De Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob. Espacio teatral ELKAFKA

Si uno escribe el título de esta obra de teatro en un buscador de Internet, aparecerán cientos de miles de direcciones. Las primeras, numerosísimas, se referirán a la famosa “parábola de los talentos”, de Jesús (Mt. 25, 14-30; Lc. 19, 12-27), en la que se narra cómo algunas monedas muy valiosas son distribuidas y confiadas por su dueño a varias personas. Hacia el final de la parábola, se entiende que el propósito era incrementarlas y que, secretamente, eso estaba vinculado con algo definitivo y único. El mismo Jesús dirá, en otro lugar: una sola cosa es necesaria (Lc. 10, 42). Esa “sola cosa” no tiene por qué ser importante; tiene que ser verdadera, cabal y dramáticamente verdadera, como las pequeñas monedas de las que se desprende la viuda, que son, según palabras de Jesús, todo lo que tenía para vivir (Lc. 21, 4). El camino, pues, es de despojo. ¿Cuántos talentos serán necesarios para llegar al único que hace falta? O ¿de cuántos talentos habrá que despojarse para llegar al auténtico, al más propio, al que late en lo más recóndito de uno mismo, y despertarlo y hacerlo hablar?

En la obra de Mendilaharzu y Jakob, dos jóvenes casi adolescentes están parando en el departamento de un tercero. Son muy inteligentes y talentosos. El tercero participa; pero son sobre todo los otros dos los que, en el pequeño living, despliegan con soberbia, comodidad e ironía una detallada cultura general. Manejan grandes carpetas con pomposos títulos de diversas materias que cultivan. Ambos llevan camisa y pantalón de vestir. Ambos fuman pipa. Toman buen vino. Se supone que los tres son amigos. Hay economía de recursos pero muy buenas ideas para su aplicación. Todos los objetos tienen peso y presencia, y se utilizan. No hay nada abstracto. De todos modos, se puede decir que es una obra “apta para todo público académico y crítico”, ya que ese “realismo” no es “naturalista”; es un realismo íntimo, el de ese mundo, como en las buenas obras clásicas. Al comienzo, Ignacio y Lucas, los “inquilinos”, juegan a escribir endecasílabos en una pizarra, por turno y tomándose el tiempo con un antiguo cronómetro, hasta componer un soneto. Lo hacen con rapidez y facilidad, con alarde de conocimientos de preceptiva. Cometen pequeños errores y se burlan el uno del otro. Sobre todo Ignacio, autosuficiente y sarcástico, se burla de Lucas, que parece algo nervioso y más inclinado a tomar en serio la composición. Pedro, el tercero, ha ido a comprar vino. Es inminente la llegada de su hermana, Denise, que viene desde París y que se presentará en el departamento. El primer conflicto que se ofrece al público es el obvio: el divorcio del mundo de estos amigos con el mundo de la vida real, incluso con el de la vida de los de su generación. Eso será quebrado o puesto a prueba por la irrupción de Denise, la hermana de Pedro, que hará su aparición en un momento dado. Pero ya aquí mismo comienzan a vislumbrarse conflictos más profundos, y a pesar de que en esa parte inicial de la obra predomina el humor, eso no llega a ocultar un clima tenso, que poco a poco se irá haciendo sofocante. Hay buenos pasos de comedia; pero el efecto que producen es, curiosamente, amenazador. Un ejemplo de esto lo constituye la llegada de Denise, desopilante, pero que marca el paso a otro conflicto que sume a los jóvenes en una profunda vergüenza.

Una figura hermosa, una mirada de acuerdo con ella, una palabra simple que la comunique… ¿Cuánto hay que pasar para llegar a la forma humana? Un recurso principal en esta obra, excelentemente empleado, es el de establecer dos crescendos simultáneos: uno, exterior, que va tornando irrespirable el ambiente, en el que las tensiones llegan a estar al borde de la violencia; otro, interior, que tiene por centro a Lucas, quien ha compuesto un poema que mantiene en secreto. Todo esto confluye en una sola escena, la central, aquella para la que está hecha la obra, escena que no se puede narrar aquí. Baste decir que ella emerge, abriéndose paso penosamente, desde la acción interior, y surge cargada de una intensa belleza y de un profundo dolor. El talento final es un quebranto, pura disponibilidad. Se establece, por fin, una apertura al mundo, pero no al meramente externo, el supuestamente real, sino a un mundo más adulto, maduro y pacificado, en el cual el talento es la fidelidad a un don necesario a todos.

Dice Von Balthasar en el primer volumen de su Dramática, en la página 115: “No vale la pena ir al teatro para ver representado simplemente un ‘carácter fuerte’ o una situación social triste que debe ser cambiada, o la falta de sentido y el carácter absurdo de la vida, o un insulto al público. Al teatro se va a ver la verdad”. Los talentos, desde su agudo punto de vista, indudablemente la ofrece.

No hay comentarios.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?