canaldebeaglefaroHace treinta años, en la última semana de enero de 1979, el papa Juan Pablo II realizó dos gestos audaces por América Latina. El 24 de enero aceptó mediar en el diferendo por el canal de Beagle; un día después se embarcó hacia México en su primer viaje internacional.

¿Por qué recuerdo estos dos hechos a fines de julio y desde Salamanca? La celebración del Apóstol Santiago, patrono de España, y la lectura de publicaciones sobre El Camino de Santiago, muestran que las peregrinaciones a Compostela han sido una de las raíces de la identidad espiritual de Europa y de una cultura del encuentro entre pueblos diferentes.

Además, estoy completando un trimestre de investigación en cinco bibliotecas de Salamanca, cuya universidad cumplirá 800 años en 2018. Esta bella ciudad, que “hechizó” a Cervantes, hoy es un patrimonio cultural de la humanidad. Su universidad, como está documentado en una monumental historia de cinco tomos, tuvo una intensa vida y una fuerte gravitación desde el siglo XV al XVIII. Aquí se desarrolló, sobre todo en el Siglo de Oro, la llamada “Escuela de Salamanca”, en teología, filosofía, derecho y otras ciencias, cuyo pensamiento humanista ha llevado a que hoy se la conozca como la Escuela Española de la Paz.

 

Pensar, rezar, dialogar y trabajar por la paz

 

Desde el dominico Francisco de Vitoria hasta el jesuita Francisco Suárez, una cantidad de maestros puso las bases del moderno derecho internacional a la luz de la tradición católica y del derecho de gentes, en el alba de la modernidad y ante los desafíos de la cuestión americana. Por esta razón, tanto Juan Pablo II, en 1982, al visitar la Pontificia Universidad de Salamanca, fundada en 1940, y en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 1 de enero de 2002, como Joseph Ratzinger, en conferencias sobre el cristianismo y Europa y en su diálogo con Jürgen Habermas en 2004, citan a los grandes pensadores de Salamanca.

La realidad humana, histórica, artística, intelectual y espiritual de esta ciudad invita a la oración, la reflexión y el diálogo. Hoy presidí y prediqué la Eucaristía en el templo románico de la parroquia San Martín, erigida en 1103, cuyo edificio está incorporado en la estructura externa de la Plaza Mayor, una de las más hermosas de Europa. En este contexto estudio y pienso tres temas teológicos. Primero, investigo la literatura surgida en los últimos veinte años sobre el tema de mi tesis doctoral, concluida en 1993: la relación entre el Pueblo de Dios y los pueblos; segundo, completo una obra sobre la centralidad de Cristo en la conciencia de la Iglesia contemporánea, desde el Concilio Vaticano II y Pablo VI. En tercer lugar, pienso y dialogo con teólogos, filósofos e historiadores en torno a una cuestión que he planteado en mis últimos años de decano: ¿qué significa y que nos exige, hoy, pensar, decir y escribir teología en la unidad plural de nuestra lengua castellana, cada uno con su propio acento, desde los dos lados del Atlántico, a partir de nuestra común tradición hispanoamericana y buscando formas de colaboración institucional, en la comunión de la Catholica, ante las exigencias de la interculturalidad global y los nuevos signos de los tiempos? Lo hago en Salamanca, donde estudiaron y/o enseñaron A. de Nebrija, J. del Encina, F. de Vitoria, D. de Soto, M. Cano, B. de Carranza, san Juan de la Cruz, fray Luis de León, F. Suárez, Góngora, Calderón de la Barca, si me limito al arco de un siglo. El escudo de su Universidad reza: Deo optimo maximo omnium scientiarum princeps Salmantica docet.

Después de celebrar la Eucaristía por la comunidad de pueblos iberoamericanos, a la que pertenecemos, se me ocurrió volver sobre unas reflexiones escritas en enero. Pensando en la paz del mundo y leyendo fragmentos de los capítulos V y VI de Caritas in veritate, me decidí a rescatar un breve artículo sobre dos gestos audaces que, en 1979, Juan Pablo II hizo en favor de la justicia y la paz en América Latina. Lo escribí para un diario nacional en el que nunca salió porque, entre otras cosas, tuvo la mala suerte de querer aparecer en esa semana de enero en la que se conocían una decisión de Benedicto XVI y unas declaraciones de Richardson. Por eso, esta nota va al núcleo de los hechos y temas de 1979, y carece del aparato crítico que suele distinguir a mis textos. No obstante, la completo y actualizo en un nuevo contexto, sabiendo que los aniversarios pasan, pero el mensaje permanece vigente.

 

“Felices los que trabajan por la paz”

 

Desde el aniversario de los treinta años de la decisión papal de enviar a Antonio Samoré al Cono Sur de América, celebrado el pasado 22 de diciembre en Luján, se han dado a conocer muchas gestiones que prepararon aquella intervención de la Santa Sede. Carmelo Giaquinta, en Criterio de marzo de este año, describió detalladamente la gestación del proceso de mediación.

Por lo que concierne a los momentos decisivos, recordamos que el 22 de diciembre de 1978, la iniciativa de enviar un representante vaticano, el cambio de horario entre los continentes y las pésimas condiciones climáticas evitaron el desembarco de la armada argentina en la isla Nueva, donde ya había defensas chilenas, y el drama de una irracional guerra fratricida. El 8 de enero se celebró el Acta de Montevideo, “la lucecita” que vio el cardenal Samoré al final del túnel. La Argentina y Chile solicitaron al Papa ser mediador para solucionar pacíficamente el diferendo austral. El miércoles 24 Juan Pablo aceptó formalmente la mediación. El proceso condujo al Tratado de Paz y Amistad firmado por los dos países el 29 de noviembre de 1984, que en pocos meses cumplirá 25 años. Fue uno de los dos gestos pacificadores que los argentinos debemos con gratitud al Papa Wojtyla.

La otra acción del “mensajero de la paz” fue su visita paternal en junio de 1982, durante las horas del desenlace de la guerra por las Malvinas. Alguien deberá estudiar el lenguaje de sus gestos y palabras. Con lo que dijo, especialmente a los obispos, Juan Pablo II contribuyó a equilibrar el patriotismo de la ciudadanía temporal –no el nacionalismo– y la universali­dad de la pertenencia religiosa, en este caso eclesial, como una vía hacia la paz.

Su mensaje sigue siendo actual cuando, desde el 11S, el fuego cruzado de los dos fundamentalismos, el que representa las patología de la religión sin razón y el que encarna la patología de la razón sin religión, llenaron de sangre el mundo con la violencia, el terrorismo y la guerra, abusando del nombre de Dios, como denunció Benedicto XVI en el primer número de su primera encíclica, al centrar la mirada en la confesión de fe: Dios es Amor.

Con su espíritu ecuménico e interreligioso, otro 24 de enero, el de 2002, Juan Pablo II, que se opuso a todas las guerras, envió a los jefes de Estado y de gobierno el Decálogo de Asís para la paz, promoviendo el diálogo y la amistad entre los pueblos. En enero lo recordaba ante el brutal conflicto de la Franja de Gaza, pero conviene tenerlo presente siempre. Juan Pablo II fue uno de los “pacificadores” que Jesús proclamó bienaventurados (Mt 5,9).

 

Del Cono Sur a México

 

El Papa que había venido del Este tuvo otro gesto audaz hacia América latina. Al vuelo imaginario al Sur austral, que debió hacer en su fantasía, en el momento de decisión, sumó un viaje real para iniciar su visita pastoral a México, pasando por la República Dominicana. Comenzó el 25 de enero, el día siguiente de firmar la aceptación de la mediación.

Ya en los primeros días de su ministerio petrino como obispo de Roma y pastor universal, al invitar a abrir las puertas de los corazones a Cristo, Juan Pablo II enfrentó otra compleja decisión. Resolvió venir a inaugurar la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano el 28 de enero de 1979 en Puebla de los Ángeles, México. Ésta seguía a la segunda, realizada en Medellín, Colombia, en 1968, inaugurada por Pablo VI –el primer Papa que vino a América– y decisiva para perfilar el rostro latinoamericano de la Iglesia Católica. Cuando Wojtyla asumió la cátedra de Pedro, la convocatoria a la Conferencia de Puebla ya se había postergada dos veces, por las muertes de Pablo VI y Juan Pablo I.

En el libro Una vida con Karol, don Stanislao, su secretario, cuenta que fue una de las primeras y más difíciles decisiones del nuevo pontífice. Señala tres grupos de razones. El Papa debía visitar un país anticlerical y no tenía, ni quería tener, una visa como jefe de Estado; venía a asumir las tensiones propias del catolicismo latinoamericano en un tiempo de ebullición ante enormes injusticias sociales; iba a enfrentar las dictaduras militares que, oponiéndose al comunismo –sistema totalitario que él combatía y seguiría combatiendo– violaban los derechos humanos fundamentales. Los biógrafos coinciden en decir que, cuando sus asesores le sugirieron esperar, Juan Pablo II dijo: “El episcopado me invitó y no puedo negarme a ir… debo profundizar con los obispos en los dramáticos problemas de ese continente”. En los meses de 1978 en los que se gestaba la mediación austral, él se interiorizaba de la situación eclesial y secular latinoamericana y retomaba su estudio del español, iniciado treinta años antes, cuando preparó su tesis sobre la fe en san Juan de la Cruz.

Una cosa tenía clara: si lo recibían en México, ¿cómo se le podría negar después su ansiado regreso a Polonia? En efecto, su primer viaje fue a la tierra azteca y, el segundo, en junio, a su patria polaca. Juan Pablo II inició un pontificado de fronteras visitando dos países periféricos, tanto de la tradición europea occidental, como de los poderes del mundo bipolar entonces vigente. Uno, latinoamericano; otro, eslavo; laicista el primero; ateo el segundo. Pero ambos con pueblos de arraigada tradición católica, cuyo amor a Cristo y a la Virgen –Guadalupe y Czestochowa– alimentaban su fe cristiana y su identidad cultural. Respetando a ambos estados, el Papa privilegió la comunicación evangelizadora con los pueblos.

 

La primera peregrinación evangelizadora

 

Desde León XIII el papado ha tenido intervenciones decisivas ante distintos aspectos de la cultura moderna. Pero recién a mediados del siglo XX los papas comenzaron a visitar las comunidades. Pío XII salió a los barrios de Roma y Juan XXIII a las ciudades de Italia. Pablo VI, cuya figura es indisociable del Concilio Vaticano II, viajó a Jerusalén, Nueva York, Bombay, Manila. Juan Pablo II, con su carisma de comunicación, realizó más de cien viajes internacionales. Los convirtió en peregrinaciones evangelizadoras al santuario viviente del Pueblo de Dios que camina por la historia de los pueblos y los continentes. Así ponía en acto la imagen intercultural de la Iglesia, vivida y enseñada por el Concilio Vaticano II, el primer concilio efectivamente intercultural. Creo que Juan Pablo II fue el hombre que tomó contacto –en su estilo, a la vez personal y multitudinario– con más seres humanos en toda la historia humana. ¿O se le pueden comparar Alejandro Magno y Napoleón? Por eso, entre otras causas, sus funerales fueron un acontecimiento mundial que, difundido por la televisión, permitió una globalización de sentimientos, imágenes, rostros, oraciones y lágrimas.

Al llegar al “México siempre fiel” y al recorrer las avenidas del distrito federal, el Papa se encontró con una gigantesca multitud que entonaba, por primera vez, el estribillo: Juan Pablo II, te quiere todo el mundo. Entonces se entregó al abrazo del pueblo que lo recibía y se contagió de su espontaneidad, hasta improvisar en español. Si la lengua es el primer lenguaje de una cultura –como dijo aquel pontífice en su último libro-entrevista, Memoria e Identidad, editado en 2005– con esa práctica señalaba la senda de la inculturación de la fe.

El Papa visitó el santuario de la Virgen de Guadalupe, Madre de México y (hoy) de toda América, y conoció la piedad popular mariana latinoamericana, que luego asombrara a Benedicto XVI en Aparecida, Brasil. Estuvo con familias, consagrados, universitarios, obreros (en Guadalajara les contó su experiencia de trabajador). En Oaxaca se reunió con campesinos e indígenas y respondió al clamor de su vocero diciendo “esto no es justo, no es humano, no es cristiano”. En un barrio misérrimo, que abundan entre nosotros, dijo a los más pobres: “El Papa los quiere porque son los predilectos de Dios”, una frase asumida por los obispos en Puebla. En ese y otros viajes a América latina, África y Asia fue descubriendo nuevos rostros sufrientes de Cristo en las víctimas de la injusticia. Por eso, el 22 de diciembre de 1984, en su discurso en la Curia romana, proclamó: “La opción preferencial por los pobres es la opción de Jesús, de la Iglesia, es mi propia opción, firme e irrevocable”.

El 28 de enero de 1979 inauguró la Conferencia de Puebla. Su tema era La evangelización en el presente y en el futuro de América latina, inspirado en la exhortación de Pablo VI Evangelii nuntiandi (el anuncio del Evangelio), que es, para mí, el mejor documento pastoral de la Iglesia latina. En su Discurso inaugural Juan Pablo II lo llamó el testamento espiritual de su predecesor. Invitó a los obispos a retomar las conclusiones de Medellín: opción por el hombre, amor por los pobres, aliento por una liberación integral, para dar un paso hacia adelante. Los exhortó s a ser maestros de la verdad sobre Cristo, la Iglesia y el hombre –adelantando su encíclica Redentor del hombre, que se publicó en marzo de ese año–; constructores de la unidad; defensores de los derechos humanos, porque –dijo– “la dignidad del hombre es un valor evangélico”. Así delineaba un rasgo peculiar de su magisterio: aunar la firme reafirmación doctrinal con el valiente compromiso social del amor.

La III Conferencia fue un acontecimiento marcado por tres presencias visibles: el pueblo, los obispos, el Papa. Animó la comunión y la participación en la Iglesia y en la sociedad, y promovió un nuevo impulso evangelizador. Aunque casi no se sabe, el texto empleó la expresión “nueva evangelización” años antes de que Juan Pablo II la divulgara en 1983-84.

 

La actualidad del Documento de Puebla

 

El Documento de Puebla (P) fue votado casi por una unanimidad, como en 2007 lo fuera el de Aparecida (A). Es una suma pastoral que centró a la Iglesia en Jesucristo y en la misión de evangelizar. Marcó a varias generaciones eclesiales en los años ochenta. Se difundió en toda la región, a nivel capilar, incluso en versiones populares. Fue convertido en un texto de enseñanza y orientación. Yo mismo, de 1979 a 1987, lo usé para enseñar cristología, eclesiología y antropología en cursos para laicos y catequistas. Suscitó interés en otras iglesias. Recuerdo que en el bienio 1987-88, cuando estudiaba en Tubinga, Alemania, el profesor de teología pastoral exigía su lectura a los estudiantes del bachillerato en teología.

Incluso hubo un comentario español de Puebla preparado por Olegario González de Cardedal, gran teólogo y gran amigo, a quien visité en Salamanca en la Navidad de 1987. Hoy él y Ramón Trevijano, gran amigo y ex profesor de la Facultad de Teología de Buenos Aires, son magníficos anfitriones y guías señeras en mi estancia salmantina. El 12 de julio acompañé a Olegario en sus bodas de oro sacerdotales, siendo el único argentino presente en Lastra del Cano, cabeza de la aldea de Cardedal. Si Dios quiere, pronto estará en nuestro país.

Puebla reafirmó la identidad cristiana y latinoamericana en una sociedad más plural. Recreó las enseñanzas de Pablo VI sobre la relación de la evangelización con la cultura y con la liberación. El trípode evangelización, cultura y liberación expresa uno de sus acentos.

Otras novedades suyas, en 1979, fueron contribuir a nuestra autoconciencia histórica; considerar a la Iglesia como comunión del Pueblo y la Familia de Dios; promover el ecumenismo; comprender de forma amplia a la cultura viendo la religión como su raíz; proponer esta “gran opción pastoral: la evangelización de la propia cultura en el presente y hacia el futuro” (P 394); buscar una nueva síntesis vital entre fe católica y cultura moderna; valorar la piedad popular como fuerza activamente evangelizadora; contemplar en el rostro mestizo de la Virgen de Guadalupe la originalidad latinoamericana; discernir aspiraciones de liberación elaborando fórmulas integradoras: liberación evangélica y evangelización liberadora.

Además, Puebla condenó todas las violencias políticas, sobre todo las dictaduras militares regidas por la ideología de la seguridad nacional que consagró la inseguridad de las personas hasta su desaparición; llamó a los laicos a asumir un compromiso social como parte integrante del seguimiento de Cristo; cuestionó la incoherencia entre los valores declamados de la fe y las estructuras generadoras de desigualdad, esa escisión entre la fe y la caridad que José Luis de Imaz estudió en Sobre la identidad iberoamericana; hizo una opción preferencial por los jóvenes invitándolos a construir la Civilización del Amor, lo que en la Argentina se expresaba, desde 1975, en la peregrinación juvenil a Luján, y luego se encauzaría en la Prioridad Juventud de 1980 a 1985; convocó al diálogo entre los constructores de la sociedad, lo que llevaría al Episcopado Argentino, en 1981, a convertirse en hogar del diálogo entre los políticos de la Multipartidaria, y promover la democratización de nuestra sociedad y de nuestro Estado en el histórico documento Iglesia y Comunidad nacional. Con este resumen quiero rescatar del olvido y evocar con gratitud los treinta años de Puebla.

Puebla tuvo sus aportes y lagunas, como todos los documentos, especialmente los realizados en poco tiempo, gracias al Espíritu Santo, el trabajo de obispos y peritos, y una buena cuota del “realismo mágico latinoamericano”. Pero una marca registrada de Puebla fue impulsar la opción preferencial por los pobres. Ella surge del amor gratuito de Dios por los hijos más pequeños de su gran familia, como siempre lo ha enfatizado Gustavo Gutiérrez; destaca su carácter de sujetos activos; promueve la lucha contra la pobreza injusta. No tiene nada que ver con una política que mantiene a muchos en la pobreza indigna y clientelar.

 

De Puebla a Aparecida y Caritas in veritate

En 2007 participé como perito en la V Conferencia de Obispos de América Latina y El Caribe, subcontinente que alberga al 43% de los católicos y es el más desigual del planeta. El Documento Conclusivo de Aparecida (A), sobre el que escribí en julio de 2007 en nuestra revista, invita a ser discípulos misioneros para promover una vida digna, plena y feliz “en Cristo”. Entre tantos aportes, actualiza la opción preferencial por los pobres y excluidos hecha en Puebla, desde la fe en el Dios que, “siendo rico se hizo pobre” (2 Co 8,9). Lo recuerdo cuando, como acabo de leer, la pobreza siguió aumentando en la Argentina hasta casi un 40%, y también en muchas partes del mundo, como en este oeste pobre de Castilla en el que se encuentra la provincia de Salamanca. Los “daños colaterales” de la crisis financiera internacional (¿un punto de inflexión en esta fase del capitalismo globalizado?), fueron advertidos proféticamente por Aparecida en mayo de 2007. Entonces los obispos llamaron a “promover una justa regulación de la economía, finanzas y comercio mundial” y a crear instrumentos para “controlar los movimientos especulativos de capitales” (A 406c). Pocos leyeron Aparecida. Quienes leyeron, ¿percibieron aquella llamada de atención? ¿No es un cierto anticipo de los párrafos 36, 46 y 65 de la encíclica Caritas in veritate?

En ella, Benedicto XVI enseña que “en la era de la globalización, eliminar el hambre en el mundo se ha convertido también en una meta que se ha de lograr para salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta” (27). En continuidad creativa con todo el magisterio, dice que el desarrollo integral y solidario requiere “la paz de los pueblos y entre los pueblos” (51).

La lucha por la equidad ¿no debe ser una prioridad ética, política y económica? ¿No habría que dar una asignación a todos los niños, reducir el IVA en alimentos básicos, ofrecer oportunidades para una educación de calidad a los más pobres? Ayer y hoy, los gestos de Juan Pablo II y el mensaje de Puebla siguen urgiendo gestos audaces por la justicia y la paz.

 

 

25/7/2009 Santiago Apóstol

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