La Boheme

La Boheme

El domingo 30 de mayo Giacomo Puccini fue protagonista absoluto de la lírica en Buenos Aires. En el renovado teatro Colón La Bohème se representaba como primer título de la temporada. Rodolfo y Mimí tanteaban en la oscuridad (“ayudando al destino”) para encontrar la llave que iniciaría en “una noche de luna, que por suerte tenemos de vecina” su historia de amor, que seguirá en la euforia del Café Momus y se derrumbará con el avance de la tisis.

 

 

La Bohème recibió una fría acogida la noche de su estreno, en 1896, con Arturo Toscanini al podio. La novela de Murger Escenas de la vida bohemia fue llevada a la ópera un año más tarde por Ruggero Leoncavallo, y hemos tenido la oportunidad de conocerla en el Colón. Pero la de Puccini, con libreto de Illica y Giacosa, arrasó pronto con todo. Sus intérpretes han ido desde Caruso a Villazón, de Melba a Netrebko, sin olvidar por cierto a quienes la cantaron en el Colón, por ejemplo Beniamino Gigli con nuestra compatriota Helena Arizmendi, y Luciano Pavarotti en el único rol cantado entre nosotros. Conocida y amada, quizás la que más entre las producciones puccinianas, su éxito se explica por la historia de gente sencilla y buena: la costurera, que en realidad se llama Lucía, que va poco a misa pero reza al Señor y el escritor que le explica: “soy un poeta, y un poeta qué hace: escribe, y cómo vive: vive”, alegre en su pobreza. Están el músico, el pintor, el filósofo, la mujer coqueta pero de corazón grande, con quienes los espectadores (¿quizá en su tiempo el padre del presidente uruguayo?) se siguen sintiendo identificados. Puccini les confió algunas de sus arias más bellas e inspiradas, el arrebatador dúo que cierra el primer acto, los diálogos entre los enamorados, el breve soliloquio del filósofo que irá a empeñar su sobretodo (“vecchia zimarra”) para que Mimí tenga un manguito para abrigarse en sus momentos de agonía.

A pocas cuadras de distancia, en el teatro Avenida, Madama Butterfly se convertía en Madama B.F. Pinkerton, al casarse “por noventa y nueve años” con un oficial de la cañonera “Abraham Lincoln”. Escudriñando el mar desde su casa en Nagasaki, preguntando cuando anidan en los Estados Unidos, los petirrojos, venerando al “Dios americano”, aguarda con su hijo en brazos (“su nombre es Dolor”) el retorno del esposo… que arribará sí pero con la “esposa de verdad”, una compatriota. Puccini recurrió a melodías japonesas y al himno nacional norteamericano, y Pinkerton invita al sensato cónsul con “ponche o whisky”.

Su música se eleva en el dúo de amor del primer acto, el aria de Butterfly que imagina el maravilloso día del regreso, el dúo entre ella y Sharpless, y luego con la fiel Suzuki, el coro “a boca cerrada” mientras Butterfly aguarda, niño en brazos, la vivienda cubierta de flores, el recuerdo del “florido refugio” de Pinkerton, que reconoce su vileza, y el desgarrador final cuando Butterfly se clava el puñal con el que, por orden del emperador se suicidó su padre.

Madama Butterfly fracasó en la première en el teatro Alla Scala de Milán en febrero de 1904. El público reaccionó contra acordes de La Bohème que aparecían aquí y allá y por la duración excesiva de los actos, además de “internas” entre casas editoriales. Pero unos meses más tarde, con una versión revisada, se impuso definitivamente. Las más grandes sopranos han encarnado a la japonesa de quince años, aunque con décadas más, a veces varias, y unos cuantos kilos, que una artista de verdad logra que pasen disimulados. La recreación del ambiente japonés y la tragedia que allí se desarrolla tentó a los mejores regisseurs. Recuerdo en especial la versión fílmica con puesta de Jean Pierre Ponnelle en que Pinkerton (un bastante joven Plácido Domingo) es una especie de marinero Popeye, que al final no se limita a clamar de lejos “Butterfly, Butterfly” sino que irrumpe, atravesando la pared de papel, para encontrarse con la última y terrible mirada de la esposa abandonada. Algo así es lo que se hizo este año en el Avenida. Las puestas actuales mandan al niño a jugar fuera de escena, y no como antes, vendados los ojos agitando una banderita norteamericana mientras la madre se arrastraba hacia él entre sus últimos estertores.

En dos domingos sucesivos retomamos contacto con las óperas de Puccini. De La Bohème conocíamos el segundo acto, representado en la velada de reinauguración del 24 de mayo, y no agregaré nada a lo que sobre ella escribió Alberto Bellucci. Si ya entonces no impresionaron las voces, eso se reafirmó con la versión completa. Para colmo, el día que me tocó en suerte, el tenor (Marius Manea, un rumano precedido de buena crítica) estaba afectado en las vías respiratorias, hizo lo que pudo (para martirio de los espectadores) y fue reemplazado, entre aplausos, por un Rodolfo local, que llevó adelante con gallardía el difícil compromiso. Virginia Tola, una excelente soprano argentina de actuación internacional, no pareció sentirse cómoda en la piel de Mimí.

Nicole Cabell, en cambio, conquistó con el vals del segundo acto, aunque fue una importación suntuaria, hay buenas Musettas entre nosotros. De cualquier modo, esperamos a esa cantante en un rol protagónico. La puesta en escena de Hugo de Ana fue, a mi juicio, el elemento menos positivo de la reedición. El altillo de los bohemios estuvo reducido con un innecesario y sofocante techo a dos aguas, al que Rodolfo y Marcello tienen que subirse en el último acto. El segundo acto, con su “parafernalia escénica”, en acertada definición de Bellucci, fue abigarrado, confuso, y hasta con un automóvil, empujado a mano hacia las bambalinas.

Inconsecuencias de hoy en día: la acción transcurre en tiempos de Luis Felipe (1830-1848) que, como su ministro Guizot son mencionados por los personajes, transportados esta vez sin razón a la III República. Lo mismo puede decirse de los bohemios (bien encarnados por Marco Caria, Kevin Burdette y Luciano Garay) parados como estacas cuando muere Mimí, mientras Rodolfo les pregunta “¿qué es ese ir y venir, por qué me miran así?”. En el altillo, al que se accede por una puerta trampa, hay apenas un colchón que, semidesenrrollado, sirve para que Mimí cante desde el suelo.

Un modesto catre hubiera sido mejor para público e intérprete. Stefano Ranzani dirigió la Orquesta Estable, que sonó como en sus buenos tiempos. La versión de Madama Butterfly, de Buenos Aires Lyrica, recurrió a la producción escénica del teatro El Círculo, de Rosario, y en ella se movió la regie de la norteamericana Crystal Manich.

Carlos Vieu, extrañamente ausente de la temporada oficial, mostró su valía, y lo mismo hicieron Florencia Fabris, Enrique Folger, Vanesa Mautner, Ernesto Bauer. Con un homogéneo elenco, y el coro, que dirigió Juan Casasbellas, fue un Puccini más conmovedor que el del Colón.

Como no hay dos sin tres, al igual que en 2006 que ambas óperas subieron a escena con poca distancia temporal, a fin de junio Juventus Lyrica trae el primer gran triunfo de Puccini, Manon Lescaut, como aquel año, Turandot, la última e inconclusa, en el Luna Park. Cuando llegaba a mi ubicación en el Colón, tuve la reconfortante sensación de estar en casa, una casa a la que se ha devuelto el esplendor. Lo que no obstará a la muy agradable de viajar, al Avenida y al Argentino de La Plata, con su aire europeo el uno y norteamericano el otro, que se han impuesto como centros líricos de gran calidad. La ópera, la música en general, y sus cultores, de parabienes.

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