La primera reacción frente a la noticia del Nobel de Literatura para Vargas Llosa fue la sorpresa. Lo habíamos esperado cuando nos deslumbró con sus primeras novelas, atravesadas por una técnica implacable, en las que latía con hondura la Latinoamérica profunda, distanciada del “realismo mágico” programático. Aun tardío, alegra el reconocimiento a un autor con el aliento de los grandes clásicos.

El nombre de Mario Vargas Llosa se identifica con otros, tan significativos como el suyo, que surgieron con el boom latinoamericano. Una serie de desacuerdos se tejen alrededor del actual momento de la literatura de nuestro continente; el más significativo es el enfrentamiento entre quienes lo consideran una mera operación de mercado y otros que lo juzgan una auténtica revolución en las maneras de narrar. Existe, sin embargo, un acuerdo: el boom no produjo solamente un aumento en el número de lectores sino que creó un nuevo tipo, al que enfrentó con formas más complejas de lectura. En efecto, las técnicas renovadoras con que experimentaron los narradores –que se nutrieron en las vanguardias europeas y en dos autores centrales de la narrativa norteamericana del siglo XX, Faulkner y Hemingway– exigieron de los lectores una actitud activa diferente de la tradicional. En este contexto de cambios comenzó a producir Vargas Llosa; ya en su primer libro de cuentos, Los jefes (1958), hervía una violencia que en las novelas siguientes encontró su perfecto correlato en la violencia formal: cada una de ellas exhibía la capacidad para experimentar las más variadas técnicas. La ciudad y los perros (1962), Los cachorros (1967) y Conversación en la Catedral (1969) son ejemplos de su audacia en la superposición y mezcla de tiempos, voces e historias. Pero es La guerra del fin del mundo (1981) la evidencia del punto más alto y más propio en su narrativa, en la que manifiesta una síntesis personal, más libre de apegos formales. Con esta novela, madura en su desarrollo, impregnada de pasión, Vargas Llosa escribe un texto inagotable.

Una nueva escritura de la historia

La novela pone de manifiesto la decisión de inscribirse en la tradición del continente a partir del episodio histórico que narra, la batalla de Canudos, así como la de abordar una historia que ya había sido contada en un texto fundacional de la literatura brasileña, Los Sertones (1902). Euclides da Cunha, su autor, vivió una experiencia radical cuando, como periodista, cubrió la rebelión de Canudos, momento en el que se vinculó con el otro Brasil, el del sertón reseco del nordeste. Novela de novelas, La guerra del fin del mundo no se circunscribe a los límites del relato histórico. En ella se perciben, entre otros, los rasgos de distintos tipos de novelas: la social, la de la tierra, la de camino; excede cualquier intento de encasillamiento genérico para convertirse en la gran epopeya latinoamericana de los desposeídos de la tierra.

En un momento terrible para Brasil, después de una gran sequía que trae hambruna y epidemia, un grupo de yagunzos (alzados) se apropia de una hacienda en Canudos y constituyen allí “un Estado dentro del Estado”. Siguen a Antonio Mendes Maciel, el Consejero, que lee en los acontecimientos los signos del Apocalipsis; creen que el resto del mundo ha caído en poder del Anticristo –al que identifican con la República–, culpable de todos los males, y establecen una nueva fraternidad basada en la “promiscuidad de bienes”; en Canudos, “todo es de todos”.

No habrá manera de que esta comunidad prospere: sucesivas expediciones militares, cada vez más numerosas y con más pertrechos, se lanzan contra ella. Es un riesgo para los militares, que la ven como “una conjura contra la República”; para los hacendados, que suponen un intento de los militares de tomar el poder; para los políticos, que sospechan una amenaza contra el orden instaurado. A pesar de su resistencia, Canudos es arrasada.

Era uno de ellos

La novela comienza con la aparición del Consejero, “tan flaco que parecía siempre de perfil” pero cuyos ojos “ardían con fuego perpetuo”. Atraída por sus prédicas, lo va siguiendo una multitud que afirma “que era santo, que había hecho milagros, que había visto la zarza ardiendo en el desierto, igual que Moisés, y que una voz le había revelado el nombre impronunciable de Dios.” Figura crística, propone el arrepentimiento de los pecados ante la inminencia del Apocalipsis y tiene la convicción profética del cumplimiento de su misión: “Van a matarme, pero no traicionaré al Señor”.

A lo largo de su “vida pública”, se va rodeando de discípulos. Múltiples personajes alejados de la sociedad: monstruos, como el león de Natuba; poseídos por el demonio, como Joao Grande; asesinos de todo tipo y hasta figuras esperpénticas, como el periodista de anteojos, que no ha conocido el amor de una mujer, acceden a una vida nueva. La conversión adopta en la novela una figura salvífica: a través de la intercesión del Consejero los eternos rechazados vuelven a formar parte de la comunidad; tienen, por fin, un lugar en el mundo.

Canudos, un árbol de historias

El episodio de la guerra constituye el tronco central de la historia, que aunque se va relatando fragmentariamente, no pierde nunca su tensión. Un factor fundamental para lograrlo es la forma en que el narrador – siempre en tercera– se va focalizando en distintos personajes. A partir del capítulo cuarto la versión dominante es la del periodista miope, al que Canudos transformó de ser alguien que se define: “No sé qué soy” en “un periodista íntegro”; su mirada transmite su fervor de converso atravesado por una doble experiencia: la religiosa y la del amor humano.

Una serie de episodios –que ponen de manifiesto la asombrosa capacidad para imaginar de Vargas Llosa y que admiten ser leídos como relatos autónomos– se entretejen con el central: son las historias de los “discípulos”, previas a su encuentro con el Consejero y a su conversión. Historias tan llenas de peripecias como los antiguos relatos trovadorescos que repite el Enano: “la princesa Magalona,… Roberto el Diablo, el de Oliveros y Fierabrás.” A las voces intercaladas –en los diálogos directos, en el estilo indirecto libre que con tanta soltura maneja– se suman también las noticias del diario, los textos de Galileo Gall, el frenólogo escocés que sueña con la revolución general. Multiplicidad de voces que, como es habitual en las novelas de Vargas Llosa, generan un efecto coral que nos enfrenta a una multiplicidad de versiones. Queda, sin embargo, una certeza: todos aquellos que han participado en esta experiencia, no salen iguales de ella. Nosotros, los lectores, tampoco.

2 Readers Commented

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  1. pablo esteban chinellato on 24 noviembre, 2010

    gracias a Dios con el correr del tiempo la claridad que te va presentando la vida hizo que vaya poco a poco admirando al escritor-hombre, a tal punto que hoy es mi favorito en el arte literario. Muy buena nota, gracias

  2. Gracias a Dios Todo Poderoso, de que existe la literatura.

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