mayo-webSeguimos chapaleando el barro de mayo. O mejor dicho, el de los años que corrieron entre las invasiones inglesas y mayo de 1810. Hoy traemos unas páginas de Ignacio Núñez referidas a nuevos actores que salen a escena luego de la primera invasión –y a raíz de ella– y que serán decisivos en los acontecimientos de 1809 y 1810: las formaciones milicianas. mayo-web1Tuvimos ocasión en entregas anteriores de leer fragmentos del diario de un soldado escasamente alfabetizado del cuerpo de Patricios y de ver a varios de los cuerpos enfrentándose en la plaza durante la intentona del 1 de enero de 1809. Ignacio Núñez nació en Buenos Aires en 1792; en octubre de 1806, con 14 años, se incorporó como cadete al tercer escuadrón de Húsares bajo las órdenes de su tío, Pedro Ramón Núñez. Como muchos otros, iniciaba con ese paso una larga experiencia política: luego de la revolución Núñez militará en diversas facciones y asociaciones públicas y secretas, ocupará cargos de importancia, se destacará por sus intervenciones en la prensa periódica y terminará recluido en su casa, en tiempos de Rosas, hasta su muerte en 1846. Testigo de los hechos, vale la pena escuchar lo que tiene para contarnos acerca de esa Buenos Aires que de la noche a la mañana se vio precisada a militarizarse y sobre esos cuerpos de milicianos que protagonizarían los acontecimientos que desembocaron en la revolución.

 

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“La capital se convirtió de improviso en un campamento militar: se hizo un llamamiento general a todas las clases de la sociedad, y no quedó  una que no correspondiese con una gran concurrencia enérgica y desinteresada. El artesano abandonó su taller, ha dicho un contemporáneo, el comerciante su tienda, el abogado su estudio, el estudiante su clase, para instruirse en el manejo del fusil o del cañón y aprender a marchar al compás de un pífano o de un tambor. Corresponden originariamente al general Liniers las bases sobre las cuales se organizó este ejército de ciudadanos, esto es, la de distinguir los cuerpos por provincias y uniformes, dejando sin embargo la más completa libertad para el alistamiento; y la de establecer un orden en la disciplina que pudiese más bien sostenerse por el entusiasmo, que por las reglas severas de las ordenanzas militares.

[…]

Los comandantes de los cuerpos veteranos, eran españoles: lo eran los de los cuerpos voluntarios, vizcaínos, montañeses, gallegos, andaluces, miñones y artilleros. Eran americanos, los de la Legión Patricia compuesta de hijos de Buenos Aires, los de los cuerpos de arribeños, hijos de las provincias interiores; los de los indios, negros y pardos; y los de seis escuadrones de caballería, siendo español únicamente el que mandaba los Carabineros de Carlos IV.

[…]

El armamento era sumamente escaso. La invasión de los ingleses había encontrado a este país sin otro armamento que el de los restos de la expedición que vino de España el año 1776 para hostilizar los establecimientos portugueses. Aun la mayor parte de estos restos se había inutilizado en los desordenados movimientos del Virrey; y el bloqueo del río impedía toda introducción. Se tocaron puros recursos extremos. Se creó un cuerpo de maestranza que trabajaba día y noche, estimulado con grados militares y con salarios crecidos. Se pidió pólvora a la Capitanía General de Chile y al Virreinato del Perú, cuando además de estar situados estos pueblos a tanta distancia, dificultaba el envío de este auxilio la estación que aún impedía el paso de la cordillera: la tropa trepó y bajó los Andes a pie con los cajones de pólvora en los hombros. El plomo se proporcionó por el vecindario, arrancando y entregando caños de las azoteas, que entonces eran en mucho número porque las aguas llovedizas se derramaban en las calles; y todos los útiles de plomo y estaño del servicio doméstico de las familias. A pesar de todos estos esfuerzos, el armamento y las municiones siempre escasearon: bajaron a la capital cuerpos de milicias de San Luis, Paraguay y Tucumán, y fue preciso entretener los primeros en la construcción de baterías y trincheras y en el cuidado de caballos, y agregar los últimos al cuerpo de Arribeños para que los unos y los otros hiciesen el servicio, como lo hacían, con armas que no eran suyas, o con pedazos de bayonetas amarradas en cañas de tacuara. Todo el ejército se uniformó, la mayor parte por sí mismo; el color general era azul, con excepción del tercer escuadrón de Húsares que se uniformó de color verde, y el de Migueletes de color encarnado; la diferencia consistía en las vueltas y en los vivos, y también en los centros. Pero los uniformes, especialmente el cuerpo de oficiales, eran engalonados y de un costo desmedido. El ejército todo desplegaba el mismo entusiasmo por pelear que por lucir, y puede sin exageración asegurarse que en quince días de disciplina, se presentaba en los alardes de parada en un aspecto a la vez imponente y seductor.”

 

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