El 10 de julio de 1993, los obispos del Alto Rhin (Friburgo, Mainz y Rottenburg- Stuttgart) han hecho pública la Carta Pastoral que aquí reproducimos, acerca de la pastoral a los divorciados vueltos a casar.

I. La situación actual

 

La concepción cristiana del matrimonio, comunidad personal de vida que une al hombre y a la mujer, caracterizada a la vez por una asociación y una relación de parentezco, un carácter exclusivo incondicional y la fidelidad de por vida, forma parte de los rasgos más preciosos de una cultura impregnada por el Evangelio. Muchos cristianos, desde el comienzo, no han estado en la posibilidad de respetar una exigencia tan elevada. Todos los períodos históricos, así como todas las formas de sociedad, han chocado contra esta misma dificultad. Hoy sobre todo, las Iglesias tienen a este respecto una experiencia particularmente penosa y a menudo decepcionante. En nuestro país, alrededor de un tercio de los matrimonios acaba en divorcio. En las zonas urbanas la cifra es aún más elevada. Sin embargo, son numerosos los que aspiran a una unión conyugal que repose sobre una inclinación recíproca y que preserve, en una confianza irreversible, la fidelidad y la seguridad. Ciertamente, después de la desilusión de un matrimonio destruido, son numerosos los que se quedan solos, a veces con sus hijos. Pero son también numerosos los que no quieren ya comprometerse en matrimonio, considerado como una forma de vida limitante, y prefieren uniones fuera del matrimonio. Dicho esto, mucha gente cuyo primer matrimonio se ha quebrado, buscan hoy también en una segunda unión conyugal, sancionada conforme al derecho civil, un nuevo contenido para sus vidas. Realizan ese paso en atención a cuestiones sociales, familiares o de amistad, en razón de tener relaciones con personas cercanas a la Iglesia, en atención también a la educación religiosa de los hijos. Muy a menudo, esto desemboca en una ruptura abierta o larvada con la Iglesia.

 

l. Sufrimientos múltiples.

Con mucha frecuencia, los divorciados que viven solos o educan solos a sus hijos también tienen dificultades para encontrar en la Iglesia comprensión y ayuda para su situación. La manera como las personas que han visto quebrarse su matrimonio sobrellevan su destino personal, escapa la mayoría de las veces a la opinión pública. La ruptura y el fracaso de tantos matrimonios se adjudican a una combinación de datos sociales e individuales, que la mayoría de las veces ni siquiera el individuo percibe suficientemente. Muy a menudo nos contentamos con conocer la evolución de las estadísticas:

 

. aumento considerable de los divorcios;

. número creciente de padres y madres solteros;

. formación de uniones no matrimoniales después de una separación;

. nuevo casamiento de divorciados, o casamiento de un contrayente soltero con un divorciado.

. número creciente de familias que cuentan con hijos de varios lechos.

 

Demasiado raramente se piensa que, en tales estadísticas, se reflejan procesos psíquicos de gran profundidad. Sin embargo, no se debería olvidar la degradación del sentimiento del propio valor, el estremecimiento existencial que se expresa en la angustia, la soledad, el sentimiento de culpabilidad, el temor de la privación, las depresiones y la falta de confianza en sí; del mismo modo que no se deberían olvidar las heridas en lo más profundo del alma.

 

Son sobre todo los hijos los que sufren las consecuencias negativas del divorcio. Con frecuencia son ellos los que, después de un divorcio o una separación, sienten con más dolor la ausencia de uno u otro de sus padres. Tales experiencias, sobre todo cuando no son tratadas por psicólogos, a menudo ejercen influencia en el futuro sobre su propia concepción del matrimonio.

 

A veces los divorciados vueltos a casar constatan también que los miembros de su propia familia toman distancia de ellos. Ya no se sienten comprendidos por la comunidad y tienen la impresión de ser dejados solos frente a sus problemas. Es la razón por la que a menudo creen que ya no hay lugar para ellos dentro de la Iglesia. Por otra parte, a causa de su propia historia, tienen dificultades para aceptar las leyes de la Iglesia sobre el matrimonio cristiano. Los católicos que se casan con una persona divorciada sienten aún más la actitud de la Iglesia como una dureza incomprensible. Muchos de entre ellos estiman también que son castigados por la ruptura del primer matrimonio de su pareja.

 

2. Los esfuerzos de la Iglesia

El Sínodo común de los obispos de la República Federal de Alemania (1971-1975), así como el grupo de trabajo ligado al Sínodo, conversaciones con las instancias competentes de Roma, así como el aporte de numerosos teólogos, prueban que la evolución del problema ha sido seguida con la mayor atención. A esto han venido a agregarse numerosas declaraciones de obispos y de Conferencias episcopales. Es extremadamente dificil encontrar «soluciones» responsables que tomen en cuenta, por una parte, las enseñanzas de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio y, por la otra, puedan ayudar en su penosa situación a las personas involucradas. Después del Vaticano II, casi todos los Sínodos diocesanos abordaron el problema.

 

El Sínodo de la Diócesis de Rottenburg-Stuttgart también había tratado esta cuestión en 1985. Ha ocurrido lo mismo en los forum de ciertas diócesis particulares, por ejemplo el de la arquidiócesis de Friburgo (1991-1992). Los consejos diocesanos han puesto este tema varias veces en su orden del día, por ejemplo en la diócesis de Mayence. Es con el objeto de sacar todo el provecho de esas iniciativas diocesanas, que los obispos de la provincia eclesiástica del Rhin Superior publican esta Carta Pastoral común y algunas primeras directivas para el acompañamiento pastoral de las personas cuyo matrimonio se ha quebrado y de los divorciados vueltos a casar.

 

Las orientaciones pastorales que siguen quieren, por supuesto, situarse en el marco de la comunión católica y tienen plenamente en cuenta, por una parte, el lazo fundamental con el Papa, en tanto que centro de unidad, y con la Iglesia entera, pero también responden a las angustias descubiertas en muchos lugares y a las que es necesario atender. Estas orientaciones se esfuerzan por asistir a las comunidades y a sus responsables en su pastoral, por conducir progresivamente, a las personas cuyo matrimonio se ha quebrado, tanto como sea posible, y a los divorciados vueltos a casar hacia una plena participación en la vida de la Iglesia. La Carta Apostólica de Juan Pablo II del 22 de noviembre de 1981 ha confiado a los obispos el cuidado de actuar en este sentido, e indica la vía para llegar hasta allí. En el curso de numerosos encuentros, ellos han unido sus esfuerzos para cumplir esta tarea.

 

II El matrimonio cristiano, una forma de vida contractual.

 

l. El testimonio de la Sagrada Escritura

Sólo el testimonio bíblico y cristiano sobre el matrimonio puede constituir el punto de partida, la norma y el criterio de los principios y de la ayuda a aportar. Según los enunciados de la Escritura, el vínculo entre el hombre y la mujer corresponde a la voluntad del Creador. Él ha creado al ser humano con el fin de que, con una compañía del otro sexo, experimente la seguridad y el amor, y a partir de este mismo amor, transmita una nueva vida. Por esta razón el hombre y la mujer se dicen el uno al otro un “sí” incondicional y no restrictivo, como forma particular de una comunidad de personas. Una acogida tal de un amor recíproco permite y exige al mismo tiempo una fidelidad permanente. Es sólo esta fidelidad la que abre el espacio en el que el hombre y la mujer realizan la comunidad matrimonial, en la que los hijos son acogidos con agradecimiento y en la que pueden desarrollarse.

 

La alta estima que la Biblia tiene del matrimonio, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, se manifiesta en el hecho de que el matrimonio es presentado como la imagen y la semejanza de la adhesión de Dios a la creación y a su pueblo. Lo que se dice sobre la Alianza de Dios con el hombre, se profundiza en la relación indecible de Jesucristo con su Iglesia (Cfr. Ef 5, 21-33). Por esta razón, según la tradición, el vínculo matrimonial del hombre y de la mujer, que tiene por modelo la alianza de Dios con el hombre, es un sacramento: un signo eficaz de la proximidad permanente de Dios con el hombre, en esa situación de vida concreta que es el matrimonio.

 

En una época en que la práctica usual del divorcio se desarrollaba sobre todo en contra de la mujer, Jesucristo restableció la voluntad original de Dios creador y la proclamó nuevamente contra todo arbitrio humano, a saber, que el hombre no tiene el derecho de disponer a su gusto de un matrimonio ya contraído. «Pero en el principio de la Creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y los dos serán una sola carne. Es decir, que ya no serán dos, sino una sola carne. ¡Y bien! Que el hombre no separe lo que Dios ha unido» (Mc 10, 6-9).

 

Haciendo esto, Jesús ha liberado al matrimonio de sus deformaciones y ha vuelto más claro el proyecto inicial de Dios. Jesús ve sobre todo el fundamento de la alteración de este proyecto en la «dureza de corazón». (Cfr. Mc 10,5; Mt 19,8; cfr. también Mc 16,4). La dureza de corazón expresa la pérdida de sensibilidad hacia el ser que se había amado, se cierra al amor verdadero y se vuelve incapaz de acoger el dolor y las penas del otro.

 

Esta insensibilidad desprovista de compasión es el comienzo y el fundamento de todos los pecados. El hombre se rehusa al amor y se encierra sobre sí mismo; cree incluso que tiene «derecho» a una separación. Sin embargo, las «reglas» de la práctica del divorcio – sean de orden religioso o laico – no pueden realmente «curar» esta profunda herida ni la elección que resulta de ella, sino solamente ocasionar un desorden aún más grande y más penoso. En este sentido, nos vamos a entregar aquí a la tentativa, a la vez necesaria y dificil, de ordenar cuanto sea posible algo que no debería existir.

 

Jesús se rehusa a entrar en las discusiones de la época respecto de las disposiciones jurídicas. Por el contrario, vuelve a poner su palabra sobre el matrimonio y el divorcio en el cuadro de la novedad del Señorío de Dios inaugurado por su venida. Este Señorío domina los poderes de la insensibilidad, de la dureza de corazón y de la violencia. Jesús querría, por su mensaje, renovar el corazón del hombre y darle la Buena Nueva de manera eficaz, comprendida aquí la situación conyugal, de manera que el hombre y la mujer, por el retorno al verdadero amor, pudiesen traducir en los hechos el matrimonio conforme al plan divino del origen, con una fidelidad que dure toda la vida. Este amor comprende una disponibilidad siempre nueva al perdón, al renacer del amor y a la reconciliación. (Cfr. Lc 17,3ss; Mt 18,21ss). En nuestra época un tal amor es sin cesar objeto de ataques, es frágil, es riesgoso. Sobrellevar realmente estas tentaciones exige de los esposos un renunciamiento a sus propios intereses, paciencia recíproca y, muy a menudo, soportar una base de insatisfacciones y de sufrimientos. La palabra de Jesús sobre la fidelidad de por vida en el matrimonio es al mismo tiempo un don y un deber, que no cesan de recibir, por la cruz y la resurrección de Cristo, una fuerza nueva y un nuevo coraje.

 

El Nuevo Testamento refleja esta situación y propone un testimonio diferente. No cesa de preconizar la prohibición del divorcio. Los Evangelios según Marcos (10,2 ss) y según Lucas (16,18ss) la formulan sin restricción. La «cláusula de adulterio», de interpretación dificil, que se encuentra en el Evangelio de Mateo (5,32; 19,9), y la «enseñanza» de Pablo (Cfr. I Cor 7,10ss; 7,15) reconocen la posibilidad condicional de un divorcio, o al menos su tolerancia. Sin embargo, tal actitud en casos límite no aparece de ningún modo como una contradicción con la enseñanza de Jesús, sino más bien como una concretización, una modificación y una extensión en una situación particular. En cualquier caso, sin embargo, el principio de la prohibición incondicional del divorcio no es suprimido. Un segundo matrimonio es mirado como una ruptura del matrimonio. No existe ninguna autorización para hacerlo.

 

Esta es la razón por la que toda interpretación de estas palabras debe seguir siendo prudente. Ciertamente, corresponde claramente al mensaje de Jesús ir a la búsqueda de los que están perdidos (cfr. Lc 15), perdonar sin ninguna condición (cfr. Jn 7, 53-8; 11) y compartir la mesa de los «pecadores» (Cfr. Mc 2, 13ss); pero nos podemos preguntar también si tenemos el derecho de transponer estos enunciados de la Escritura, de manera inmediata y global, a la situación de los divorciados vueltos a casar. La misericordia sin límites de Jesús está, en efecto, muy estrechamente ligada a una sincera disponibilidad a la conversión (cfr. Jn 8, 11). Cuando las personas se divorcian, Jesús va a su encuentro con bondad y misericordia, abriéndoles el camino a la conversión y a una vida nueva.

 

2. La tradición de la Iglesia hasta nuestros días.

La actitud de Jesús hacia el matrimonio y el divorcio se diferencia netamente de la del mundo griego y del mundo judío. La Iglesia ha permanecido fiel a esta herencia de su Señor y se ha esforzado sin cesar hasta nuestros días en proteger la comunidad irreversible del hombre y de la mujer. Pero, a pesar del renacimiento fundamental en Jesucristo, el poder del pecado continúa ejerciéndose, incluso entre los cristianos. La Iglesia nunca ha dejado de preguntarse cómo puede permanecer fiel a la palabra y al ejemplo de Jesús y cómo debe, al mismo tiempo, testimoniar la misericordia de Dios con respecto a personas que han vivido una ruptura en su matrimonio.

 

En la larga historia de la Iglesia, nunca han cesado de estallar los antiguos dramas de la historia humana: infidelidad de los esposos, abandono de un compañero en peligro de muerte en el curso del período de “Noche y neblina” (Nacht und Nebel); separación por la violencia de parejas y de familias en razón de la guerra, de la prisión o de la deportación. La Iglesia no ha podido impedir que, a pesar de la predicación del mensaje de Jesucristo, muchas uniones, de hecho, se hayan roto sin cesar. Sin embargo, nunca ha autorizado un nuevo casamiento luego de la separación. Tal es el testimonio de la Iglesia, testimonio claro, inmenso de la Iglesia, dado en obediencia, que continúa siendo para nosotros una obligación. Es verdad que ciertos Padres de la Iglesia de primer orden, tanto en Occidente como en Oriente, como por ejemplo Agustín y Basilio, han propuesto en casos particulares, juicios divergentes.

 

Según el testimonio de ciertos Padres de la Iglesia, en situaciones particulares, y por el único motivo de evitar un mal mayor, la Iglesia ha adoptado frente a la nueva unión una actitud de paciencia llena de duda. Pero esta actitud iba junto con una penitencia pública y la situación era muy expresamente designada como contraria a los enunciados de la Sagrada Escritura. Así, los testimonios relativamente poco numerosos que nos han llegado, se muestran dolorosamente conscientes de esta tensión insoluble, y por eso no disocian jamás, aún en casos límites particulares, la obligación propia y única, a saber, la fidelidad de por vida.

 

Orígenes da sobre esto un testimonio claro e impresionante en su comentario sobre San Mateo: «Algunos responsables de la Iglesia, en oposición a lo que está escrito, han autorizado a una mujer, durante la vida de su marido, a casarse. Haciendo esto, actúan contra la palabra de la Escritura,,, (I Cor 7, 39 y Rm 7,3 son citados aquí), y esto no es seguramente, del todo incomprensible. Debemos, en efecto, admitir, que ellos han autorizado esta manera de actuar, que está en contradicción con lo que se ha dispuesto y escrito desde el origen, en vistas de evitar un mal mayor» (Comentario de Mt 14, 23; PG 13, 1245). Nunca se ha dejado de tener conciencia de que esta práctica se encuentra en contradicción con la concepción del Nuevo Testamento, práctica que también, entrañaba continuamente una desigualdad deplorable de tratamiento entre el hombre y la mujer. En su conjunto, estos testimonios son de interpretación dificil. Los especialistas debaten al respecto. Estos textos testimonian una práctica más flexible que, por otra parte, ciertamente deja aparecer trazos de un comportamiento más laxo, como también influencias externas, por ejemplo, la legislación del Estado. Y sin embargo, a pesar de estas debilidades claramente reconocidas y explicitadas, una práctica tal no ha sido pura y simplemente excluida (cfr. Basilio, ep. 199, can. 6, ep. 188, can. 9; Sínodo de Arlés 314: can. 10/11; cfr. también León Magno: DS 311-315).

 

Agustín, después de un largo debate, reconoció la dificultad del problema: la oscura profundidad del sentido de la Sagrada Escritura, el enigma del corazón del hombre y también la imperfección de su propia posición (Cfr. De fide et operibus, 19; Retractationes II, 57, 84).

 

La investigación reciente ha demostrado que el Concilio de Trento, cuyos documentos forman parte de la tradición de la Iglesia, conoce aún esta tensión, incluso si no emerge directamente en los textos conciliares. El Concilio explicita, en efecto, la doctrina católica sobre el matrimonio y la prohibición de la segunda unión como «conforme a la enseñanza del Evangelio y de los apóstoles» (cfr. DS 1807 = NR11 741), sin querer por esto condenar la práctica de las Iglesias orientales y las exposiciones católicas de orientación diferente sobre la «cláusula de la fornicación».

 

La tradición católica afirma hasta el presente sin restricción esta doctrina de la Iglesia (Cfr. El catesismo para adultos de la Conferencia Episcopal Alemana. Bonn 1985, n. 386-397; El catecismo de la Iglesia Católica, n. 1601-1666).

 

III Orientaciones fundamentales para la pastoral.

 

l. Fundamentos de los esfuerzos pastorales.

Con esta visión de los textos bíblicos y de la impregnación del Evangelio en la tradición de la Iglesia, se encuentran puestos los fundamentos para la pastoral de hoy y de mañana, a pesar de los cambios en la sociedad. La primera y más importante misión de la pastoral consiste en testimoniar frente al hombre, en el seguimiento de Jesús, la Buena Nueva del amor de Dios por el mundo, y de acompañar a partir de la bendición de Dios las vías humanas del amor entre el hombre y la mujer, en el matrimonio y la familia. Todavía hoy, se trata allí de un misterio fundamental de la Iglesia y el hombre. Esta es la razón por la que la preparación al matrimonio cristiano, a todos los niveles de la educación en la fe, así como el acompañamiento del matrimonio, constituyen una tarea de primera importancia.

 

En ese ministerio la Iglesia continúa ligada a la enseñanza de Jesucristo sobre el matrimonio y,  en consecuencia, a la prohibición del divorcio. Fundamentalmente, no puede querer ninguna otra cosa que proclamar constantemente este objetivo decisivo y ayudar a alcanzarlo. Este testimonio no podría quedarse solamente en una proclamación festiva y sin consecuencias, sino que debe ser vivida de manera muy concreta por la Iglesia, es decir por sus miembros. En su tradición, la Iglesia Católica se ha esforzado en preservar con fuerza esta voluntad claramente afirmada por su Señor, en su doctrina y su predicación, en su pastoral y su derecho. Esto podrá aparecer a muchos como una adhesión «ingenua» a la letra del Evangelio, sin embargo se trata aquí del signo concreto, digno de fe, de una firme fidelidad hacia Dios, como Señor de la Creación y fundador de la Nueva Alianza.

 

Las directivas y las ayudas pastorales dirigidas a las personas cuyo matrimonio se ha quebrado, así como a los divorciados vueltos a casar, no son posibles sino en el marco de esta Buena Nueva del amor mutuo, en la fidelidad de toda una vida. Quien en todo momento no haga visible y digna de fe la concepción cristiana del matrimonio como base y fundamento, como una forma de vida positiva, que contribuye al verdadero bienestar del hombre, no responde a las verdaderas necesidades de las personas cuyo matrimonio se rompió y no actúa en el sentido del Evangelio y de la Iglesia. No puede existir «pastoral de los divorciados» únicamente por ella misma, aislada del corazón del Evangelio.

 

2. Razones de muchas crisis en las relaciones entre esposos.

El número de matrimonios que fracasan es hoy incomparablemente más elevado que en otros tiempos. Las razones son conocidas. Mucho más que antes los matrimonios dependen casi exclusivamente de las relaciones entre los esposos: no son más – o lo son apenas – sostenidos por familias numerosas, por los parientes o por grupos de amigos. La duración de la vida, para los cónyuges que contraen hoy matrimonio, es a menudo el doble que antes. Hoy, la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer es parte integrante del matrimonio.

 

En una época en que la concepción social de los roles del hombre y la mujer no es ya afirmada estrechamente, pueden estallar conflictos que deben ser resueltos conjuntamente en el marco de la pareja. Esto supone esfuerzos acrecentados en lo que concierne a la capacidad de los cónyuges para formar una pareja. La presión de las opiniones sociales sobre la sexualidad, el amor y la fidelidad, resuena también en el dominio eclesial y ejerce una influencia más profunda que antes, incluso sobre los cristianos comprometidos. Las ideas de la psicología y de la sociología modernas, cuando son utilizadas correctamente, no pueden ser barridas con el reverso de la mano: el conocimiento de los profundos problemas de identidad del hombre de hoy, la importancia de la capacidad para el amor en relación con el éxito del desarrollo personal, la necesidad de experimentar y purificar el amor erótico para que éste no quede bloqueado pura y simplemente en la fascinación y la proyección, o incluso se desvíe de manera inhumana. Tales deficiencias psíquicas no tardan en gravar con una hipoteca a aquel matrimonio donde se encuentren en estado latente. Es entonces que en numerosos casos uno se pregunta, con derecho, si estaban dadas las condiciones psíquicas para contraer un matrimonio válido. Existe aquí, indudablemente, una zona ambigua. Retroactivamente, a menudo percibimos hasta qué punto era frágil el «sí» dicho al compañero.

 

3. Cuestiones sobre la validez del matrimonio.

Cuando algunas personas, luego del fracaso de una unión, están buscando nuevos caminos, hoy se propone con frecuencia, en razón de este telón de fondo, la pregunta por la validez del primer matrimonio. Sincera y lealmente, el pastor indicará a las personas que se encuentran en estos casos las posibilidades de un proceso matrimonial. La experiencia muestra que muchas personas pueden ser ayudadas luego de la dolorosa experiencia de un primer matrimonio. No es el único camino, pero no debe ser dejado de lado. Aquí se imponen sensibilidad y tacto. Se puede recurrir a los miembros de los tribunales diocesanos para que aporten su consejo o para que asuman el problema, cuando los pastores locales no puedan hacerle frente, momentánea u objetivamente.

 

4. Divorciados entre la exclusión y la acogida

El punto de partida de todos los esfuerzos es la firme convicción de que las personas cuya unión se ha quebrado conservan el derecho de tener un hogar en la Iglesia. Es extremadamente importante hacer comprender de manera concreta a estas personas que sufren, a menudo desde largo tiempo, profundas heridas psíquicas, que en la Iglesia están en su casa.

 

Y esto no debe quedar en afirmación teórica. Las personas que, en su matrimonio, han tenido la experiencia de la ruptura y el fracaso, deben encontrar en las comunidades un espacio de comprensión y de acogida. Por esta razón, los miembros de las comunidades cristianas deben salirles al encuentro con rapidez y sin prejuicios. Esto es particularmente importante para los hijos que proceden de matrimonios quebrados. A menudo están sumergidos en la angustia y llevan las cicatrices de dolorosas heridas.

 

A este respecto quedan muchos puntos por rectificar, ya que en nuestras comunidades existe aún mucho de dureza e intolerancia, junto a cierta disponibilidad para prestar sin reticencia una mano segura. Muy a menudo se juzga y se condena sin apelación y a partir de «lo que se dice», sin tener en cuenta, por ejemplo, el peso de la vida de los hombres y sus trágicas complejidades. Si la Iglesia quiere ser un verdadero lugar de acogida para quienes están en la necesidad, un lugar de hospitalidad y de reconciliación, la comunidad debe prestar una atención particular a quienes están profundamente heridos por causa de una separación o un divorcio. Con este fin, se impone la necesidad de símbolos visibles, signos de invitación. Los pastores y las personas comprometidas en los diferentes ministerios pastorales y caritativos, sea al interior o hacia fuera de las comunidades, deben hacer todo lo posible para indicar a tiempo a los miembros de un matrimonio en peligro el camino para un consejo y para un nuevo punto de partida en común en el espíritu del Evangelio. Del mismo modo, las comunidades deben también prestar atención a las personas separadas y divorciadas, pero no vueltas a casar, sobre todo cuando ellas no son culpables. «En este caso la comunidad eclesial debe particularmente sostenerlas, procurarles estima, solidaridad, comprensión y ayuda concreta, de manera que les sea posible conservar la fidelidad, incluso en la difícil situación en la que se encuentran; ayudarles a cultivar la exigencia del perdón, propia del amor cristiano, y la disponibilidad a reanudar eventualmente la vida conyugal anterior.» (Familiaris Consortio 83) Existen muchas personas divorciadas que permanecen fieles al «sí» pronunciado una vez y que viven en consecuencia. «En tal caso su ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana asume un particular valor de testimonio frente al mundo y a la Iglesia, haciendo todavía más necesaria, por parte de ésta, una acción continua de amor y de ayuda, sin que exista obstáculo alguno para la admisión a los sacramentos.» (FC 83)

 

En tales situaciones las comunidades deben hacer prueba de discreción frente a los divorciados. Esto vale también para los padres y madres solteras. Muchos de entre ellos sienten aún difícilmente el dolor de la separación y luchan por su subsistencia material y sus ingresos cotidianos. Son absorbidos por estas preocupaciones y van a menudo hacia un futuro incierto. Las comunidades deben reservarles un lugar amistoso de acogida, sin prejuicios, y de permanencia pacificadora, y aportarles ayuda concreta. Haciendo esto,  prestan un servicio a las personas que se encuentran en este problema, evitando que, de una manera precipitada e irreflexiva, a menudo empujadas por la necesidad, se comprometan en uniones que, muy a menudo, los arrojan de nuevo sobre la desdicha. La Iglesia debe saber que, para estas personas, en el camino de su vida, ella puede ofrecer un techo por cierto tiempo, levantar una tienda. Ciertamente, luego de una primera curación, ellos continuarán su ruta, a lo largo de la cual los contactos con la Iglesia podrán devenir cada vez más débiles o aún desaparecer. Aquí, se trata de una auténtica diaconía, que no debe buscar ventaja alguna, de cualquier orden que sea. (cfr. Mt 6,3)

 

IV La preocupación particular por los divorciados vueltos a casar.

 

Lo que acabamos de decir vale también en gran parte para aquellos que, luego de un divorcio, han contraído un nuevo matrimonio civil. La Iglesia puede hacer mucho por este grupo importante, aún si el nuevo matrimonio no es reconocido como válido por la Iglesia y no pueda permitirle un acceso general a los sacramentos. Importa aquí poner término a las informaciones deformadas y a los prejuicios. Los divorciados vueltos a casar no son excluidos de la Iglesia. No son tampoco excomulgados, es decir, total y fundamentalmente excluidos de la comunidad cultual y sacramental.[1] Pero como estas personas, según la convicción de la Iglesia, se encuentran en una oposición objetiva a la Palabra del Señor, no pueden ser admitidas indistintamente a los sacramentos, en primer lugar a la Eucaristía. Para mucha gente, esto es seguramente experimentado como una decepción, y ciertamente es así. Pero no es menos verdad que los divorciados vueltos a casar están en su casa en la Iglesia, aún si los derechos que tienen todos los miembros de la Iglesia están parcialmente limitados para ellos. Ellos son parte nuestra. En ningún caso habría que rehusar pura y simplemente a estas personas una real posibilidad de salvación.

 

l. Los divorciados vueltos a casar con relación a la Iglesia y las comunidades.

Aquí todavía la Carta Apostólica Familiaris Consortio contiene un cierto número de acentuaciones esenciales a las que hasta el presente se había prestado poca atención. Los divorciados no deben ser abandonados a sí mismos; la Iglesia no debe cesar de invitarlos, en la medida de lo posible, a participar de la comunidad que ella forma. El Papa escribe: «En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios.» (FC 84).

 

Se trata aquí, en definitiva, del testimonio efectivo de la fe cristiana vivida día tras día. Este es igualmente ofrecido a los divorciados vueltos a casar. Se encontrarían en el error todos los que, por el contrario, dejaran de lado y descuidaran esta dimensión de una fe cristiana activa, dejando a estas personas en un funesto aislamiento que consistiría solamente en la admisión a los sacramentos. Los divorciados vueltos a casar pueden, como miembros de la Iglesia, aportar también un testimonio de importancia cuando, a pesar de las restricciones referidas a la admisión a los sacramentos, colaboran en el seno de la comunidad y, en el marco del diálogo de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia, dan cuenta -por citar un ejemplo- del fracaso de su primer matrimonio, y dan testimonio de su segunda unión que, muy a menudo, se traduce en un mayor éxito en el plano humano. Piénsese por ejemplo, en invitaciones a colaborar en los círculos familiares, a participar en jomadas de reflexión, etc.

 

Para resolver sus dificultades los divorciados vueltos a casar deben encontrar asistencia. Las sombras del pasado deben ser enfrentadas en diálogos sinceros. La Iglesia tiene el deber de integrar a estas personas en su intercesión: «La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza.» (FC 84). Esto debe evidenciarse de manera aún más fuerte en las celebraciones religiosas.

 

2. La cuestión de la «admisión » a los sacramentos, en particular a la Eucaristía

Las más recientes declaraciones de la Iglesia manifiestan de la manera más clara que los divorciados vueltos a casar no pueden ser admitidos a la mesa eucarística, “dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía.» (FC 84). Se trata en este caso de una toma de posición global que excluye toda admisión general de los divorciados vueltos a casar a los sacramentos. Quien actúe sobre este punto de otra manera, contraviene las directivas de la Iglesia.

 

Desde hace mucho tiempo la Iglesia autoriza la admisión a la Eucaristía de los divorciados vueltos a casar cuando, teniendo una estrecha comunidad de vida, viven en la abstinencia como hermanos y hermanas (Cfr. FC 84 y la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe, del 11 de abril de 1973, dirigida a los obispos). Se llama también a esto «la práctica habitual de la Iglesia» (probata praxis Ecclesiae). Muchos miran esta posición como contraria a la naturaleza y a la fe. Efectivamente, para plantear un juicio cualquiera, hay que apelar al realismo y la objetividad, pero también al tacto y a la discreción. Efectivamente, muchos divorciados vueltos a casar han asumido esta vía extraordinaria, a veces heroica, con coraje y espíritu de sacrificio. Ellos merecen respeto y reconocimiento. Evidentemente, tal manera de vivir no es posible, en el largo plazo, para todos los divorciados vueltos a casar, y sólo raramente para parejas jóvenes.

 

3. Necesidad de una visión diferente para cada situación.

Los obispos, tanto como los sacerdotes, conocen la angustia de muchas de las personas que tienen estos problemas y participan de su sufrimiento. Sería ya una ayuda importante si en todas partes todos tomaran conciencia de las posibilidades que hoy existen y las reconocieran.

 

Familiaris Consortio nos ayuda a dar aún un paso más. La Carta Pastoral dice, en efecto, que «Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones. En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos y, a veces, están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido.» (FC 84).

 

Familiaris Consortio acentúa diversas situaciones, pero deja libradas las decisiones concretas a la sabia práctica de cada pastor. Esto no debe significar un cheque en blanco para hacer cualquier cosa. A la larga, la evaluación de situaciones diferentes no puede ni debe ser el único punto de referencia.

 

Luego de extensos estudios sobre muchos planes (conducidos por teólogos, consejos, sínodos, forums, etc.) aparecen más y más preciosas medidas comunes para responder al pedido del Papa Juan Pablo II de establecer diferencias entre las diferentes situaciones y de tener un juicio consecuente sobre cada una de ellas.

 

Tomar en cuenta con sinceridad todos estos puntos es el único camino que desemboca en una decisión de conciencia responsable. Es indispensable tener en cuenta los siguientes criterios:

1) Si en la ruptura del primer matrimonio ha habido una falta grave, la responsabilidad debe ser admitida y mostrar arrepentimiento por ella.

2) Hay que afirmar de manera creíble que un retorno al primer compañero o compañera ya no es verdaderamente posible y que, con la mejor voluntad del mundo, es imposible vivir de nuevo el primer matrimonio.

3) La injusticia perpetrada y los daños ocasionados deben, en la medida de lo posible, ser reparados.

4) Esta indemnización comprende la puesta en práctica de las obligaciones que conciernen a la esposa y los hijos del primer matrimonio. (Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 1071.§ 1,3).

5) Hay que estar atento al hecho de que uno de los miembros ha podido romper su primer matrimonio haciendo ostentación pública y eventualmente causando escándalo.

6) La segunda unión debe haber sido probada durante un largo período, mostrando una voluntad decidida y públicamente reconocible, en vista de una vida en común duradera, según el orden del matrimonio y en tanto que realidad moral.

7) Se debe haber dado prueba de que la vinculación con la pareja y con los hijos de esta segunda unión se ha convertido en un nuevo compromiso moral.

8) Debe estar suficientemente establecido – pero en lo visible no más que para los otros cristianos – que los esposos se esfuerzan por vivir realmente de la fe cristiana y a partir de motivaciones sinceras, es decir de fundamentos religiosos auténticos, y quieren participar de la vida sacramental de la Iglesia. Lo mismo vale para la educación de los hijos.

 

Las personas implicadas deben esclarecer y evaluar estas diferentes situaciones y circunstancias en una entrevista sincera con un sacerdote sabio y experimentado. Una conversación tal es necesaria en todos los casos para clarificar a fondo la situación de hecho. Acabamos de enumerar los criterios a tener en cuenta. El pastor debe indicar también a las personas implicadas los medios que procura la Iglesia para esclarecer como es debido su situación.

 

4. La posibilidad de una decisión tomada en conciencia, en el caso de una persona particular, para su participación en la Eucaristía

Es en este contexto que se sitúa la decisión sobre el problema de la participación en la celebración de los sacramentos. Como hemos dicho, no puede haber admisión general, formal y administrativa, en razón de que si lo hacemos la fidelidad de la Iglesia frente a la indisolubilidad del matrimonio se vería oscurecida. Menos aún se puede decidir, en casos particulares, una admisión unilateral bajo la responsabilidad del ministro. En el transcurso de un diálogo pastoral del miembro de un segundo matrimonio con un sacerdote, -diálogo donde se clarifique a fondo, con sinceridad y objetividad, el conjunto de la situación- puede ocurrir que los dos esposos (o bien sólo uno de los dos) se sientan autorizados por su conciencia a aproximarse a la mesa del Señor (cfr. sobre este punto CIC, can. 843 § 1). Se trata particularmente del caso en que se está persuadido en conciencia de que el matrimonio anterior, quebrado sin esperanza, jamás fue válido (Cfr. también FC 84). Una situación parecida, muy próxima de la primera, se presenta cuando las personas implicadas han recorrido ya un largo camino de reflexión y de penitencia; a esto viene a agregarse la existencia de un conflicto insoluble de deberes, en el que el abandono de la nueva familia provocaría una grave injusticia.

 

Sólo el individuo puede tomar tal decisión, una decisión personal en conciencia. Para tal fin, tendrá necesidad de una asistencia que lo esclarezca y del acompañamiento sin prejuicios del ministro de la Iglesia, que aviva su conciencia y vela porque las disposiciones fundamentales de la Iglesia sean respetadas. Las personas implicadas deben entonces aceptar ser aconsejadas y acompañadas. Cada caso particular debe ser examinado: no admitir indistintamente, no excluir indistintamente. Sin semejante diálogo espiritual y pastoral, que incluye igualmente los elementos del arrepentimiento y la conversión, no puede haber participación en la Eucaristía. La participación de un sacerdote es necesaria para esta clarificación porque el acceso a la Eucaristía es un acto público, un acto de Iglesia. Sin embargo, el sacerdote no pronuncia la admisión administrativa en el sentido formal del término.

 

El sacerdote respetará el juicio realizado por la persona en cuestión que, después de un examen de conciencia, ha llegado a la convicción de que puede asumir la responsabilidad frente a Dios de aproximarse a la sagrada Eucaristía. Pero este respeto de la decisión, comporta seguramente diferentes grados. Puede existir entre las personas implicadas una situación límite muy compleja, en la que el sacerdote no puede prohibir el acceso a la mesa del Señor y debe más bien tolerarlo. Pero igualmente puede ocurrir que una persona, a pesar de la existencia de signos objetivos de falta, no se atribuye subjetivamente ninguna falta grave. Aquí el sacerdote, después de haber evaluado cuidadosamente todas las circunstancias, debe más bien animar a la persona a un examen de conciencia preparatorio.

 

El sacerdote protegerá la decisión así tomada en conciencia, de las condenas y las sospechas, pero tratará igualmente de no provocar escándalo en la comunidad. Cuando, después de un examen de conciencia, no es posible admitir a alguien a la comunión, esto no quiere decir – como ya lo hemos subrayado – que esta persona está pura y simplemente excluida de la comunión de la Iglesia o que la salvación le sea rehusada. Tales personas no son excluidas del llamado de la gracia y de la fe, de la esperanza y de la caridad, y muy particularmente de la intercesión de los fieles (Cfr. FC 84). Para ellas existen siempre otros caminos para participar activamente en la vida de la Iglesia.

 

5. El lugar de los divorciados vueltos a casar en el conjunto de la comunidad

Aún queda la cuestión de saber si los divorciados vueltos a casar sufren otro tipo de perjuicio dentro de la Iglesia. Para convertirse en padrinos de bautismo o confirmación, se presupone una manera de vivir que corresponde a la fe y a la función que se ejerce (Cfr. CIC, can. 872 y 874, 893 § 1); para las tareas del ámbito pastoral, por ejemplo, se exigen buenas costumbres (Cfr. CIC, can. 512 § 3). Los divorciados vueltos a casar no son, sin embargo, excluidos en principio. De todos modos, el pastor debe interrogar a las personas implicadas para saber si la aptitud exigida para ciertas cargas determinadas puede ser cumplida dentro de ciertas reglas. Se llega así a la distinción entre diferentes situaciones que ya hemos evocado más arriba. Los divorciados vueltos a casar no son excluidos de oficio de los ministerios eclesiales y de la pertenencia a los órganos de consulta. Las modalidades, en lo que concierne a los diferentes Consejos diocesanos, son precisadas en los estatutos de cada diócesis. Lo que puede sin embargo abrir dudas, es la colaboración en los ministerios honoríficos que no tienen carácter representativo, fuera de los cargos públicos de dirección. Por las mismas razones, una colaboración en la preparación de los niños y los jóvenes a los sacramentos no es recomendable.

 

Por otra parte, el pastor no sólo es competente para la administración de los sacramentos y, por esto, para la participación en su celebración; debe también preocuparse por el lugar de los divorciados vueltos a casar en general y también tomar en cuenta la situación concreta de la comunidad. La responsabilidad de las personas implicadas no se refiere solamente a su vida personal, sino también al bien común de la Iglesia. Esto es particularmente importante en el caso en que se asuman eventualmente ministerios representativos. El pastor debe igualmente estar atento a la turbación o al escándalo en la comunidad.

 

Sea como fuera, se llega siempre al mismo punto: el arraigo concreto y la inserción de los divorciados vueltos a casar en la vida cotidiana de la comunidad. Hay que evitar que motivos exteriores, como por ejemplo el reconocimiento o la mejora de una situación, o incluso el aumento del prestigio, tengan un rol importante. Por otra parte, en lo que concierne a los enfermos y a los moribundos, siguiendo en esto la práctica habitual de la Iglesia, se debe evitar poner exigencias no razonables para la recepción de los sacramentos. En la mayoría de los casos, se puede renunciar hoy a la prohibición de la sepultura cristiana. Sin embargo, «antes de la muerte, un signo cualquiera de arrepentimiento» debería darse. (Cfr. CIC. can. 1184, § 1,3).

 

6. Posibilidades y límites de la oración y de actividades ligadas al culto para los divorciados vueltos a casar.

La Iglesia debe orar por los divorciados vueltos a casar. Esto es igualmente válido en primer lugar para el pastor. Está de todos modos estrictamente prohibido «a todos los pastores por cualquier motivo o pretexto que sea, celebrar en favor de los divorciados que se vuelven a casar, ceremonias de ninguna clase» (FC 84). Por esta razón, una actividad cultual pública, no solamente provocaría entre numerosos fieles una incomprensión respecto del profundo valor de la indisolubilidad del matrimonio cristiano, sino que introduciría funciones cultuales cargadas de grave ambigüedad, porque darían la impresión de que todo está en regla. Una oración en común con los esposos que se encuentran en esta situación es lo que corresponde a una pastoral diferenciada para aquellos que han visto quebrada su unión. Esta puede revestir diversas formas. Se puede pensar por ejemplo en la oración personal, en una invitación a las celebraciones de la comunidad o una intercesión especial. No se recomiendan oraciones rituales elaboradas, que harían pensar en un acto de ministerio. Las falsas interpretaciones son casi inevitables en este género de situación. Esto es cierto sobre todo en el caso de ciertas celebraciones eucarísticas cuando tienen lugar en un tiempo determinado, a saber, relacionadas con el matrimonio celebrado frente al oficial de estado civil. En interés de una pastoral diferenciada, el pastor puede y debe renunciar a iniciativas públicas de este género, Las personas implicadas no deben exigírselo. Se puede testimoniar de su participación, por ejemplo, mediante visitas, entrevistas, cartas, etc.

 

7. La responsabilidad concreta del acompañamiento pastoral

Todo responsable de la pastoral, según los principios que venimos de recordar, puede acercarse a los divorciados vueltos a casar de la comunidad. Es un sacerdote experimentado quien debe conducir el encuentro, y ese sacerdote, en caso de admisión a la Eucaristía debe, en todos los casos, informar al párroco competente. Esto exige la responsabilidad del párroco para la organización de la celebración, sin olvidar todas las formas de reconciliación con la Iglesia (Cfr. 2 Cor 5, 11-21).

 

Una cuestión queda aquí planteada y hay que evocarla: ¿en cada decanato, no debería designarse en el futuro un sacerdote experimentado para las situaciones particularmente dificiles? Por supuesto, las autoridades pueden ser consultadas.

 

Estas últimas reflexiones muestran hasta qué punto la sensibilidad y el sentido de la responsabilidad son necesarias, de parte de todos los agentes de pastoral y, ante todo, de los sacerdotes y del párroco. Esto es verdad para la predicación y la educación permanente en la fe, desde la homilía dominical hasta los cursos de religión.

 

Sin una atención vigilante a estos principios, en todas las formas de instrucción religiosa, no podría alcanzarse un tal objetivo. Las comunidades también necesitan para alcanzar estos fines, paciencia y discreción.

 

V. Perspectivas: La fuerza vivida del Evangelio y las situaciones de frontera.

 

La dimensión pastoral no debe limitarse o reducirse a la preocupación por las personas cuya unión ha sido rota, ni a los divorciados vueltos a casar. Más bien debe existir una preocupación pastoral por el matrimonio y la familia en su conjunto, que tome en cuenta la vulnerabilidad de las relaciones humanas, la formación de la conciencia, su carácter irreemplazable, así como la necesidad de un diálogo pastoral particularizado.

 

La preocupación por los divorciados vueltos a casar, únicamente puede ser exitosa en esta concepción global. Por esta razón aquí son necesarios acercamientos pacientes y de largo plazo, con personas de formación teológica, espiritual y pastoral.

 

Los principios que acabamos de exponer necesitan todavía de una transposición a otros dominios, como por ejemplo en el derecho al ministerio y al trabajo en el plano eclesial. La Conferencia Episcopal Alemana se preocupa por esclarecer estos problemas.

 

Del mismo modo, el juicio sobre las uniones aún no matrimoniales, o sobre las uniones no matrimoniales durables, como los casamientos únicamente civiles contraídos por cristianos, deberían ser objeto de una visión diferenciada.

 

Las condenas en bloque, lo mismo que una ligereza general en la admisión a los sacramentos, están tan fuera de lugar como para el grupo de los divorciados vueltos a casar.

 

Muchos problemas tratados aquí representan problemas generales que importan a la pastoral actual. Es la razón por la cual no se debe poner unívocamente ciertas exigencias a los divorciados vueltos a casar, como por ejemplo en lo concerniente a las condiciones para la admisión a la Eucaristía; pero el diálogo sobre la pastoral para los divorciados vueltos a casar adolece de otros defectos en otros dominios que conciernen a todos, por ejemplo la participación digna en la Mesa del Señor. Sería necesario aquí evocar un redescubrimiento y una renovación de la «comunión espiritual».

 

Reencontramos aquí una exigencia fundamental. Solamente cuando el corazón de la fe cristiana es fundamentalmente reforzado en la teoría y la práctica del matrimonio, la Iglesia puede comprometerse, sin producir incomprensiones, a favor de personas cuyo matrimonio se ha quebrado, y particularmente a favor de los divorciados vueltos a casar.

 

Ante todo se trata del testimonio vivido de esposos cristianos. Nada podría reemplazar esta realidad. La fuerza del Evangelio supera el esfuerzo para tratar de manera justa los casos límite. Esto vale particularmente cuando tales casos están en aumento e incluso se multiplican hasta el exceso. Una actitud fundamentalmente equilibrada, reflexiva, se vuelve cada vez más necesaria.

 

El célebre Padre de la Iglesia, Gregorio Nacianzeno, resumió el problema en esta fórmula: “No exagerar en la fuerza, no sublevarse por una flexibilidad marcada de debilidad».

 

 

Fribourg-en Brisgau, Mainz, Rottenburg.

10 de julio de 1993.

 

Mons Oskar SAIER,

Arzobispo de Fribourg-en-Brisgau.

 

Mons Karl LEHMANN,

Obispo de Mainz.

 

Mons Walter KASPER.

Obispo de Rottenburg-Stuttgart.

 


[1] La discusión sobre el canon 915 ha mostrado bien hasta aquí que una aplicación general y global de esta norma a los divorciados vueltos a casar no es posible y que, en esta misma medida, las reflexiones del canon 915 sobre una admisión «diferenciada» a los sacramentos, tal como es propuesta allí, no está excluida,

1 Readers Commented

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  1. Isabel on 19 marzo, 2010

    El respeto al cristiano de buena de voluntad, conciente de limitaciones y humanidades es el resultado de esta nota, que creo, que estos Obispos encontraron en el discernimiento de buena Fe, acompaña al crecimiento espiritual de quienes motivados por la gracias, nosotros los pecadores, presenciamos el ejercicio de la misericordia, esperanza y caridad de nuestro Señor.

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