Un recorrido a través de los poetas, guardianes de lo frágil y lo singular, para celebrar la esperanza que anuncian las Escrituras.A comienzos del siglo XX, Baldomero Fernández Moreno escribió, bajo el título Poeta, estos sencillos versos:

Un hombre que camina por el campo

y ve extendido entre dos troncos verdes

un hilillo de araña blanquecino

balanceándose un poco al aire leve.

Y levanta el bastón para romperlo,

y ya lo va a romper, y se detiene.

 

La confianza en la realidad de lo frágil, en su consistencia y verdad, caracteriza al poeta. Contemporáneamente, Jorge Luis Borges escribía, acentuando la confianza en lo singular, este final para su poema El sur:

…el olor del jazmín y la madreselva,

el silencio del pájaro dormido,

el arco del zaguán, la humedad

–esas cosas, acaso, son el poema–.

 

Y suma, a esa afirmación de lo singular, la certeza de que la eternidad se apoya en lo concreto. Anota en el poema Un patio, también hacia el final:

Serena,

la eternidad espera en la encrucijada de estrellas.

Grato es vivir en la amistad oscura

de un zaguán, de una parra y de un aljibe.

 

Y se enoja con Góngora, en un poema que lleva su nombre, por haber querido eternizar las cosas despojándolas de su simplicidad, y le hace decir, como conclusión:

Quiero volver a las comunes cosas:

el agua, el pan, un cántaro, unas rosas…

 

Tampoco espera otra cosa como destino el verdadero poeta, como escribió también Borges en Llaneza:

Eso es alcanzar lo más alto,

lo que tal vez nos dará el cielo:

no admiraciones ni victorias

sino sencillamente ser admitidos

como parte de una Realidad innegable,

como las piedras y los árboles.

 

Contemporáneamente, también Rainer-Maria Rilke, el gran Rilke, declara la  responsabilidad que la palabra del poeta tiene ante lo concreto. Así, en su novena Elegía escribe:

Estamos aquí tal vez para decir: casa, puente, surtidor, puerta, cántaro, árbol frutal, ventana,

todo lo más: columna, torre… pero para decir, compréndelo,

para decir así, como las mismas cosas

nunca en su intimidad pensaron ser.

 

Más celebratoriamente, también Paul Claudel refiere en su primera Oda la misión de la palabra:

He encontrado el secreto; sé hablar;

si lo deseas, sabré decirte lo que cada cosa desea decir.

 

Y cada cosa desea decir lo que es, lo irrepetible que ella es, su nombre, lo que la palabra previa de Dios produjo al pronunciar cada cosa. Esto es único y acaso impensable fuera de un espacio cristiano, un hermoso aporte:

En el principio existía la Palabra

y la Palabra estaba con Dios

y la Palabra era Dios.

Todo se hizo por ella

y sin ella no se hizo nada

de cuanto existe.2

Tan amable es este mundo habitado por cada cosa puesta en la vida por la palabra de Dios que al final se produce lo inaudito, lo indeducible, lo que debe ser revelado:

 

Y la Palabra se hizo carne

y puso su morada entre nosotros.3

 

Misterio inasible de lo infinito y eterno en un tiempo y un espacio. Misterio inimaginable de un cuerpo abierto al cosmos. Porque todas las personas tenemos un cuerpo físico, pero que se prolonga en una corporeidad mucho más extensa, que es un orden, un mundo, que expresa al que le dio vitalidad: la casa, el jardín, la biblioteca, los instrumentos del trabajo o del juego… El universo es la corporeidad, la morada de la Palabra hecha carne. Por eso el Apocalipsis puede terminar así:

Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: “Esta es la morada de Dios con los hombres”.

 

La Encarnación es el comienzo de la Resurrección, que es la vida definitiva de todo. Pero no de “el” todo, o de “un” todo sin más, sino de cada cosa apropiada y amada. Así, san Pablo anota en su Primera Carta a los Corintios:

…el mundo, la vida, la muerte,

el presente, el futuro, todo es de ustedes;

y ustedes, de Cristo y Cristo, de Dios.

 

Cada cosa es, así, objeto, eternidad y mundo. Y el verdadero poeta, cuando celebra algo, celebra a la vez todo aquello que lo cobija. Por eso (otra vez Borges) el poema The Unending Rose finaliza así:

Soy ciego y nada sé, pero preveo

que son más los caminos. Cada cosa

es infinitas cosas. Eres música,

firmamentos, palacios, ríos, ángeles,

rosa profunda, ilimitada, íntima,

que el Señor mostrará a mis ojos muertos.

 

Y Dante puede escribir, en el final de su Paraíso, lo que percibe en la profundidad de la luz eterna:

…vi que se contiene,

ligado por el amor en un solo volumen,

lo que en el universo está desencuadernado.

 

Las cosas, sobre todo las personas, al fin, podrán ser reunidas, ligadas por el amor. Esto es lo que en definitiva ve el verdadero poeta: el valor de cada vida, bella y amable, y la alusión inagotable de la que ella es capaz. Hay, a pesar de todas las catástrofes, algo

invulnerable, algo que no puede ser sobornado ni seducido por ninguna doctrina, y que sostiene a todo en la existencia: un amparo que permite, asegura y garantiza la insistencia de la belleza. Ella, libre y persuasiva, es, ante todo dolor y sufrimiento, una promesa: reparación y consuelo, permanencia. Por eso Fiodor Dostoyevski le hace decir al doliente y pobre príncipe Myshkin: “La belleza salvará al mundo”. Ella puede ser una puerta de Dios. El papa Pablo VI, conversando con Jean Guitton, dice, en un momento, citando a Simone Weil:

La belleza constituye la prueba,

proporcionada por la experiencia,

de que la Encarnación es posible.

 

Ese camino de belleza que va desde la Encarnación hasta la Resurrección impone sobre el mundo, sobre cada cosa y cada vida, un punto de vista que es acaso la gran novedad cristiana: la verdadera espiritualidad consiste en una corporización. Dios, lo más espiritual, se hizo carne, y la carne se hizo pan y la Verdad se come. También se piensa, pero como

servicio a la creación de grandes figuras: las leyes, las instituciones, el trabajo, las artes, las ciencias, los hijos, las celebraciones, los amantes… Son encarnaciones.

Por eso no se debe corromper o mancillar la carne, pero por eso mismo tampoco se la

debe “espiritualizar”. Cualquier “desencarnación” se aleja de la verdad cristiana. Esas son las cosas que resucitarán. Claro, la muerte, ese escándalo, el progresivo desfigurarse

de todas las cosas amadas, ha llevado a la humanidad, en muchas de sus filosofías, doctrinas y religiones, a buscar el consuelo de un alma incorruptible que pudiera ser el venturoso final, lo que sobreviviera a una materia mala que limita, encarcela y acaba por denigrar. Peor aun: como lo terrible es la desintegración de lo singular, se dio en pensar, de muchísimas y de muy varadas maneras, que lo finito ha de perecer realmente, para volverse espiritual e infinito. Se ha entendido que lo particular, que lo singular concreto, no puede perdurar, que su transfiguración es imposible; debe aniquilarse, o bien difundirse en algo “superior”. Ante esto:

Se presentó Jesús

en medio de los discípulos

y les dijo: “Tengan paz”.

Dicho esto, les mostró las manos y el costado.

 

Las llagas. En el cuerpo glorioso de Jesús resucitado hay memoria del dolor y de la muerte, de las heridas de la tierra. Todo, cada acontecimiento de cada minuto, estaba destinado a la vida definitiva; cada alegría, pero cada padecimiento también, forman parte ahora de una forma feliz y transfigurada. Nada ha sido sustituido por un “resto”, por un “alma incorruptible”. No hay un alma (un ánima); no hay un cuerpo. Hay un espíritu encarnado, un cuerpo animado. ¿Cómo? ¡Quién sabe! Lo que sí sabemos es que la respuesta de Jesús toma en serio como nunca antes ni después al hombre real.

Todo lo que está desfigurado, todo lo particular y singular que se desdibuja, todo el estrago del tiempo con su secuela de ruinas, la vejez de cada ser amado, la muerte misma, no hace otra cosa que el camino de la semilla. Así lo anuncia Jesús:

Ha llegado la hora

de que sea glorificado el Hijo del hombre.

En verdad, en verdad os digo:

si el grano de trigo no cae en tierra y muere,

queda solo;

pero si muere,

da mucho fruto.

 

En su Primera Epístola a los Corintios, san Pablo extiende la figura de la semilla, que Jesús usa cuando habla de su resurrección, para referirse a la resurrección de todos:

Lo que tú siembras

no revive si no muere.

Y lo que tú siembras

no es el cuerpo que va a brotar,

sino un simple grano,

de trigo por ejemplo o alguna otra semilla.

Y Dios le da un cuerpo a su voluntad:

a cada semilla un cuerpo peculiar.

 

Es una hermosa imagen. ¿Cómo se ha llegado, desde la semilla, al árbol florido y frutal? Todo estaba ahí, en esa semilla que ha de enterrarse y pudrirse. Pero no para que ella muera sin más, sino para que se opere esa maravillosa transfiguración espiritual y material que alcanzará a cada vida y a cada cosa. Así, nuevamente san Pablo, pero en Romanos:

…sabemos que la creación entera

gime hasta el presente

y sufre dolores de parto.

 

Y, en medio de esa creación que aguarda su transformación, san Pablo sitúa la esperanza humana:

…nosotros mismos

gemimos en nuestro interior

anhelando el rescate de nuestro cuerpo.

 

Cuando los frutos caídos en tierra se pudren y se abren y liberan las semillas puede ser intenso el hedor. Pero cuando esas semillas ya han comenzado su mutación, si uno las toma en las manos y las frota junto con su puñado de tierra, emerge un perfume refrescante y diferente, que ya manifiesta otro surgimiento.

La tierra, donde se muere y se brota. En el Libro de Job, uno de los más grandes de todas las literaturas, el justo Job, que resiste pacientemente la pérdida de todos sus bienes, de su ganado e incluso de sus hijos, es al fin atacado por una enfermedad que lo llaga completamente. Él se sienta en medio de la basura y maldice el día de su nacimiento y a Dios. Precisamente ahí, Dios se le manifiesta. Le muestra la montaña, el mar y, sencillamente, le da la razón. Y Job puede decir:

Sé que mi Defensor vive,

y que él, el último, se levantará sobre el polvo…

…y con mi carne veré a Dios.

 

Las llagas. ¿Por qué las conservó Jesús en su cuerpo de Cristo glorioso resucitado? Así será también en cada uno. Toda la sangre herida, todo lo enfermo, todo lo feo, todo lo abyecto, cada dolor y padecimiento deberán ser visibles en la figura resucitada.

Estarán ahí de otro modo, noble, como un trazo rojo que resaltara y mejorara la belleza de cada vida nueva. Entonces la resurrección de la carne dará definitivamente la razón a los poetas, guardianes de lo frágil, de lo singular y lo concreto, de cada vida que deberá seguir siendo celebrada, en la esperanza de ver su figura final, de ver lo que Dios ama y ve.

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  1. Seguramente debido a que he tenido el privilegio de contar con una formación académica, y también una experiencia docente, tanto en el campo de la Teología como en el propio de las Letras, celebro la publicación de artículos que vinculen expresiones poéticas con la Palabra de Dios. Ahora bien, creo que dichas relaciones deberían establecerse no sólo para observar coincidencias, sino también para plantear alguna respuesta a las inquietudes que han surgido en los grandes escritores, sobre todo de nuestro ámbito hispanoamericano. Por ejemplo, el nicaragüense Rubén Darío, el mayor representante del modernismo literario, comienza su poema «Melancolía» (el número XXV de «Cantos de vida y esperanza», publicado originalmente en 1905) con estos dos versos, que constituyen todo un grito de desesperación y una demanda de orientación para enfrentar la angustia existencial del hombre de inicios del siglo XX:

    «Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía.
    Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas».

    Más de un siglo después, creo que las palabras de Jesús, registradas en Juan 8:12 («Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida», El Libro del Pueblo de Dios, LPD) constituyen la mejor respuesta para quienes toman conciencia de que no están transitando por el mejor de los caminos. Pero, lamentablemente muchos no quieren dejarse iluminar por Cristo, ni quieren seguirle. Son como aquellos fariseos que lo cuestionaron cuando sanó al ciego de nacimiento y a quienes Jesús dedicó estas fuertes palabras: «Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen ‘Vemos’, su pecado permanece» (Juan 9:41, LPD). Al iniciar la segunda década del siglo XXI, ¡cuántos pretenden ver por sus propios medios y, al rechazar la iluminación espiritual provista por Cristo, se desbarrancan en sus vidas como consecuencia de no haber obtenido el perdón de sus pecados! Esperemos que esta «Semana Santa» nos encuentre a los argentinos conscientes de nuestra necesidad de Luz Espiritual y que la busquemos en la persona idónea: Cristo.

    Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez
    Doctor en Teología
    Profesor y Licenciado en Letras

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