rioTres libros, de Néstor Torres, Remo Bianchedi y Javier Fernández, inauguran la colección Sueltos de la editorial Letra Nómada. 

Al lao del río, de Néstor Torres

 

Néstor Torres es entrerriano, y Al lao del río se queda en la infancia. Empieza: “El artista es alguien que se queda/ para siempre jugando con su infancia,/ porque es lo único/ que le pertenece para siempre./ Al lao del río”. Lo que uno no aprende en la infancia no lo aprende jamás, dice Marina Tsvietáieva.

La poesía es el recuerdo más perfecto, es la perfección del recuerdo, dice Lou Andrea Salomè de Rilke. Al lao del río es lo que queda para siempre, la literatura. Literatura que es familia, es gesto, es historia. Sabores, imágenes propias. Al lao del río es lo que queda: la casa, la abuela, las primas, las fiestas, la soledad, el cementerio. Como en todo libro de amor hay una imagen del cementerio, lo decía Babel, lo recordó Dovlatov. Perdón por tantos rusos pero entre rusos y entrerrianos vivo la literatura: ¿por qué

no pensar que Al lao del río es tiempo- Mastronardi, espacio-César Tiempo, pasado-Gerchunoff?

La noche y el día en el río, al lado del río. La tristeza que ya estaba ahí, el aburrimiento que había que saber habitar… y uno aprendió tanto que se quedó ahí, en esa belleza vacía, ausente, que parece, tal vez, nostalgia para los que no son provincianos. Y así, toda la vida, uno se lo pasa –dice Torres– “desentristeciendo”, antesala de la lectura, de la belleza que encontramos en los libros.

“A veces, a la siesta, nos íbamos al río./ Cuando no me encuentres… búscame en el río.” A la siesta, en invierno, en el color marrón, en “la prematura angustia del que siente sin entender”, en el horizonte enorme, total, entero. Al lao del río es volver a decir que lo que se persigue siempre es la forma, es decir, la belleza, la lírica, la elegancia, lo que hace diferencia. Siempre se persigue la forma… eso decía Daney de Tarkovski, de esas películas grises, lentas, difíciles, de ese autor que se murió fuera de Rusia, de tristeza. Y Al lao del río apura un “odiaban la belleza” y recuerda una infancia gris, de muerte no dicha, de ser solo. Muchas cosas comparto con la mirada hecha imagen de Néstor Torres, incluso esa tarde de invierno, en julio de 1974, en que yo también vi, con mis abuelos, por televisión entrecortada en Concepción del Uruguay, cómo se armó el cortejo de la muerte de Perón… Yo era del Uruguay, Torres del Paraná: “El Paraná murmura en sueños”. Vieja disputa que tenía con Zelarayán cuando los amigos porteños nos confundían las costas. Zelarayán y Torres tienen un río barrancoso; yo uno de playas largas y anchas, pero su abuela usaba una melenita o la quería igual que la mía. Torres sabe y escribe: “Aprendí que lo que pasa, pasa./ Y a dejar pasar”. Torres sabe. Sabe que está mal hablar, se mira mal al que habla: él aprendió a callar, él, que no podía callar. Se calla de oír, se calla de ver, arriesga y sabe, acierta.

 

Vidas célibes, de Remo Bianchedi

Un libro de poesía de retratos. Remo Bianchedi escribe “estado de ilusión dominado por imágenes”. Juega en una lengua informativa, pura denotación. La poesía siempre debería hacerlo. Me gusta la poesía que muestra, que enseña. Y dije “juega”… pocos juegan, pocos saben hacerlo cuando se trata de literatura, jugar ese juego que gana y pierde la vida simultáneamente. En estas páginas hay otra verdadera vanguardia, la que se juega la vida. La literatura es una verdadera vigilia, una condena de vigilia. Y ahí le robo ensueño a Bianchedi que juega a la literalidad pura: “esto es”, dice siempre su libro haciendo instantáneas de imágenes. Este es un libro de retratos-poemas o al revés, personajes que hasta con humor desesperan, la literatura más grande es, para mí, una incorregible romántica, la que desespera sin grandilocuencias. Y él va destilando esas vidas, esas fotos, esas escrituras, agitando los aires sin afectación ni impostura.

Va hasta el fondo de las cosas y lo hace sin aspavientos. Y nos toma, nos pone en amoroso yugo con esas pequeñas historias de artistas, artistas del hambre, diría Kafka. Bianchedi trata con la vida de un artista en otros artistas, con Alexander Rotowsky, con Ivonne Savy, con Armando Leed, con Pedro Carlos Bustos, para citar los primeros retratos de Vidas célibes. También hace afirmaciones fuertes: los artistas son mujeres. Se parece a la atenta comprensible- incomprendida frase de Tsvietáieva, “los poetas son judíos”. Vidas Célibes, vidas breves, vidas paralelas, vivas vidas imaginarias que van del “incipiente naturalismo a la abstracción más radical” o del “expresionismo tardío al naturalismo temprano”. “Fumando” dice el retrato y se filtra un finísimo humor, ese que piensa las frases, el que las carcome de adentro, las orada, las vuelve piedras de la literatura, dioses. Y construye paisajes con nombres propios, se confirma que son efectivamente retratos en lenguas inventadas pero que no son otra que la común, la única que hay, como dice Hugo Savino. Una única lengua para atravesar el curso del arte sin mediadores, dice el libro, sin curadores, porque el arte es una salud y es cosa de sentir, como dice el personaje Jean Claude. Bianchedi insiste con las letras y su belleza, con los papeles y los colores que pueden no ser más que el blanco y el negro en tiritas –como hacía Libertella sus originales- con el dibujo de una escritura. Un libro que sirva para leer, que se haga cuerpo al lado del nuestro. Él o sus personajes escriben: “No importa qué diga el texto, la letra debe ser siempre un balcón/ y los acentos, comas y puntos/ sus flores olorosas”.

 

Cosas por el estilo de Javier Fenández

Javier Fernández pone un mundo, enumera, describe, dice Cosas por el estilo. Pero lo que arrastra también es un saber certero que a veces se escapa y flota así nomás –que podría ser también una frase de Zelarayán. Dice Fernández: “El amanecer es un negocio inevitable/ entre la oscuridad y la luz”. Y ahí aparece en el cuidadoso descuido de la literatura un saber de vencido luminoso, de mirón abandonado porque nunca hay mucho más que hacer que describir. El reino más difícil para la literatura, porque ahí, así, no duplica el mundo sino que lo muestra, lo deja pasar. Ninguna representación, pura presentación.

El autor cuenta sus historias o sus preguntas, que tal vez sean lo mismo: los televisores funcionando todo el día en una seccional o la chica que vende cocaína y arma bolsitas de a pesos. Y lo mejor está en que sabe lo que hace porque lo dice: “Duermen/ pero no por mucho tiempo/ mientras yira el teatro de las percepciones/ sus cuerpos descansan”. Su pequeño libro es una respiración, o una salud, y vuelvo a citar a mi rusa Tsvietáieva. Nombra efectivamente “la salud enferma” pero más claramente nombra, traduce y repite, así lo dice exacto el poema de la página 19. Javier, diría dulcemente, nos lleva por un mundo de dolor pero sin alharaca, sin grandilocuencia, haciendo un poemario tan justo, tan preciso, que al terminar de leerlo se puede volver a empezar infinitas veces.

 

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