por Roberto Di Stefano. Sudamericana, Buenos Aires, 2010, 411 páginas.
Roberto Di Stefano, integrante del Consejo de Redacción de Criterio, es doctor en Historia por la Universidad de Bolonia, investigador del CONICET y de la UBA y autor de varias obras, entre ellas una bien conocida Historia de la Iglesia argentina, en colaboración con el italiano Loris Zanatta.
El título Ovejas negras denota algo más que fina ironía. Más allá del color, los anticlericales argentinos, cuya historia se quiere trazar, eran parte del rebaño, en palabras de René Rémond, católicos por filiación y por reacción. No hay una sola forma de ser anticlerical, por lo cual el lector se sorprenderá de la variedad de matices que irán surgiendo a lo largo del libro.
El prólogo con que Di Stefano presenta su estudio constituye por sí mismo un ensayo con valor propio donde plantea hipótesis y desarrolla argumentos que permiten acercarse a una realidad más compleja que de un lado y del otro se ha pintado. Comienza el recorrido en el período de la dominación española donde no faltaron conflictos entre la autoridad civil y la eclesiástica (buen ejemplo de ello es don Tomás Rocamora en Corrientes), potenciados con la creciente centralización de los Borbones y el recurso al brazo secular para forzar a los remisos a la confesión anual, lo que deja asombrado cuanto menos al lector de hoy.
Sobre el final del siglo XVIII llegarán los vientos de la Ilustración y los ecos de la Revolución Francesa. No es de extrañar la aparición de libros de ese país contra el celibato y las órdenes religiosas, máxime que la Constitución Civil del Clero de 1790 suprimió a estas últimas y disolvió, maravilla ahora del brazo secular de nuevo cuño, los votos de aquéllas. El rechazo del celibato será una obsesión del anticlericalismo o, cuando cuadre la distinción, del anticatolicismo, que lo redujo a una cuestión de genitalidad y no de renuncia “por el reino de los cielos”.
A partir de mayo de 1810 la sociedad se encuentra “en estado de revolución”, lo que afecta también a lo espiritual. No hay duda de que para algunos católicos de la época habrá sido una “revolución impía” (título del capítulo II), y que algunos se ocuparon de que así pareciera, como Juan J. Castelli y Bernardo de Monteagudo. Hubo clérigos en uno y otro lado, y entre los que abrazaron la causa de la Revolución quienes integraron todas las asambleas, incluido el Congreso de Tucumán. La notable investigación del autor sobre material de archivos hasta ahora inédito, permite detectar al teatro como una de las formas de ataque a la religión. Pecan de exceso de detalle los desarrollos argumentales y transcripciones de esas obras, que versan sobre el rescate de doncellas del cautiverio de los conventos, de las pasiones de los dignatarios, de los horrores inquisitoriales y de los abusos en la Confesión. Un sobrino homónimo del prócer Manuel Belgrano se contó entre los plumíferos. Por esa época se leían y traducían obras extranjeras, francesas como la que el autor ha referido, adhiriendo a la tesis, en un número reciente de nuestra revista, sobre el celibato y los seminarios.
Son objeto de cuidadosa consideración el milenarismo de Manuel Lacunza, la experiencia de Francisco Ramos Mejía, que de haber vivido en los Estados Unidos podría haber sido fundador de una religión (los adventistas ven en él un precursor), las mofas del Restaurador contra el anciano obispo Medrano y el “moderado anticlericalismo” de la Generación del 37.
En tal sentido es interesante seguir la evolución de Juan María Gutiérrez hacia posturas cada vez más radicalizadas, o la carta de Juan B. Alberdi a Félix Frías pidiéndole modere sus críticas a la libertad de cultos, precisando, a todo evento: “Jamás he sido anti religioso”.
Los capítulos siguientes muestran el conflicto entre el obispo Escalada y los jesuitas con la masonería, a cuyos miembros se negaba la sepultura eclesiástica. La sociedad secreta ha sido objeto de estudios a menudo apasionados, pero más recientemente se ha ganado en ecuanimidad. Luego llegamos a los momentos de alta conflictividad del Congreso Pedagógico, la ley 1420 (en los que, bien lo expresa el autor, la energía en la defensa de las convicciones no siempre fue en desmedro de la buena relación y amistad de los protagonistas) y la de matrimonio civil, amén de la secularización de los cementerios. La Iglesia perdió esas batallas, pese a la calidad de sus defensores (y el sacrificio de figuras como José M. Estada, que fue despojado de su cátedra).
Con el final del siglo XIX el anticlericalismo fue perdiendo fuerza. En sus filas militaron hombres de la talla de Sarmiento, Carlos Pellegrini, Delfín Gallo, los López, Luis María Drago, entre otros, hoy virtualmente proscriptos por la nueva “historia oficial” pero no precisamente por razones confesionales.
León XIII había dado la orden del ralliement con la III República, y bien sabemos que lo que ocurría en Europa repercutía en estas latitudes. Surgía el catolicismo social y, a la vez, nuevos enemigos que tenían en la mira a católicos y anticlericales por igual. Es penoso leer las invectivas antirreligiosas de Florentino Ameghino, un lujanense enconado con la Virgen patrona, y las de José Ingenieros, en cuya lúbrica descripción de una peregrinación a Luján imagina el onanismo de los jóvenes participantes. Las palabras de estos exponentes de la Argentina científica e intelectual resultan agraviantes para cualquier sensibilidad religiosa. Tanto odio sólo se explica por el auge de Luján como centro de religiosidad, especialmente de los más humildes.
El explícito ateísmo fue, en apariencia, más la excepción que la regla. Se proclamaba, en cambio, un difuso teísmo y una actitud de admiración a un Jesús despojado de su divinidad, el “dulce rabí de Galilea” de Ernest Renan y se inventaban ritos laicos de sustitución. Los ejemplos citados son harto elocuentes.
Bajo el título “La nación católica”, el autor engloba algo más de la mitad del siglo XX, en el que los anticlericales no son ya tanto los liberales como los socialistas y anarquistas, sin olvidar al demócrata progresista Lisandro de la Torre y su polémica con el director de Criterio, monseñor Gustavo Franceschi.
El auge de la “nación católica” con la revolución de 1943 se mutará en persecución desde fines de 1954. Los diarios en poder del peronismo retomarán las viejas muletillas anticlericales, mientras Perón, al igual que otros antes que él, afirmaban no tener problemas con Cristo sino con los “malos curas” (entre ellos, uno del clero cordobés llamado Enrique Angelelli).
El derrocamiento de Perón encontró codo a codo a católicos como Mario Amadeo y Atilio Dell´Oro Maini, con liberales, radicales y socialistas defensores de plataformas laicistas. La contraposición entre la enseñanza “libre” y “laica” movilizó a unos y otros, con victoria parcial de la primera, ya que si bien no se restableció la religión en la escuela, se autorizó la creación de universidades de las que hoy existen tanto católicas como de otros credos y laicas.
Un capítulo final resume lo que quiere ser un cuadro de situación en el que la Iglesia es vista como un fenómeno de poder, al que los partidarios de la laicización han buscado, con relativo éxito, reducir; y si no lo han logrado, se debe a la infinita crisis argentina. Así, puntualiza que el divorcio se logró mientras Alfonsín tenía consenso político, aunque la cuestión iba más allá de las fronteras partidarias además del fallo de la Corte en el caso “Sejean”. En el Congreso Pedagógico, donde hubo de parte de sectores radicales, voluntad de cercar a la Iglesia, los católicos se impusieron por su capacidad de movilización y participación.
Hacer la historia de las ovejas negras puede llevar a que la de las blancas pase inadvertida o quepa solo bajo el prisma de la polémica, la reacción y la agresión entre unas y otras o las críticas por las claudicaciones en la vida de ovejas y pastores. Cuando de las personas se trata, deben ser vistas desde más de un ángulo, ya que las posiciones cambian a lo largo de la vida y de las circunstancias. Las citadas actitudes irreligiosas de Dorrego que, recordemos, para saber algo más de su carácter, fue fulminado por San Martín por burlarse de la voz aguda del general Belgrano, escribió a sus hijos desde Navarro, a momentos de su trágico fusilamiento: “Sed católicos y virtuosos, que esa religión es la que me consuela en este momento”. San Martín, sobre cuyo fervor no habría demasiado que decir, dictó sin embargo normas draconianas contra la blasfemia en la Campaña de los Andes y, desafiando al gobierno rivadaviano, visitó al delegado papal Giovanni Muzi, a quien acompañaba el joven sacerdote Mastai Ferretti, luego Pío IX. Llama la atención otra ausencia, la del Congreso que sancionó la Constitución histórica, y cuyos debates sobre la materia religiosa fueron los más extensos según registran las actas. Bien sabemos que se llegó a la fórmula “sostenimiento de la Iglesia Católica-Patronato-libertad de Cultos” y que algunos de sus mejores defensores fueron sacerdotes. Alguien tan poco clerical como el vicepresidente Salvador María del Carril ordenó publicar el Sermón del padre Esquiú que exhortaba a los católicos a obedecer la Constitución, jurada por los pueblos “sobre la Santa Cruz en que se inmoló el Redentor del mundo”. Bien hubiera merecido también detenerse en la Convención de 1860 con la propuesta de Frías de enfatizar la confesionalidad del Estado y la prudente advertencia que le hizo Sarmiento de evitar poner en discusión el artículo 2 porque las consecuencias podrían ser inversas a las buscadas. Más cerca nuestro, así sea como hipótesis, parece difícil catalogar al padre Castellani o a sectores de la Teología de la Liberación en formas peculiares de anticlericalismo pese a sus conflictos jerárquicos.
No podemos compartir por cierto que el incendio del Salvador en 1875 y en 1955 el de las iglesias y de la curia con su archivo, que significó que parte de nuestra “memoria” se haya perdido para siempre, tengan “una inseparable contraparte” en el catolicismo “desde la de un orden colonial sustentado en última instancia en la coerción física”. No debe olvidarse respecto de 1955, que no fueron las masas indignadas por el golpe frustrado del 16 de junio las que atacaron las iglesias sino grupos perfectamente digitados desde despachos oficiales, los mismos que un par de años antes habían hecho arder, en improbable compañía, el Jockey Club, la Casa Radical y la Casa del Pueblo del socialismo, ante vista y paciencia de los bomberos. Muchas de las expresiones descriptas en la obra, hoy en día se siguen manifestando contra la destinataria del “último prejuicio”, la Iglesia Católica. El anticatolicismo, como el antisemitismo, es una forma de intolerancia, que ha desembocado en formas de abierta o solapada persecución.
Con rigor académico, el autor detalla las fuentes utilizadas, libros, documentos, en número impresionante, explayadas en una “orientación bibliográfica” para cada capítulo. Para el asombro, la polémica, el enojo, o simplemente, por el agrado de una obra bien escrita y bien fundada, vale la pena acercarse a las Ovejas negras cuya historia es en buena parte la nuestra, como país y como Iglesia.