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El mundial de fútbol llegó a su fin y nos dejó más curiosidades y temas de reflexión que partidos vistosos. Un primer elemento tiene que ver con la sede, ya que por primera vez una copa del mundo tiene lugar en el continente africano, gesto de apertura y apoyo al desarrollo del deporte y la lucha contra la discriminación en la interpretación de algunos; búsqueda de consensos en pos de la construcción de poder en la interpretación de otros. Después de todo hay que atender que se  recaudaron unos 3.000 millones de dólares en concepto de marketing y derechos de televisación. En una institución que tiene más países asociados que las Naciones Unidas cada voto vale, y mantener el manejo del poder económico y político siempre requiere de concesiones. También con respecto a la sede, cabe mencionar que Sudáfrica es el primer equipo anfitrión que no logra superar la primera ronda eliminatoria en 80 años de mundiales. Y si bien la FIFA recaudó una cifra record, el país no recibió ni la mitad de turistas que se había calculado originalmente, a tal punto que en varios partidos se regalaron entradas para poblar estadios y en los partidos semifinales se podían conseguir en reventa a un precio menor que el original, que no es lo que acostumbra a suceder en estas instancias.

Otra de las curiosidades que se recordará de este mundial fue la irrupción del pulpo Paul, aparición doblemente simpática. Por un lado, porque acertó con frialdad y precisión absoluta los ganadores de los ocho partidos en los que fue consultado; por otro, dada su nacionalidad alemana, ¿quién podría imaginar que una muestra tan acabada de devoción a un oráculo en la forma de un animal ciertamente primario proviniera de la mismísima cuna de Kant y Habermas, entre otros exponentes

de la razón en su mayor expresión? En fin, fiel reflejo en última instancia de los tiempos líquidos que nos toca transitar.

En cuanto a lo futbolístico, debe señalarse que es la primera ocasión desde que se juegan los mundiales –19 desde 1930– en que en la final no está al menos uno de los siguientes equipos: Alemania, Argentina, Brasil o Italia. Se recordará también este certamen por la ya famosa pelota Jabulani, que debido a una nefasta combinación de peso y material resultó totalmente incontrolable para delanteros y arqueros. Sumado a campos de juego en algunos casos impresentables, hacía lucir como amateurs a los jugadores mejor pagos del mundo. Acaso una risueña venganza del diseñador –¿frustrado futbolista?–, lo cierto es que fue en todos los partidos una verdadera pesadilla. En un mundial que no será recordado por grandes cotejos ni lucimientos individuales, el campeón, España, mostró siempre interés por el juego en equipo y una gran consistencia en su medio campo. La presencia de seis jugadores surgidos de las divisiones inferiores del Barcelona, con varios años juntos y bajo el mismo sistema de juego le reportó una fortaleza que ningún otro equipo pudo superar. Si bien se notó la ausencia del goleador del equipo catalán, Lionel Messi –España puede ostentar el récord de ser el campeón mundial con menos goles a favor, con sólo siete en siete partidos–, demostró que el juego de equipo alcanza para llegar al éxito –si así pudiéramos entenderlo los argentinos… También fue el equipo con el arco menos vencido y recibió el premio Fair play por menor cantidad de jugadores amonestados. En el seleccionado ideal del torneo hay seis españoles, aunque en individualidades no fue tan destacada la labor: David Villa recibió el reconocimiento como tercer mejor jugador del torneo y fue el mejor posicionado. Es destacable también la manera en que este torneo reflejó situaciones sociales de los países participantes.

Europa sigue siendo el centro de formación de excelencia de jugadores de todos los continentes. Basta ver el crecimiento de los países africanos y asiáticos sustentados en algunas estrellas que juegan en el viejo continente. Pero debido precisamente al hecho de la vejez de sus sociedades, Europa comienza una curva de declinación importante. Sus equipos muestran en general señales de agotamiento, debiendo apelar crecientemente a la nacionalización de extranjeros para incorporar aires nuevos. El gran papel que jugó Alemania se sustentó en una dinámica renovada provista por polacos, brasileños, un turco y un ghanés. Fue asimismo muy simpático ver el primer gol del conjunto suizo y el festejo de sus jugadores arios rodeando al goleador, oriundo del africano archipiélago de Cabo Verde. Pero seguramente donde más se vio la falta de recambio de jugadores fue en los finalistas del último mundial: ninguno pudo superar la primera ronda. Italia se despidió sin siquiera vencer a la selección de Nueva Zelanda –quedará como otra de las curiosidades el hecho de ser el único seleccionado no derrotado de la copa– mostrando una apatía que clama por incorporar sangre nueva, y se habla de al menos tres argentinos y algún otro sudamericano. Francia jugó sólo tres partidos y se volvió en medio de un escándalo por la falta de entendimiento entre alicaídas estrellas y un técnico ya desgastado.

Se vio muy digna la intervención de la ministra de Juventud y Deportes, Roselyne Bachelot, luego de filtrarse un grueso insulto dicho en la intimidad del vestuario por parte de uno de los históricos del equipo hacia el DT: “Los jugadores deben recordar que visten los colores de Francia, que son considerados modelos por los jóvenes y que, en consecuencia, están obligados a ejercer el autocontrol y la dignidad”, afirmó en un breve comunicado a la vez que envió al descontrolado Anelka de regreso a Francia. ¿Qué debiera haber hecho entonces el ministro de Educación argentino frente a las declaraciones pletóricas de metáforas de nuestro DT al conseguir la clasificación al mundial en Uruguay? (A propósito, un buen ejercicio para nuestros hogares y con nuestras relaciones es preguntar el nombre de nuestro ministro de Educación… la falta de respuesta rápida y acertada es por supuesto parte del problema). Por su parte, Holanda mostró en algunos tramos del torneo gran soltura y renovación en su juego, oscurecido en la final tan esperada, ya que alcanzó otro record, en este caso por el juego brusco. Nunca una final había tenido 14 jugadores amonestados, y de no ser por el árbitro inglés el partido hubiera tenido más de un expulsado.

El destino hizo que, luego de 32 años, una final se definiera en tiempo suplementario, y nuevamente la derrotada fue Holanda. Europa exhibió también los cambios y las tensiones que persisten en términos de nacionalidades rotas y movimientos separatistas. Un futbolista de los Balcanes, Dejan Stankovich, compitió en los últimos tres mundiales representando a distintos seleccionados. También fue elocuente el festejo de dos estandartes del seleccionado campeón envueltos en la bandera de Cataluña frente a los ojos de la mismísima reina Sofía. Latinoamérica tuvo una destacada actuación, aunque algo descolorida a partir de cuartos de final. Fue muy importante lo hecho por Chile, que no obtenía un triunfo en un mundial fuera de su territorio desde 1950. Sin dudas el férreo orden que el rosarino Marcelo Bielsa impone a sus equipos se adaptó a las maravillas a la cultura fuertemente jerárquica de los trasandinos. ¿Quién podría imaginar a jugadores argentinos o brasileños practicando las 27 formas distintas de realizar un saque lateral que le inculcó a sus dirigidos con ayuda de una notebook? En vistas al próximo mundial, Chile deberá mejorar la relación entre el vértigo en el juego que impone el DT en todo momento con las capacidades técnicas de sus jugadores para evitar repetir el desagradable privilegio de liderar con amplia ventaja el ranking de tarjetas amarillas –hasta la accidentada final de Holanda ya comentada–, máxime porque no representa en absoluto su forma de ser nacional. Brasil demostró que cuando quiso, ganó fácilmente sus partidos, y que cuando se desconcentró y perdió su forma de juego, lució como un equipo de mortales, y perdió como cualquiera. Pero lo más destacable de nuestro continente, sin lugar a dudas, fue Uruguay, que llenó de emoción y garra su participación. Un equipo siempre humilde, con ese equilibrado orgullo charrúa que tanto apreciamos y envidiamos sanamente desde esta orilla. Dejó todo lo que tenía en el campo de juego con una presencia de gran fortaleza como equipo, lo cual generó que con justicia aunque extrañamente se decidiera que el mejor jugador del torneo fuera un integrante del equipo que finalmente ocupó la cuarta posición (Diego Forlán). En un ejemplo que debe darnos alegría, y a la vez interpelarnos, las palabras del técnico Tabárez mostraron siempre una madurez notable, reflejo de una sociedad que se encuentra en un momento maravilloso de su historia.

Nuestro seleccionado también mostró en muchos sentidos nuestra situación como sociedad. El argentino fue uno de los equipos con delantera más peligrosa en los papeles y en la cancha: el mejor jugador de Europa (¿del mundo?) y también goleador de España, el segundo goleador de esa misma liga, que ganó la titularidad como centrodelantero del Real Madrid, y el goleador del campeón de la Eurocopa, entre otros. Sin embargo, con un medio campo sin gran articulación y una defensa lenta y podría decirse que de conformación particular (sin marcadores laterales), el equipo presentó grandes falencias en los partidos en los que tuvo rivales que lo atacaron. No cabe pensar que el equipo fuera armado para el fracaso de su figura más importante, pero sin lugar a dudas su funcionamiento derivó en ello. Messi nunca pudo moverse en el sector del campo en el que desequilibra y se luce; tuvo que comenzar la mayoría de las jugadas desde campo argentino y sin compañeros que pudieran armar juego con él. Una pelea de egos mal entendidos pareció haber dejado fuera del campo a Verón, el único jugador que hubiera facilitado el juego en conjunto en el medio campo y el adelantamiento de Messi.

La estrella de las conferencias de prensa pasó a ser entonces el técnico, exultante en las primeras, sin ganas de participar en las últimas. Fue lamentable que el técnico alemán Löw debiera esperar varios minutos para saludarlo como corresponde a cualquier deportista, más aún cuando representa a su país, mientras Maradona lloraba en brazos de su hija. Nuevamente lo personal privó sobre lo deportivo y la representación nacional. Lo cierto es que nuestra selección se volvió del mundial con extraños records: sólo una vez había perdido cuatro a cero, en aquel caso contra uno de los mejores seleccionado de la historia, en 1974. Y que, tristemente y casi por piedad, fue el único partido de octavos de final en adelante en que en el segundo tiempo se adicionó solo un minuto (el estándar es al menos de tres minutos), festejado más por nuestro representativo que por el alemán. Pocas veces se vio el final de un partido con tanto desánimo en el campo de juego, con los delanteros defendiendo dentro del área propia, alta de control en todas las líneas y con el equipo perdedor pidiendo la hora, o al menos que los rivales no patearan más al arco. Siempre perdurará la sensación de que se podría haber avanzado mucho más con los nombres que había en juego. Quedó claro que la motivación es importantísima, pero sin estrategia y trabajo de equipo carece de todo sustento en los resultados, más allá del impacto mediático. Como emergente de nuestra sociedad, Maradona es un caso que da para reflexiones sociológicas profundas y extensas. Vale sólo decir que en base a sus dotes como futbolista, sin lugar a dudas el mejor de su época, y con un carisma que se potencia en la cultura argentina, tuvo en sus manos la decisión de continuar siendo o no el director técnico del seleccionado sin contar, de acuerdo con los resultados vistos, las condiciones técnicas para  merecerlo.

Y a nadie extrañará a esta altura de la situación una candidatura testimonial en 2011; en definitiva es lo que hay y en parte lo que somos. El mundial ha terminado con más curiosidades que juego.  Deberemos esperar hasta Brasil con la expectativa de que la ecuación se revierta. Mientras tanto comenzarán, pronto, las eliminatorias, cada vez de mayor duración. Después de todo el negocio del fútbol no puede funcionar sólo cada cuatro años.

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