco regimientos numerados del 1 al 5, más el de granaderos, ahora rebautizado “de Fernando VII”). Pero no pudo desmovilizarlos, aunque sí envió a una parte al Alto Perú para sofocar los levantamientos que estallaron en La Paz y Cochabamba ese año, y consiguió también expulsar a Liniers al interior del virreinato. Sin embargo, al año siguiente las milicias determinarían su caída.

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